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Me llamaste por teléfono desde el aeropuerto para decirme que dentro de media hora saldría tu avión a Bali.

−¿Bali? −pregunté yo muy sorprendida −¿Qué te vas a Bali?

−Sí, dentro de media hora salgo, ya sé que es muy impulsivo pero me quedaban unos días de vacaciones, había una oferta estupenda y aquí estoy −dijo Simon con cierto nerviosismo. −Pero −dije yo, me costaba encontrar las palabras. −Pero…

−Están llamando a los pasajeros, tengo que subir a bordo del avión Adiós María, te llamaré −dijo colgando el teléfono sin ni siquiera darme tiempo a decirle adiós yo también.

Colgué el teléfono y me quedé mirando por la ventana, llovía a cántaros. Escuché las gotas de lluvia caer contra el cristal, Simon se iba, otra vez, sin mí. Me había dicho que me quería y por eso se iba a un país lejano a intentar olvidarme. No era capaz de aceptar la felicidad. Llevaba tanto tiempo acostumbrado a ser infeliz que la posibilidad de ser feliz le daba pánico. Tenía que huir, ser feliz era demasiado peligroso, y si un día se acabara ¿podría seguir viviendo?

Las clases en la escuela de traducción empezaron de nuevo en septiembre. Llevaba varias semanas sin tener contacto alguno con Simon y sentí que estaba perdiendo fuerza. Me di cuenta el primer día de clase. No me sentía realmente a gusto entre mis alumnos, me sentía vulnerable. Como siempre, les propuse a mis alumnos del curso mensual del segundo año que se presentaran a sí mismos. Apenas prestaba atención a lo que decían, me faltaba la concentración y estaba nerviosa. Decían cómo se llamaban y dónde trabajaban, y yo les preguntaba entonces dónde habían estudiado español. Llegó el turno de una estudiante que dijo que trabajaba con sordos.

Para colmo de los colmos, yo entendí que trabajaba con cerdos.

−¿Trabajas con cerdos?’ −le pregunté toda sorprendida.

Me la imaginé con botas de agua metida en la pocilga de los cerdos, echándoles restos de comida de un cubo. De repente todos los alumnos se empezaron a reír.

−No, no trabajo con cerdos −se rio la estudiante. −Trabajo con sordos.

No pude evitar reírme yo también aunque al mismo tiempo me sintiera un poco tonta. Salí de clase un poco frustrada, no me podía permitir el lujo de sentirme vulnerable, pensé que probablemente se debiera a que lo estaba pasando mal porque no había recibido noticias de Simon.

A los pocos días me desperté con la vibración de mi teléfono móvil. Acababa de recibir un mensaje, era de Simon. Decía que había engordado mucho de tanto comer salmón en Bali y que le gustaría mucho verme. Hacía un mes que se había marchado y no habíamos tenido ningún tipo de contacto. Me invitaba a cenar sushi en La Haya.

No sabía muy bien qué hacer, al fin y al cabo, habíamos estado mucho tiempo sin saber nada el uno del otro, pero en verdad estaba deseando verle. Tardé en contestarle y finalmente le dije que estaría allí alrededor de las ocho. Durante todo el día no pensé en otra cosa más que en él, volveríamos a vernos al fin. Me puse mi pantalón marrón de lino y una blusita muy fina que combinaba muy bien con mi pulsera de piedras naturales.

Por el camino sentí el cosquilleo que siempre sentía de camino a su casa, la emoción de verle de nuevo, fantasías sobre una romántica velada inolvidable. Quitarnos la ropa y meternos desnudos en su cama. Amarnos, conversar, tomar una copa de vino a la luz de un candelabro. Miradas dulces y sensuales y la promesa de volver a vernos al despedirnos.

Llegué a su casa y, conteniendo la emoción, le besé en la mejilla como a un desconocido. Me invitó a tomar una copa de vino en el jardín mientras me contaba anécdotas de su viaje. Luego fuimos en su coche a cenar a un restaurante japonés muy caro que estaba en el centro de la ciudad. Sujetó mi mano por unos instantes, me miró a los ojos y sentí que estábamos juntos. Comer tu comida favorita en compañía de tu amante es uno de los placeres mundanos que hasta los Dioses desean.

Una vez en su casa me dijo muy nervioso: −Tengo algo para ti.

Se levantó, buscó en una bolsa que tenía encima de la mesa del comedor y sacó una bolsita de tela. Me miró unos instantes y se dirigió al sofá donde yo estaba sentada llena de curiosidad. “¿Me había traído un obsequio de Bali?”, pensé llena de emoción.

Se sentó a mi lado y me dijo: −Esto es para ti.

Lo cogí entre mis manos y miré dentro de la pequeña bolsa algo enternecida. Mis dedos tocaron algo envuelto en papel de seda. Una vez fuera de la bolsa pude contemplar de qué se trataba, era un pequeño jaboncito envuelto delicadamente. Le miré sorprendida y dijo:

−Es un regalo del hotel.

No sé si Simon podría descifrar lo que sentí al levantar mis ojos del pequeño jaboncito para mirarle. Intenté disimular y le di las gracias. Me había traído un jaboncito que el hotel regalaba a todos sus huéspedes. Después de estar un mes sin saber nada de él, me había traído de Bali un jaboncito que el hotel le había regalado. Ese era mi regalo. No recuerdo muy bien en qué consistió la conversación que siguió a continuación. Él me estaba contando algo de su viaje, pero yo estaba en un sitio lejano, apenas oía lo que decía, y me limitaba a hacer como que escuchaba. Al poco rato no pude soportar más la necesidad de marcharme y le dije que me iba a casa porque tenía trabajo atrasado. Vi la sorpresa en su semblante pero yo tenía que marcharme, lo antes posible.

Una vez en mi coche me fui lo más rápido que pude, sin poder concebir lo que acababa de ocurrir. Escuchaba mi música preferida mientras el deseo de tirar mi regalo a la basura más cercana crecía constantemente. Antes de que me diera cuenta había llegado a mi casa. Salí de mi coche y me dirigí a la papelera que había en la esquina de mi calle. Busqué el jaboncito en mi bolso, lo tomé entre mis manos, lo miré unos segundos y lo tiré a la papelera. Ahí estaba mejor, ese era el mejor sitio para el jaboncito que mi amante me había traído de Bali. ¿Acaso pensaba él que yo iba a conformarme con unas migajas? Suspiré profundamente y subí a mi casa.

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Texto agregado el 03-01-2015, y leído por 94 visitantes. (2 votos)


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