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Mi exmarido seguía sin pagar la alimentación y las facturas seguían acumulándose. Entretanto se había ido a vivir a un castillo en Bélgica cuyo alquiler era pagado por su empresa. Tenía ahora un socio, un judío que se dedicaba a sacar dinero ahí donde pudiera, explotando al tonto de turno. En este caso, el tonto de turno era mi exmarido.



La justicia no funciona. ¿De qué sirve que haya tribunales, abogados y policías si a la hora de la verdad no hay justicia? Como mi exmarido tenía empresa propia, podía cambiar sus ingresos y gastos para hacer como que no tenía recursos económicos. Entre su socio y él se lo montaban de tal manera que de un modo u otro siempre se salían con la suya. Yo no recibía dinero, solo de vez en cuando si a él le venía en gana. Le escribí a Nelson lo siguiente:



“Si no te ocupas de que las niñas y yo estemos bien, si sigues intentando manipularme y no cumples con tus obligaciones; si no nos pagas el dinero que nos tienes que pagar por ley, un día llegará en que lo pierdas todo y tu negocio acabará en la bancarrota”.



Mi abogada facilitada por el estado, pues yo no tenía dinero para pagar a un abogado, se limitaba tan solo a mandar cartitas a la carísima abogada de mi exmarido. A mi abogada le importábamos un rábano, es más, en vez de animarme o tratar de darme fuerzas, cada vez que la veía me pintaba el panorama negro, negrísimo, y yo salía aún más abatida de lo que estaba. Me aconsejaba continuamente que vendiera la casa. Yo me negaba a vender la casa porque había invertido toda mi herencia en la compra de esa casa y había sido tan confiada de no especificar por escrito y ante notario exactamente cuánto dinero habíamos invertido cada uno. Gracias a que Nelson ganaba un dineral el banco le había concedido la hipoteca y por eso pudimos comprar una casa tan grande y costosa. No obstante, yo había pagado los gastos de notario y de la inmobiliaria, los impuestos y la reforma de toda la casa. Había invertido un dineral. Habíamos comprado la casa hacía dos años solamente y si la vendiéramos en ese momento sería imposible para mí recuperar mi inversión. A menudo pensaba en mis padres. Ellos habían sido siempre muy ahorradores, casi austeros, y me prometí a mí misma que defendería el capital familiar hasta el final.



Mi abogada me informó de que mi exmarido y yo tendríamos que acudir a una citación judicial en la que el juez decidiría sobre la custodia y el régimen de visitas de las niñas. Le pregunté a la inepta mujer si el juez en cuestión estaba al tanto de mi denuncia. La mujer no estaba segura pero al día siguiente me informó por teléfono de que el juez no tenía conocimiento alguno sobre mi denuncia ni sobre el tipo de persona que era mi exmarido. Me sorprendí mucho, ¿cómo era posible de que el sistema judicial funcionara tan mal? Atendiendo a mi solicitud, mi abogada entregó una copia de mi denuncia al juez encargado de tomar la decisión sobre mis hijas.

Faltaban pocos días para la citación judicial y empecé a sentir miedo. Pensaba que después de mi declaración en los tribunales mi exmarido intentaría matarme. ¿Quién cuidaría de mis hijas si yo no estaba? Sabía que el loco de mi exmarido era capaz de cualquier cosa. Cada día que pasaba tenía más miedo, pero sabía que tenía que ir a los tribunales y pedir al juez que por favor protegiera a mis hijas del desalmado de su padre.

Yo seguía sin coche y le propuse a mi abogada que una vez termináramos en el tribunal por favor me acercara a casa en su coche. Le expliqué que yo iría en transporte público y que me daba miedo que al salir de los tribunales mi exmarido me esperara para hacerme algo.



La tarde antes de la citación Julia vino a visitarme inesperadamente y nos sentamos un ratito en el jardín a tomar un té. Me dijo que le daba mucho miedo que mi exmarido quisiera hacerme algo y me pidió que por favor no fuera. Le dije que yo también tenía mucho miedo pero que no me quedaba otra opción. Tenía que ir para proteger a mis hijas. Si no fuera no podría volver a mirarme en el espejo.



