Un día cualquiera el fuego, porque eso era, puro fuego, se apagó. Se conocieron por una relación laboral. Ella separada, vivía sola en su casa y sus relaciones familiares eran nulas. El separado. Ambos frisando los sesenta años. Un par de citas en un café del centro y comenzó una relación impetuosa, ardiente y frenética. Sin ningún compromiso en especial, sólo vivían los momentos de cada día. Reían, bailaban, cocinaban algún manjar antojadizo, leían algún libro, miraban una película en la televisión… y sexo. Todo bien. A veces pasaba un par de semanas sin que se encontraran, cada uno en lo suyo, y bastaba un mensaje de texto o un telefonazo para fijar un nuevo encuentro.
Así pasó durante aproximadamente un año y medio. Nunca le dio importancia a ciertas situaciones que ocurrían con ella. Sin motivo, aparentemente, solía quedar con su mente en blanco, el rostro inexpresivo, acciones que no respondían, etc. Y, un día cualquiera, su teléfono enmudeció. Sin respuesta a mensajes o llamadas supuso que la pasión se había enfriado y optó por guardar su nombre en un cajón de los buenos recuerdos. Pasaron tres años en que no supo más de ella.
En cierta ocasión transitaba en su auto y le pareció verla sentada en un banco de una plaza. Bajó y caminó hasta su lado. La impresión fue muy dura. Su mirada perdida y sin reconocerlo, sin ningún gesto. Despeinada, muy delgada y un tanto desaseada no era la que él recordaba. La llevó a su casa. La puerta estaba entreabierta. El desorden reinaba en el lugar. Sin saber qué hacer llamó a la policía quienes la trasladaron a un centro hospitalario.
Cada cierto tiempo suele visitarla. Su teléfono ya no responde.
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