CHUSVITA EN EL AGUINALDO
Chusvitá, es una vereda ubicada al norte del perímetro urbano de Socotá, de clima caliente, en la parte baja, colindando con el río Chicamocha, donde se produce toda clase de frutas, como chirimoya, banano, naranja, lima, limón, chovas etc., y la guayaba de la mejor calidad que se producía en esas tierras, muy apetecida por los fabricantes de bocadillo en las provincias de Vélez, en Santander y Ricaurte en Boyacá.
También, esta vereda fue reconocida por su ingenio, para fabricar el chirrinche, que es una especie de aguardiente, pero fabricado artesanalmente, es decir, en cada casa, lo fabricaban a base de caña de azúcar y otros ingredientes entre ellos la sangre del palomo.
Los habitantes de Chusvitá, eran muy reconocidos porque a temprana edad, los muchachos ya portaban armas blancas, es decir, cuchillos tres canales, ajustados a la cintura por la correa.
Los profesores de la escuela, antes de entrar a clase, en la formación, debían hacer requisas para evitar inconvenientes en las clases. Al comienzo, los profesores decomisaron muchos, pero ya una vez los estudiantes sabían que esa requisa era obligatoria, estos dejaban los cuchillos escondidos entre la maleza, por el camino.
Aquí, todo el mundo tomaba chirrinche, es decir, los hombres, las mujeres y los niños. Los grandes aprovechaban cualquier motivo para ingerir este licor, todo el tiempo andaban borrachos o enguayabados, por eso la producción agrícola era mínima, las frutas y demás productos eran silvestres. Las reuniones de padres de familia, el llamado por la Junta de Acción Comunal a través del cacho o guarura, para echar el agua, eran las predilectas para reunirse con sus amigos a tomar chirrinche.
Los políticos decían, que para hacer una reunión de este tipo en la vereda, debería hacerse los miércoles, porque ese día no estaban borrachos, ni tampoco enguayabados.
Cualquier reunión era motivo para emborracharse y en la borrachera se armaban tremendas peleas, unos contra otros, por familias y a veces no sabían ni porque peleaban, lo que si era seguro, era que había muerto.
Una vereda muy colaboradora, en diciembre, le tocaba hacer su presentación de disfraces en el pueblo; eso era como el tercer día de aguinaldo, desde muy temprano los chusvitaes se organizaban, unos se disfrazaban de guijijies, que eran hombres con la cara pintada, cubierta por un velo transparente o de color, un sombrero de paja, faldas y medias veladas, como las conocidas matronas españolas y por todo el camino gritaban guijijji; otros iban vestidos de diablo, que era un vestido de camisa y pantalón de colores, la cara cubierta con una máscara y un cucurucho largo de colores, con unas cintas en la parte superior que se colocaban sobre la cabeza y un juete o garrote, compuesto por un palo, una cuerda y al final un vejiga de ovejo o de vaca; otros se disfrazaban de locas o de osas o de cualquier cosa, lo importante era participar.
Ese día, el grupo partía hacía el pueblo, por ahí a la una de la tarde, para hacer su presentación, sobre las cuatro o cinco. Salían muy entusiasmados y por el camino, no podía faltar el chirrinche, todos tomaban por igual y cuando llegaban al pueblo ya no sabían de donde eran vecinos, pero la presentación se hacía, le daban vuelta al pueblo, por las principales calles, terminando en la plaza principal y cumpliendo con la asistencia a la novena, en la iglesia a las seis de la tarde.
En la noche visitaban sus amigos, se tomaban sus cervezas y a media noche cogían camino de regreso, unos montados a caballo o en burro que los llevaba a la casa, otros a pie, con los alpargates amarrados a la cintura, para que no se les degastaran y así en grupo, unos más borrachos que otros, emprendían camino de regreso en compañía del chirrinche.
Por la mitad del camino, ya embriagados, no sabían ni con quien iban y por supuesto, aparecían los famosos tropeles, es decir, las peleas, unos contra otros, vecinos contra vecinos, mujeres contra hombres, hombres contra mujeres, papás contra sus hijos, hijos contra los papás, chusvitas contra chusvitas y por consiguiente, no podía faltar el muerto a bordo. A los dos días, todavía enguayabados, volvía toda la comunidad al pueblo, pero esta vez con el difunto a hombros, amarrado el cajón a unos palos, sujetado con rejos, de tal manera que cuatro personas lo pudieran cargar, los otros acompañantes, al lado del difunto, tomándose su chirrinche y rezando por el alma del compadre.
|