El temido día había llegado y creo que quizás por haber sentido tanto miedo los días anteriores ya no sentía nada. Mi abogada y yo nos sentamos al lado derecho de la sala. Mi exmarido y su abogada se sentaron al lado izquierdo. El juez entró en la sala y todos nos pusimos en pie. Acto seguido procedió a la lectura de nuestro caso y en un momento dado me concedió la palabra.

−Señor juez −empecé a hablar−, mi exmarido es una persona violenta que me ha agredido las vacaciones de verano pasadas y además es alcohólico y drogadicto. Sé con toda certeza que es adicto a la cocaína entre otras cosas. Por favor, proteja a mis hijas. Mi exmarido no es una persona responsable y no puede estar al cuidado de mis hijas. Además, la policía le ha detenido en dos ocasiones por conducir bajo la influencia del alcohol. −Una vez terminé de hablar, volví a sentarme y en ningún momento dirigí la mirada a mi exmarido.

Cuando todo acabó mi abogada y yo nos dirigimos al aparcamiento. Mi abogada arrancó su coche y de repente oímos el rechinar de los neumáticos de un coche que nos pasó a toda velocidad. Era el de mi exmarido.

Una vez en casa me sentí tremendamente aliviada, había hecho todo lo que había podido para proteger a mis hijas y había tenido el valor para decir la verdad. Por la noche recibí un correo electrónico de mi exmarido donde decía: “Te quiero”.



Mi declaración constó en el expediente del caso pero no sirvió para nada. Según decía el señor juez no se podía probar que mi exmarido fuera alcohólico o drogadicto. El juez nos remitió a un abogado especializado en custodias con el fin de llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Yo suplicaba a mis hijas que por favor no fueran con él. Les había contado que la Policía le había detenido en dos ocasiones por conducir bajo la influencia del alcohol y que era muy peligroso que se fueran con él. Les había explicado que era ridículo que se fueran con él porque él no pagaba dinero para que ellas estuvieran bien y tuvieran una buena vida. Yo no quería informar a mis hijas de que su padre, además de ser un alcohólico, era un adicto a la cocaína, que no las quería lo más mínimo, que las estaba utilizando y que solo se las llevaba para hacerme sufrir. Era demasiado para ellas y probablemente solo serviría para que se preocuparan más todavía y siguieran queriendo verle. Desgraciadamente, los niños son muy leales a sus padres. Ellas le querían mucho a pesar de todo y parecían ciegas a la realidad. “Es mi padre −me decían−, no me hables así de él”. Decidí poner sus vidas al cuidado de Dios. Hablé con Dios y le supliqué que por favor protegiera a mis hijas cada vez que su padre se las llevara. Yo había hecho todo lo que había podido para protegerlas, pero el sistema funcionaba muy mal y ellas, a pesar de todo, estaban deseando verle y estaban muy preocupadas por él. Decidí que cuando fueran más mayores les diría la verdad y pensé que algún día llegaría en que ellas mismas no quisieran verle por decisión propia.





Mi exmarido seguía sin pagar la alimentación y las facturas seguían acumulándose. Entretanto se había ido a vivir a un castillo en Bélgica cuyo alquiler era pagado por su empresa. Tenía ahora un socio, un judío que se dedicaba a sacar dinero ahí donde pudiera, explotando al tonto de turno. En este caso, el tonto de turno era mi exmarido.



La justicia no funciona. ¿De qué sirve que haya tribunales, abogados y policías si a la hora de la verdad no hay justicia? Como mi exmarido tenía empresa propia, podía cambiar sus ingresos y gastos para hacer como que no tenía recursos económicos. Entre su socio y él se lo montaban de tal manera que de un modo u otro siempre se salían con la suya. Yo no recibía dinero, solo de vez en cuando si a él le venía en gana. Le escribí a Nelson lo siguiente:



“Si no te ocupas de que las niñas y yo estemos bien, si sigues intentando manipularme y no cumples con tus obligaciones; si no nos pagas el dinero que nos tienes que pagar por ley, un día llegará en que lo pierdas todo y tu negocio acabará en la bancarrota”.



