Pensemos las siguientes circunstancias. Un hombre grande, en realidad, un hombre en su edad madura, supongamos unos 50 años, que es además padre de familia, un buen esposo y un mejor padre, se acuesta en su cama luego de un mecánico y tedioso día de trabajo.
Es verano, y la noche calurosa. La transpiración hace que la sábana se le pegue en el cuerpo. Cuando por fin consigue dar con el sueño, una pesadilla lo asalta.
Es así. En un avión -uno grande, un comercial, pongamos por caso un Boeing 767- lleva a su familia desde Buenos Aires hasta Caracas. El viaje parece previsible, parece ya vivido. Él no está con ellos. Su mujer -rubia y hermosa- sostiene la mano de uno de sus hijos, seguramente el más pequeño. Los demás miran las nubes, como extasiados. Como si viajaran en avión por primera vez -el hombre sabe que esto no es cierto.
En un momento, una tormenta destruye la ilusoria calma en la que se encontraba el vuelo. El avión deja de funcionar -los desperfectos técnicos no son claros en la pesadilla- y finalmente se estrella contra un océano azul oscuro, que bien podría ser la misteriosa muerte.
El hombre, exaltado, se despierta. Son las tres de la mañana. Toca el lado izquierda de su cama y no siente a su mujer. Incluso las sábanas están frías en esa sección, como si nadie nunca las hubiera usado.
Asustado, se dirige hasta la habitación donde duermen los tres niños. En ella solo hay un empolvado cuarto lleno de lámparas y otros artefactos igual de fríos. Igual de muertos. |