Quiere ser anónimo pero ya ni puede ser él mismo. La fuerza de la gente lo ha elevado pero lo ha dejado solo en las alturas, donde el peligro de derrumbe es cotidiano.
Aún no ha aprendido a hablar pero todos, periodistas, locutores, legos y fanáticos le preguntan las cosas más inverosímiles.
Por esa circunstancia desfavorable, de cada tema opina, en la ignorancia de creerse merecedor de la fe que miles le profesan y que autoriza a desvariar por casi todo.
Su capital fueron sus piernas, verdaderas maravillas de la arquitectura divina, que lo enderezaron, lo torcieron, lo llevaron y trajeron pegado a la pelota y gambeteando oponentes. Pero a las que, como a toda otra pertenencia, no supo respetar, hasta el punto de cortárselas mientras todos los que lo veíamos por la tele queríamos llorar.
Nació en una villa, supo lo que era ser pobre, de esa pobreza acérrima. Vivió como quiso cuando la ventura se posó sobre su ángel, y sobre su mano que llegó a ser “la mano de Dios”.
Muere cada día de la forma más evidente.
Hoy, quienes no tenemos más remedio que verlo queremos tomarnos la cara con las manos en un gesto bien nacional. Porque Maradona es Argentina. Nacida “de abajo”, llevada con dudosas intensiones hasta la puerta misma del “primer mundo” y abandonada cuando la inexperiencia, la ingenuidad, la confianza, le hizo perder la pelota.
Así somos, con un hálito especial, pero vocación al desperdicio. Amigos de quienes nos usan, enemigos de los que nos quieren bien.
Maradona es Argentina golpeando las puertas para poder salir. Luchando contra la paradoja de querer ser quién fuera, pero habiendo perdido las virtudes de un campeón.
Nos vemos y lloramos, caminamos al abismo, pero no podemos dejar de cantar “Diegooo, Diegooo”.