Mi abogada facilitada por el estado, pues yo no tenía dinero para pagar a un abogado, se limitaba tan solo a mandar cartitas a la carísima abogada de mi exmarido. A mi abogada le importábamos un rábano, es más, en vez de animarme o tratar de darme fuerzas, cada vez que la veía me pintaba el panorama negro, negrísimo, y yo salía aún más abatida de lo que estaba. Me aconsejaba continuamente que vendiera la casa. Yo me negaba a vender la casa porque había invertido toda mi herencia en la compra de esa casa y había sido tan confiada de no especificar por escrito y ante notario exactamente cuánto dinero habíamos invertido cada uno. Gracias a que Nelson ganaba un dineral el banco le había concedido la hipoteca y por eso pudimos comprar una casa tan grande y costosa. No obstante, yo había pagado los gastos de notario y de la inmobiliaria, los impuestos y la reforma de toda la casa. Había invertido un dineral. Habíamos comprado la casa hacía dos años solamente y si la vendiéramos en ese momento sería imposible para mí recuperar mi inversión. A menudo pensaba en mis padres. Ellos habían sido siempre muy ahorradores, casi austeros, y me prometí a mí misma que defendería el capital familiar hasta el final.



Mi abogada me informó de que mi exmarido y yo tendríamos que acudir a una citación judicial en la que el juez decidiría sobre la custodia y el régimen de visitas de las niñas. Le pregunté a la inepta mujer si el juez en cuestión estaba al tanto de mi denuncia. La mujer no estaba segura pero al día siguiente me informó por teléfono de que el juez no tenía conocimiento alguno sobre mi denuncia ni sobre el tipo de persona que era mi exmarido. Me sorprendí mucho, ¿cómo era posible de que el sistema judicial funcionara tan mal? Atendiendo a mi solicitud, mi abogada entregó una copia de mi denuncia al juez encargado de tomar la decisión sobre mis hijas.

Faltaban pocos días para la citación judicial y empecé a sentir miedo. Pensaba que después de mi declaración en los tribunales mi exmarido intentaría matarme. ¿Quién cuidaría de mis hijas si yo no estaba? Sabía que el loco de mi exmarido era capaz de cualquier cosa. Cada día que pasaba tenía más miedo, pero sabía que tenía que ir a los tribunales y pedir al juez que por favor protegiera a mis hijas del desalmado de su padre.

Yo seguía sin coche y le propuse a mi abogada que una vez termináramos en el tribunal por favor me acercara a casa en su coche. Le expliqué que yo iría en transporte público y que me daba miedo que al salir de los tribunales mi exmarido me esperara para hacerme algo.



La tarde antes de la citación Julia vino a visitarme inesperadamente y nos sentamos un ratito en el jardín a tomar un té. Me dijo que le daba mucho miedo que mi exmarido quisiera hacerme algo y me pidió que por favor no fuera. Le dije que yo también tenía mucho miedo pero que no me quedaba otra opción. Tenía que ir para proteger a mis hijas. Si no fuera no podría volver a mirarme en el espejo.



El temido día había llegado y creo que quizás por haber sentido tanto miedo los días anteriores ya no sentía nada. Mi abogada y yo nos sentamos al lado derecho de la sala. Mi exmarido y su abogada se sentaron al lado izquierdo. El juez entró en la sala y todos nos pusimos en pie. Acto seguido procedió a la lectura de nuestro caso y en un momento dado me concedió la palabra.

−Señor juez −empecé a hablar−, mi exmarido es una persona violenta que me ha agredido las vacaciones de verano pasadas y además es alcohólico y drogadicto. Sé con toda certeza que es adicto a la cocaína entre otras cosas. Por favor, proteja a mis hijas. Mi exmarido no es una persona responsable y no puede estar al cuidado de mis hijas. Además, la policía le ha detenido en dos ocasiones por conducir bajo la influencia del alcohol. −Una vez terminé de hablar, volví a sentarme y en ningún momento dirigí la mirada a mi exmarido.

Cuando todo acabó mi abogada y yo nos dirigimos al aparcamiento. Mi abogada arrancó su coche y de repente oímos el rechinar de los neumáticos de un coche que nos pasó a toda velocidad. Era el de mi exmarido.

Una vez en casa me sentí tremendamente aliviada, había hecho todo lo que había podido para proteger a mis hijas y había tenido el valor para decir la verdad. Por la noche recibí un correo electrónico de mi exmarido donde decía: “Te quiero”.



