Atardecer de un día de invierno. Las calles mojadas. Me dirijo a casa después del trabajo por una avenida mal iluminada. Al llegar a un semáforo detengo mi vehículo y mi hija de unos once años se acerca a la ventanilla.
–Una francesa por mil pesos caballero- me dice.
-¿Qué?
- Una mamada por mil pesos, caballero.

Mi estómago se revuelve. Pienso en mi hija que está en casa en sus cosas de niña.
-¡Sube!- le digo.
Avanzamos unos cien metros.
-Estaciona en la berma- me dice la chiquilla.
- ¿Tienes hambre?- le pregunto.
-¡No!- contesta.
-¿En serio no tienes hambre?-
-Bueno… si, es cierto.-
-¿Comemos algo antes?-
-Está bien, pero rapidito ¿ya?

Nos dirigimos a un pequeño restorán del sector. Al ingresar siento las miradas acusadoras de algunos parroquianos. Intento controlar el rubor de mis mejillas.
Nos sentamos a una mesa y pedimos sándwiches y bebidas. La observo unos minutos. Su carita de niña ojerosa y que quiere aparentar como mujer con un mal maquillaje. También se muestra nerviosa. Come con fruición.
-¿Cómo te llamas?-
-¡María!-
-¿Por qué lo haces?-
Se queda en silencio.
-¿Por qué, María?
-Tengo tres hermanos menores. Debo ayudar para la comida y otras cosas- Vivimos solos con mi madre que es alcohólica. A mi papá no lo conozco.-
- Pero no te agrada hacerlo, ¿cierto?
-¡No! No me agrada.
-Si te doy cinco mil pesos, ¿te vas a casa de inmediato?
-¿No quieres el servicio?- me pregunta.
-No, chiquilla. ¿Te vas a casa, ok?
- ¡Ok!-
La llevo hasta una esquina cercana a su casa. Se va corriendo con sus piernas flaquitas.
Hasta un nuevo día. La mala vida continúa.