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Volví de Madrid. No me lo había pasado bien, más bien bastante mal. Mi hermana Isabel se acaba de mudar y estaba de muy mal humor. Además, no paraba de hablar del estrés que le había causado la mudanza y de todas las cosas que le habían salido mal, los problemas que había tenido con los obreros, todo el dinero que le había costado, lo agotada que estaba física y mentalmente y, para colmo de los colmos, el calzonazos de su novio la había dejado en plena mudanza. Se enfadó conmigo cuando le dije que sinceramente no podía escuchar más sus historias, pues solo de oírlas me cansaba y yo necesitaba tranquilizarme un poco.



Muchas veces hablo sola, un día abrí el frigorífico de su casa y me quejé en voz alta, y casi sin darme cuenta, de que no había nada para comer que a mí me gustara: ‘Aquí no hay nada rico de comer’- dije sin pensar que mi hermana podría oírme. Estaba acostumbrada a comer ciertas cosas en Holanda y me irritaba no encontrarlas en el frigorífico de mi hermana nada más abrirlo. Era una tontería, yo lo sabía, cualquiera lo hubiera sabido, menos mi hermana. Era una queja sin importancia y completamente ridícula. Se puso furiosa, empezó a decirme lo desagradecida que yo era, empaquetó una maleta y se fue de su propia casa a casa de una amiga.



Isabel padecía de “síndrome de la maleta”. Cada vez que se enfadaba, por la razón que fuera, hacía una montaña de un grano de arena, lo sacaba todo de quicio, hacía la maleta y se iba. Así que allí me quedé, sola con las niñas en casa de mi hermana.

Visité a algunos amigos, aunque con mi amiga Mildred, que era inglesa, casi no me pude desahogar, pues era de esas personas que les echas una moneda por la boca y empiezan a hablar sin parar como si les hubieran dado cuerda. Estaba casada con el típico macho ibérico que por alguna extraña razón pensaba que tener una relación de pareja consistía en mentir y engañar a su mujer y dedicarse a salir casi todas las noches de copas, dejando que su mujer se ocupara ella sola de todos los hijos, los quehaceres de la casa y de ganar dinero. Al final acabé siendo testigo, una vez más, de sus lágrimas por ese merluzo. También visité a Alfredo, mi entrañable amigo homosexual, a quien había conocido en Londres años atrás durante una cena en casa de una amiga. Fuimos a merendar a su casa en el barrio de Malasaña. Nos había comprado bollos deliciosos en la panadería de la esquina y tenía también unos regalos para las niñas. Su casa estaba decorada con mucho gusto. Una noche salimos a cenar a un restaurante italiano y a él le gustó el camarero. Le animé para que ligara con él, pero Alfredo era muy tímido. Hacía poco que había roto con su novio sueco, que era auxiliar de vuelo, y todavía le echaba de menos.

Texto agregado el 04-01-2015, y leído por 54 visitantes. (0 votos)


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