Mayo de 2003.
De puro miedo que sentía, y con un flujo constante de adrenalina, como si estuviera andando por una cuerda floja y a punto de caer, al final ya no sentía nada. Era demasiado para mí, demasiado miedo: por mis hijas, por mi propia vida, por el futuro. Apenas tenía para comer, no podía pagar las facturas y me llegaban cartas de apremio. Buscando trabajo, cuidando de mis hijas de la forma que fuera, cocinando, llorando de vez en cuando, haciendo cálculos. Desesperada en un callejón sin salida. No sabía ni qué poner en mi curriculo. Apenas tenía experiencia laboral. En las entrevistas de trabajo decían que tenía acento de extranjera al hablar, decían que lo sentían mucho pero tenía que hablar y escribir holandés perfectamente. Además, la mayoría de los trabajos eran de cuarenta horas. Ya no podía dormir, no me podía relajar. Mi mente acelerada corría y corría y no encontraba el descanso. Tenía que hacer algo.
Había oído hablar de los pacientes de cáncer que usaban la marihuana para poderlo llevar con más ligereza. En Holanda, el uso de las drogas blandas como la marihuana es legal, y los establecimientos que las venden tienen controles de calidad y pagan sus impuestos como cualquier otro negocio. Lo mismo ocurre con la prostitución. En la zona del distrito rojo de Ámsterdam por ejemplo, las prostitutas están detrás de una ventana con cortina roja. Si la cortina está corrida quiere decir que hay un cliente dentro. Las prostitutas están a la exposición detrás de las ventanas como si fueran un producto detrás de un escaparate. Tienen que seguir controles de sanidad y también pagan sus impuestos, por lo menos no pasan frío. Fui a un establecimiento donde venden marihuana, un cofeeshop como lo llaman aquí, y compré una bolsita de marihuana y algunos papelillos y filtros. Se me daba muy mal al principio, pero con la práctica aprendí a liar unos buenos porros. Por las tardes me sentaba en mi silla de madera debajo del ciruelo a la orilla del canalillo. Unas caladitas y enseguida estaba…en otro sitio; mi mente soñaba y escapaba a escenarios distintos donde todo era posible. Empecé a vivir en dos mundos. El mundo de la realidad me agobiaba, me asfixiaba y sentía como si me fuera a morir. En el otro mundo, el mundo de la marihuana, me sentía a gusto y relajada y finalmente acababa quedándome profundamente dormida.
Me estaba sentando muy bien fumar marihuana, pero no podía evitar tener sentimientos contradictorios sobre este nuevo hábito. De puertas afuera daba la imagen de ser una persona muy seria y de una reputación intachable. Una mujer muy de su casa y de sus hijos. Una maruja muy decente intentando abrirse camino en la vida. ¿Acaso podría alguien imaginarse que por las tardes me sentaba bajo los ciruelos de mi jardín a fumar marihuana? No me atrevía a contárselo a nadie, solo Susana lo sabía.
Fue al poco tiempo de empezar a fumar marihuana cuando me encontré con Julia en la carnicería y poco después empecé a trabajar en el Instituto Nacional de la Seguridad Social en Amstelveen. Era un edificio completamente blanco y de una arquitectura muy moderna. Un conglomerado redondo que por dentro casi parecía un laberinto. Estaba cerquísima de mi casa y podía ir andando. Hacía ocho meses que Nelson se había marchado y vivía sola con las niñas en la casa al dique. Era una primavera muy agradable y de suaves temperaturas. La primavera en Holanda es muy bonita; en un país donde en un mismo día las temperaturas oscilan de calor a frío sin más, o de lluvia a sol, en primavera haga el tiempo que haga siempre se disfruta de los pequeños brotes verdes en las ramas de los árboles, de los capullos en flor, y el cantar de los pájaros anunciándote que la vida está brotando de nuevo.
Decidí hacer mi trabajo lo mejor posible y ofrecérselo a la Virgen María por haberme dado esa oportunidad y porque de veras sentía que me estaban ayudando los de arriba. Me lo tomé muy en serio y, una vez terminado el periodo de aprendizaje, me puse a traducir documentos como una máquina, como si me fuera la vida en ello. Acababa de traducir una carta e, inmediatamente después de imprimirla ya estaba abriendo otro documento para traducirlo. No descansaba, apenas hablaba con los compañeros, solo quería producir, traducir la mayor cantidad de cartas posible. Me apasionaba mi trabajo, me resultaba muy interesante a la vez que aprendía mucho cada día que estaba allí. Había un ambiente muy tranquilo y profesional. Julia me llamaba a veces por teléfono a la oficina y charlábamos un ratito.
Poco a poco me di cuenta de que cuando yo me acercaba mis compañeros dejaban de hablar y se ponían a hacer como si estuvieran muy ocupados trabajando. Algo pasaba. Además, siempre que tenía cualquier duda y se lo preguntaba a un compañero, me atendían con toda la amabilidad del mundo. Al principio pensaba que eran personas extraordinariamente agradables y que yo les caía muy bien. Luego me di cuenta de que me tenían cierto temor y respeto por ser amiga íntima de la mujer del jefe.
