Me es difícil contemplar a ese tipo de personas belígeras intentando reacomodarse sus comisuras para ensayar una sonrisa que es más bien una mueca. Gente que durante el resto del año anda pasosa a pólvora y con la grosería escupida a cada trance. Pero, llegan la pascua y la navidad y se visten de blanco para promulgar una tregua artificiosa.
Un individuo que hace unos días me condenó a muerte por un simple intercambio de palabras, hace unas horas les entregó a sus clientes tarjetas y calendarios, deseándoles a todos buenaventura y dicha por doquier. No me extraña para nada esa dicotomía, puesto que el tipo es amado por algunos sectores y odiado a ultranza por otros. El mismo es lo más parecido a un ornitorrinco, un ser que se contradice a cada momento.
Pero, es el momento de traer a colación una situación tan enojosa como la del mafioso, para contar del emocionado abrazo que nos dimos con un muchacho de trazas de desamparo y que acaba de perder a su padre. El señor bregó por años contra una diabetes que lo mantuvo anclado a su lecho, descompensado y sin expectativas de mejoría. Tras su muerte, se cierne el apetito de su parentela, ya que la casa que habitaba el occiso con su hijo corre el peligro de ser dividida en sendos trozos para satisfacer a esos seres codiciosos.
En el mismo momento en que almorzaba con el muchacho huérfano, un tipo ponía oreja a que yo me dedicaba a escribir cuentos y otras cosillas. Pues bien, él confesó a su vez que era oriundo del norte de nuestro país y que también escribía cuentos. No me pareció del tipo de los que se encierran a componer narraciones, ya que el hombre era de lengua desenfadada y presumía de muchas cosas. Me confesó que sus primeros cuentos fueron pornográficos y allí sentí que conversábamos sobre dos cosas diferentes. Esa aura de clandestinidad no me pareció para nada interesante, pues imaginé la textura coprolálica de sus narraciones y los retortijones de su lascivia. Obviamente que discrimino, pero a tal conclusión llegué al tenor de su relato.
Lo interesante viene aquí. El hombre me contó que fabrica cañones a escala. Son reproducciones diminutas de piezas encontradas en libros o en ilustraciones. La gracia es que tales artefactos pueden disparar utilizando un tipo especial de pólvora. Aquí nació la idea malsana pero bastante utilitaria. Con el entusiasmo pintado en mi rostro, le pregunté si era posible que fabricara tres cañones de tamaño natural. Uno para mantener a raya al asesino en ciernes, otro para el torreón que construirá mi amigo huérfano para defender su territorio. Y el tercero, bueno, ese lo dejo para disparar al cielo cuando las manecillas marquen las cero horas. Esto, para conservar el espíritu navideño, que nunca se debe perder.
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