Rafael era inventor; pero no de cosas que se puedan ver o tocar, oler o saborear. Sus inventos eran efímeros, se desvanecían apenas eran nombrados y es que Rafael creaba palabras. Palabras para una sola ocasión, para poder nombrar ese instante, el segundo mágico e indefinible en el que detenerse; esa sensación especial que se escapa entre los dedos y que alguien debería poder definir.
Ese era su oficio, poner nombre a las sensaciones, a los embates del corazón que nos suelen dejar mudos. Describir con una sola palabra esa emoción que hubieras necesitado al menos tres renglones para poder definir y que él con su talento condensaba en una sola palabra. La nombraba y la palabra actuaba como un bálsamo, un susurro que acariciaba el corazón.
Su saber era requerido por muchos padres. Cuando nacía un niño él le observaba durante días, estudiaba sus movimientos, sus voces y llantos, el color de su mejilla y el de su orina. Y sin más, en un instante dado brotaba esa palabra que le definiría durante toda su vida. La que le daría fuerza en momentos de flaqueza y alegría en la tristeza. Eran palabras cortas, casi siempre monosílabos, sonidos breves que afinaban el corazón.
Hasta que un día enmudeció, él que siempre había encontrado palabras para todos, que se había entregado tanto a los demás...
Ya no salía nada de su boca, ningún sonido que pudiera definir ese vacío que le lastimaba por dentro; el dolor en el pecho continuo e insoportable, el olor a soledad.
Su entrega le hizo olvidarse de si mismo, escucho a los demás y no encontró su propia voz. Hasta que el silencio cavo y horado hasta lo más íntimo de sus entrañas.
Ahí nació esa voz suya, el sonido propia e íntimo que al fin brotó, expandiéndose y reparando sus heridas.
Rafael volvió a inventar palabras y ahora era feliz.
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