Lo encontró vencido, durmiendo en el sillón junto a la ventana una noche al volver de su trabajo en la universidad de Ámsterdam. Su patriarca se estaba desmoronando, ella lo sabía y temía lo peor, no quería perderle. Teresa se acercó y se le quedó mirando pensativa. El año pasado había sufrido un infarto del corazón, había sido leve pero desde entonces Frans ya no era la misma persona. Era como si al haberse acercado la muerte a su puerta otra puerta se hubiera abierto y ella no tenía la llave. ¿Dónde estaba él? La había dejado sola, aunque siguieran compartiendo el mismo techo ya no tenían una vida juntos ni se amaban en la cama. La invadió una oleada de profundo amor por él y decidió que haría lo que fuera por recuperarle. Deseó con todas sus fuerzas que volvieran a estar juntos otra vez.
Le acarició la frente y apartó un mechón de pelo canoso hacia un lado de su cara. Seguía profundamente dormido y entonces vio que su mano derecha reposaba en su regazo sujetando unas listas de estudiantes. Levantó su mano con cuidado y cogió los papeles para colocarlos en la mesilla de al lado, entonces una foto cayó al suelo boca abajo. Se agachó distraída a cogerla, dio la vuelta a la foto y se encontró con el rostro resplandeciente de María sonriendo. Frans había hecho esa foto durante la última reunión de profesores hacía seis meses. Se había llevado la cámara y había sacado un primer plano de todos los presentes. Teresa sintió que se hundía en el fango del desamor y su corazón se paró durante unos segundos, y siguió latiendo lo suficiente para seguir viviendo sin vida. Ahora sabía lo que había detrás de la puerta a la que ella no tenía acceso. Detrás de esa puerta estaba María. Un cuchillo traspasó su corazón desgarrándola por dentro y gritó en silencio gritos de dolor. Ojalá la faz de la tierra se la tragara o una ráfaga de viento se la llevara, pues a partir de ese instante ella estaba muerta por dentro.
Se marchó de su casa y se fue andando por las calles de su pueblo sin rumbo, ni siquiera se había acordado de llevarse el abrigo. Encendió un cigarrillo, y otro, y otro más. Necesitaba un plan para destruir a María hasta que no quedara nada de ella, su venganza sería terrible, la odiaba. Una oleada de viento negro se levantó atizando fuertemente las hojas de los árboles y arrastró consigo el odio de Teresa.
María y Teresa se cruzaron en el pasillo de la escuela de traducción al día siguiente. Se saludaron cordialmente, como de costumbre, y luego se dirigieron a sus respectivos locales para dar clase. Una oleada de malestar momentáneo se apoderó de María, que se tropezó torpemente y casi se cayó al suelo.
El fin de semana siguiente María y Sebastiaan estaban desayunando cómodamente, era sábado y tenían planeado dar una vuelta por Ámsterdam. El odio negro de Teresa había viajado en el tiempo y el espacio para llegar al hogar de María. Estaban sentados como de costumbre frente a la pequeña mesa enfrente de la televisión.
−¿Quieres más café? −preguntó María.
−Sí, una taza más, por favor −contestó Sebastiaan.
En ese momento, María cogió la cafetera italiana que Sebastiaan le había regalado las navidades pasadas, le sirvió una taza y cuando fue a servirse el café en su propia taza el asa de la cafetera se desprendió. El café hirviendo cayó sobre las piernas de María desgarrando su piel donde inmediatamente aparecieron ampollas amarillas. Como pudo, María se quitó con la ayuda de Sebastiaan el pijama de algodón y corrió a la ducha a mojarse las quemaduras con agua fría. Las ampollas seguían aumentando de tamaño y María estaba a punto de desmayarse del dolor. Lucille, asustadísima, dijo que lo mejor era que se fueran inmediatamente al hospital. Una vez allí el médico cirujano y las enfermeras atendieron a María lo mejor que pudieron. Cubrieron las quemaduras con una crema antibiótica y luego vendaron sus dos piernas de arriba a abajo. No estaban seguros de si habría que operar, las ampollas de la pierna derecha eran más graves que las de la pierna izquierda. Ambas piernas estaban cubiertas de ampollas. Lo importante era que no se infectaran una vez reventaran. Gracias a los cuidados de Lucille y Sebastiaan, que después de pedir libre en el trabajo se instaló en casa de María durante toda una semana, María, que tenía que ir todos los días a la policlínica a que le cambiaran las vendas, fue recuperándose poco a poco y al cabo de esa semana ya podía andar pequeños pasos. No pudo ir a trabajar en un mes. Las ampollas reventaron y no se infectaron. No hizo falta operar, y según el cirujano, las cicatrices desaparecerían con el paso de los años. María tiró la cafetera malvada a la basura ignorando que solo el mal de ojo de Teresa y su odio negro eran los responsables de ese desgraciado accidente.
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