Yo me había propuesto pasar desapercibida y hacer mi trabajo lo mejor que pudiera. Sin embargo, por mi amistad con la mujer del jefe era prácticamente imposible. Una tarde, mi compañera Adela, que era muy fisgona y cínica, intentó sacarme información y me preguntó si hacía mucho tiempo que era amiga de Julia. Yo simplemente le respondí la verdad, que nuestra amistad había empezado hacía tan solo unos cuatro meses. Entonces algo me hizo pensar que Adela era de esas personas que no se muestran a sí mismas como realmente son. Sobre todo cuando me hizo el comentario de lo monos que eran los niños de Julia y mi jefe. Al oírlo, me quedé callada unos segundos, pues esos niños a mí me parecían feísimos, gordos y malcriados. Sonreí sin decir nada y continué con mi traducción.
El trabajo en el Departamento de Traducción era muy interesante y estaba aprendiendo mucho sobre la terminología jurídica de la seguridad social. Quería traducir cada vez más rápido, ya que el volumen de producción es muy importante para un buen traductor. Por eso me llevaba a casa los apuntes que había hecho durante cada día de trabajo y después de cenar me repasaba los listados de vocabulario o volvía a redactar una carta para practicar. Entre el trabajo, el estudio, las niñas y los líos de los abogados apenas me quedaba tiempo libre. Julia me llamaba mucho por teléfono y a veces se presentaba de improviso en mi casa. Yo le tenía mucho aprecio, pero apenas tenía tiempo para ella.
−¿Piensas que debería divorciarme? −me preguntó Julia un día que vino a verme.
−Creo que esa es una decisión que solo tú puedes tomar −le respondí.
−¿Me dices eso porque mi marido es tu jefe? ¿No te atreves a decirme lo que piensas? − volvió a preguntarme.
−Te digo eso porque es lo que pienso Julia, si piensas que no me atrevo a ser sincera porque os necesito a ti o a tu marido estás equivocada, yo no os necesito para salir adelante −le respondí un poco irritada.
Entonces Julia se levantó y dijo que se iba.
−¿No me necesitas? ¿No me necesitas?¿Cómo puedes decirme eso?¿No ves que me hace daño? −me preguntó Julia muy alterada.
Intenté explicarle que no había querido ofenderla, y que ella tenía que aprender a confiar en las personas. En realidad, tendría que estar contenta de que yo no la necesitara. ¿Por qué se ofendía tanto?
Con el tiempo empecé a entenderlo. Julia quería precisamente que yo la necesitara, de ese modo se sentía querida e imprescindible. Esa es una manera retorcida de entender una amistad. Probablemente ella no supiera otro modo o no sabía realmente lo que era el amor incondicional típico de una amistad porque nunca lo había vivido. Pensaba que haciéndome dependiente de ella me quedaría a su lado para siempre. No tenía ningún derecho a ofenderse porque yo apenas tenía tiempo para verla. Y mucho menos podía esperar que yo fuera a solucionar sus problemas personales. Si quería divorciarse o no era su decisión y su responsabilidad. No podía cargarme a mí con eso.
Solía ocurrirme con frecuencia que la gente me contaba cosas muy personales sin apenas conocerme. Nunca he sabido por qué me ocurría algo así. ¿Les inspiraba yo confianza? ¿O se desahogaban conmigo precisamente por ser una extranjera, una perfecta desconocida? Años atrás cuando daba clases particulares de español en casa me pasó varias veces que después de saludar al nuevo estudiante en cuestión, este se sentó en la silla y empezó a contarme sus problemas. Se veía claramente que eran personas que se encontraban muy solas y tristes. A veces dudaba incluso de su salud mental. Yo les escuchaba fascinada y me sentía halagada de que depositaran su confianza en mí. Desde la muerte de mi padre siempre he querido ayudar a la gente que se sentía triste, deprimida o perdida. Les escuchaba, yo sé escuchar, y les daba consejo si me lo pedían. Algo semejante estaba ocurriéndome de nuevo en este organismo de la Seguridad Social. Sabía cosas muy personales de Julia y su marido, mi jefe. Además, Ela me había contado sobre sus problemas con su novio. También Ramona, Cindy y Karel me habían contado sus secretos. Había también otra compañera que me había contado que quería divorciarse porque su marido se iba con otras, pero no se atrevía a dar el paso.
Empecé a vivir entre dos mundos. Había llegado un momento en que la vida misma me resultaba insufrible. Sin embargo, en medio del caos y el peligro, era capaz de tomar distancia. El dolor me había sacado del mundo y pasaba practicamente la mayor parte de mi existencia en el otro mundo, en ese trocito de cielo que todos llevamos dentro, donde la energía es ligera y no hay lugar para juzgar a las personas, ni para odiarlas. Solo hay lugar para el amor y la comprensión.
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