La humedad iba subiendo por el cuenco de la sopa de tal manera que el moho, a veces, les había llegado a aflorar en los umbríos surcos de sus manos. Madre e hijo observaban el cuenco de sopa tibia, porque a pesar de haber salido hirviendo del caldero ahora ya estaba tibia, y tras echar un rápido vistazo a sus manos para comprobar que nada de moho hubiera logrado trepar los acantilados de sus arrugas, fueron absorbiendo la sopa directamente del cacharro. Al devolverlo a la mesa ya vaciado, cualquier otro ser humano con un mínimo de refinamiento, se hubiera echado a llorar, ellos, con el estómago medio vacío, se levantaron a mirar por la ventana.
-Jodido bicho - murmuró entre encías la madre.
Al otro lado del visillo, un jabalí permanecía tumbado sobre los restos de lo que había sido una casa. La casa de los vecinos, nunca más una casa, nunca más vecinos. El jabalí había encontrado aquel rincón en la aldea poco antes del verano. El jodido bicho consideraba aquellos tablones podridos que antaño hicieran de dintel y ahora de refugio, así como los restos de cosecha, un paraíso que no estaba dispuesto a abandonar y que tras más de medio año, continuaba habitando. La madre se volvió hacia su hijo.
-Ni para espantar a un marrano vales.
El hombretón clavó una mirada húmeda en los ojos resudados del marrano y en su interior le maldijo por el hambre que le estaba haciendo pasar. La expresión bobalicona del bicho le trajo a la memoria la cara del Marcial, un antiguo compañero de trabajo que le acogería por temporadas antes de regresar definitivamente para la aldea. Quedaba lejos aquella época. Tan lejos como las fiestas y el dinero. Tan distantes como su exesposa y su hija. “Qué jodías”, murmuró entre dientes.
Cuando le llegó la noticia del fallecimiento de su padre llevaba ya un par de años sin empleo, no le fiaban en ningún lado, no contaba con un lugar fijo donde dormir, su exesposa no paraba de acosarle para que pagara la pensión y en el fondo sabía que salvo por las putas y la coca, en realidad nunca le había gustado vivir en la ciudad, así que aprovechando que todos sus hermanos se desentendían de madre, él decidió acudir en su ayuda.
Cuando llegó su hijo a la aldea, hacía ya un par de años que el último vecino se había muerto de camino al hospital, el campo estaba bastante descuidado porque ella por sí sola no se bastaba, los lobos cada vez acechaban más, lo único bueno que había hecho su marido fue no dejarle hijos bastardos que reclamaran la herencia y en el fondo sabía que salvo porque moriría pronto, no se veía capaz de seguir aguantando ese maldito clima, así que aprovechando que con él cerca no la devorarían las alimañas, decidió acogerle.
El tojo crecía y crecía de tal manera que la aldea se alzaba como una isla de cieno en medio de las erizadas olas. De hecho ya no podían acercarse al arroyo sino era montados en el tractor y llegar a pie cargado con el bidón de combustible desde la gasolinera no era precisamente un paseo agradable como para estar haciendo el tonto. De esta manera, el jabalí irrumpió más como un náufrago que arribara a su isla, antes que como un animal de paso. Y con su irrupción, la prometedora nueva esperanza que suponía la llegada de la sangre nueva del hijo, enseguida se esfumó.
“Ese jabalí es el mismo demonio”, decía al principio la madre. “Ese bicho debe ser la reencarnación de tu padre que me quiere llevar con él”, terminaría diciendo. El caso es que el jabalí cada vez que alguno de esos dos ponía un pie fuera de la casa, arremetía contra ellos. Entre que tenían suficientes reservas en casa para una temporada y que la escopeta estaba en un chozo que empleara el padre para vete a saber qué a varios kilómetros de la casa, no se les ocurrió otra cosa que recluirse dentro a la espera de que el animal se aburriera y terminara por marcharse. Pero no se fue. El condenado no se iba.
La cara del Marcial se diluyó en un nuevo pinchazo provocado por el hambre.
-Madre, tenemos que acabar con ese animal.
La madre se asomó intrigada, perpleja con la misma cara que hubiera puesto de haber comenzado a manar dinero de su refajo.
-¿Y cómo piensas hacerlo?
-Tú lo harás.
Por un momento pensó que su hijo era mucho más tonto de que lo sospechaba pero el hambre comenzaba a resultar insoportable, el invierno continuaba y no podían avisar a nadie para que les ayudara desde que retiraran el cable del teléfono hacía ya un par de años por inútil así que tuvo que acceder. Al atardecer, momento cuando parecía que el monstruo andaba más torpón, el hijo se abalanzaría con una silla atrayendo su atención instante que aprovecharía la madre para trincharle con el mayor cuchillo de la cocina. El plan resultaba simple, pero teniendo en cuenta los recursos disponibles en la casa sin poder acceder al establo que estaba al otro lado de la aldea, era lo más razonable. Además, no dejaba de ser un marrano al que no debían tener tanto miedo.
El hijo tomó una silla y gritando con todas sus fuerzas se arrojó sobre el marrano que gruñendo con todas sus fuerzas habría arrancado para embestir de no haber resbalado por culpa del barro para salir rodando un par de metros lodazal abajo. Fue entonces cuando irrumpió la madre como una aparición espectral en el marco de la puerta. La terrible imagen que componían un pañuelo en la cabeza que no podía tapar los mechones blancos encrespados asomando, una falda negra que casi llegaba hasta las madreñas enfundadas para asegurar el paso firme y un cuchillo jamonero en ristre, no logró, sin embargo, amedrentar al jabalí que se lanzó poseído por una inusitada sed de sangre contra ella, quien lamentablemente, ante aquella visión sí que notó una inoportuna flojera de piernas al pensar que era su difunto marido que venía a embestirla como en la noche de bodas y poco antes de caer al suelo, ella misma se atravesaba con la afilada arma que portaba. El jabalí, tan pronto la vio tendida en el suelo mientras una mancha de sangre se iba extendiendo por el barro, se asustó de tal manera que enseguida se alejaba de la aldea chillando entre el tojo. El hijo desolado por el sorprendente desenlace que había tenido su plan, aún sostenía la silla entre sus manos incapaz de reaccionar.
El hijo se pasó toda la noche velando el cadáver de su madre, dando vueltas al poco cariño que le había dispensado y temiendo la vida sin ella. Fue una noche larga en la que pensó mucho hasta comprender lo que su madre habría querido para él, para lo cual, se propuso no volver a decepcionarla nunca más. Debía comenzar una nueva vida a la mañana siguiente. De esta manera, apareció en el pueblo de abajo triunfante junto a los primeros rayos de sol montado en el tractor y transportando a su madre en el arado. Muchos vecinos aún recuerdan aquella estampa del cadáver de la anciana desmadejado sobre los hierros mientras el sol les cegaba.
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