Mi declaración constó en el expediente del caso pero no sirvió para nada. Según decía el señor juez no se podía probar que mi exmarido fuera alcohólico o drogadicto. El juez nos remitió a un abogado especializado en custodias con el fin de llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Yo suplicaba a mis hijas que por favor no fueran con él. Les había contado que la Policía le había detenido en dos ocasiones por conducir bajo la influencia del alcohol y que era muy peligroso que se fueran con él. Les había explicado que era ridículo que se fueran con él porque él no pagaba dinero para que ellas estuvieran bien y tuvieran una buena vida. Yo no quería informar a mis hijas de que su padre, además de ser un alcohólico, era un adicto a la cocaína, que no las quería lo más mínimo, que las estaba utilizando y que solo se las llevaba para hacerme sufrir. Era demasiado para ellas y probablemente solo serviría para que se preocuparan más todavía y siguieran queriendo verle. Desgraciadamente, los niños son muy leales a sus padres. Ellas le querían mucho a pesar de todo y parecían ciegas a la realidad. “Es mi padre −me decían−, no me hables así de él”. Decidí poner sus vidas al cuidado de Dios. Hablé con Dios y le supliqué que por favor protegiera a mis hijas cada vez que su padre se las llevara. Yo había hecho todo lo que había podido para protegerlas, pero el sistema funcionaba muy mal y ellas, a pesar de todo, estaban deseando verle y estaban muy preocupadas por él. Decidí que cuando fueran más mayores les diría la verdad y pensé que algún día llegaría en que ellas mismas no quisieran verle por decisión propia.









Mi exmarido seguía sin pagar la alimentación y las facturas seguían acumulándose. Entretanto se había ido a vivir a un castillo en Bélgica cuyo alquiler era pagado por su empresa. Tenía ahora un socio, un judío que se dedicaba a sacar dinero ahí donde pudiera, explotando al tonto de turno. En este caso, el tonto de turno era mi exmarido.



La justicia no funciona. ¿De qué sirve que haya tribunales, abogados y policías si a la hora de la verdad no hay justicia? Como mi exmarido tenía empresa propia, podía cambiar sus ingresos y gastos para hacer como que no tenía recursos económicos. Entre su socio y él se lo montaban de tal manera que de un modo u otro siempre se salían con la suya. Yo no recibía dinero, solo de vez en cuando si a él le venía en gana. Le escribí a Nelson lo siguiente:



“Si no te ocupas de que las niñas y yo estemos bien, si sigues intentando manipularme y no cumples con tus obligaciones; si no nos pagas el dinero que nos tienes que pagar por ley, un día llegará en que lo pierdas todo y tu negocio acabará en la bancarrota”.



Mi abogada facilitada por el estado, pues yo no tenía dinero para pagar a un abogado, se limitaba tan solo a mandar cartitas a la carísima abogada de mi exmarido. A mi abogada le importábamos un rábano, es más, en vez de animarme o tratar de darme fuerzas, cada vez que la veía me pintaba el panorama negro, negrísimo, y yo salía aún más abatida de lo que estaba. Me aconsejaba continuamente que vendiera la casa. Yo me negaba a vender la casa porque había invertido toda mi herencia en la compra de esa casa y había sido tan confiada de no especificar por escrito y ante notario exactamente cuánto dinero habíamos invertido cada uno. Gracias a que Nelson ganaba un dineral el banco le había concedido la hipoteca y por eso pudimos comprar una casa tan grande y costosa. No obstante, yo había pagado los gastos de notario y de la inmobiliaria, los impuestos y la reforma de toda la casa. Había invertido un dineral. Habíamos comprado la casa hacía dos años solamente y si la vendiéramos en ese momento sería imposible para mí recuperar mi inversión. A menudo pensaba en mis padres. Ellos habían sido siempre muy ahorradores, casi austeros, y me prometí a mí misma que defendería el capital familiar hasta el final.



Mi abogada me informó de que mi exmarido y yo tendríamos que acudir a una citación judicial en la que el juez decidiría sobre la custodia y el régimen de visitas de las niñas. Le pregunté a la inepta mujer si el juez en cuestión estaba al tanto de mi denuncia. La mujer no estaba segura pero al día siguiente me informó por teléfono de que el juez no tenía conocimiento alguno sobre mi denuncia ni sobre el tipo de persona que era mi exmarido. Me sorprendí mucho, ¿cómo era posible de que el sistema judicial funcionara tan mal? Atendiendo a mi solicitud, mi abogada entregó una copia de mi denuncia al juez encargado de tomar la decisión sobre mis hijas.

Faltaban pocos días para la citación judicial y empecé a sentir miedo. Pensaba que después de mi declaración en los tribunales mi exmarido intentaría matarme. ¿Quién cuidaría de mis hijas si yo no estaba? Sabía que el loco de mi exmarido era capaz de cualquier cosa. Cada día que pasaba tenía más miedo, pero sabía que tenía que ir a los tribunales y pedir al juez que por favor protegiera a mis hijas del desalmado de su padre.

Yo seguía sin coche y le propuse a mi abogada que una vez termináramos en el tribunal por favor me acercara a casa en su coche. Le expliqué que yo iría en transporte público y que me daba miedo que al salir de los tribunales mi exmarido me esperara para hacerme algo.



La tarde antes de la citación Julia vino a visitarme inesperadamente y nos sentamos un ratito en el jardín a tomar un té. Me dijo que le daba mucho miedo que mi exmarido quisiera hacerme algo y me pidió que por favor no fuera. Le dije que yo también tenía mucho miedo pero que no me quedaba otra opción. Tenía que ir para proteger a mis hijas. Si no fuera no podría volver a mirarme en el espejo.



El temido día había llegado y creo que quizás por haber sentido tanto miedo los días anteriores ya no sentía nada. Mi abogada y yo nos sentamos al lado derecho de la sala. Mi exmarido y su abogada se sentaron al lado izquierdo. El juez entró en la sala y todos nos pusimos en pie. Acto seguido procedió a la lectura de nuestro caso y en un momento dado me concedió la palabra.

−Señor juez −empecé a hablar−, mi exmarido es una persona violenta que me ha agredido las vacaciones de verano pasadas y además es alcohólico y drogadicto. Sé con toda certeza que es adicto a la cocaína entre otras cosas. Por favor, proteja a mis hijas. Mi exmarido no es una persona responsable y no puede estar al cuidado de mis hijas. Además, la policía le ha detenido en dos ocasiones por conducir bajo la influencia del alcohol. −Una vez terminé de hablar, volví a sentarme y en ningún momento dirigí la mirada a mi exmarido.

Cuando todo acabó mi abogada y yo nos dirigimos al aparcamiento. Mi abogada arrancó su coche y de repente oímos el rechinar de los neumáticos de un coche que nos pasó a toda velocidad. Era el de mi exmarido.

Una vez en casa me sentí tremendamente aliviada, había hecho todo lo que había podido para proteger a mis hijas y había tenido el valor para decir la verdad. Por la noche recibí un correo electrónico de mi exmarido donde decía: “Te quiero”.



Mi declaración constó en el expediente del caso pero no sirvió para nada. Según decía el señor juez no se podía probar que mi exmarido fuera alcohólico o drogadicto. El juez nos remitió a un abogado especializado en custodias con el fin de llegar a un acuerdo satisfactorio para ambas partes. Yo suplicaba a mis hijas que por favor no fueran con él. Les había contado que la Policía le había detenido en dos ocasiones por conducir bajo la influencia del alcohol y que era muy peligroso que se fueran con él. Les había explicado que era ridículo que se fueran con él porque él no pagaba dinero para que ellas estuvieran bien y tuvieran una buena vida. Yo no quería informar a mis hijas de que su padre, además de ser un alcohólico, era un adicto a la cocaína, que no las quería lo más mínimo, que las estaba utilizando y que solo se las llevaba para hacerme sufrir. Era demasiado para ellas y probablemente solo serviría para que se preocuparan más todavía y siguieran queriendo verle. Desgraciadamente, los niños son muy leales a sus padres. Ellas le querían mucho a pesar de todo y parecían ciegas a la realidad. “Es mi padre −me decían−, no me hables así de él”. Decidí poner sus vidas al cuidado de Dios. Hablé con Dios y le supliqué que por favor protegiera a mis hijas cada vez que su padre se las llevara. Yo había hecho todo lo que había podido para protegerlas, pero el sistema funcionaba muy mal y ellas, a pesar de todo, estaban deseando verle y estaban muy preocupadas por él. Decidí que cuando fueran más mayores les diría la verdad y pensé que algún día llegaría en que ellas mismas no quisieran verle por decisión propia.







Texto agregado el 04-01-2015, y leído por 38 visitantes. (1 voto)


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