Era un salón de tamaño mediano que permitía cinco hileras de butacas de ocho unidades, con estrechos pasillos entre éllas. Y centralizado y empotrado en la pared frontal, había un rectángulo azulado, hecho de piedra pizarra. A cuya derecha y semi arrinconado, habían ubicado un modesto escritorio que de vez en cuando ocupaba la profesora Mendoza. Y frente a éllos, por supuesto, todos nosotros. Eramos niños promediando los once años que cursábamos el cuarto grado de primaria y que recién habíamos confrontado la prueba nacional de aprovechamiento de la cuarta parte del período lectivo. Y la profesora hizo venir al áula a la principal para notificarle que su hijo se había lucido en la misma. Así que Doña Goya fue conducida por la maestra hasta el cuarto asiento de la primera fila de izquierda a derecha para sorprender a 'Chichí'. Sin embargo, la directora ya con el papel del examen a mano, levantó la mirada y lo que salió de sus dos dilatadas pupilas iluminó mi pálido rostro. Y aúnque mi silla era la cuarta detrás del hijo, no tuvo que hacer ninguna corrección en el ángulo de su trazo visual. Y era una mujer que se erguía sobre unos tacos innecesarios, porque hasta su pelo negrísimo y lacio, caía en línea recta por los bordes de su cabeza, sin que ni siquiera un sólo pelo pudiese negarse a la altura y verticalidad que imponía su cuerpo.
Por aquellos mismos tiempos y, como ya dije,con mis once años a cuestas, ya había ajustado mi incipiente mentalidad para valorar lo que mi madre definía como su mejor etapa vivencial. Eran sus vacaciones y su gusto por el campo y el poder participar de lo que lo acompañaba: las gallinas, los huevos, las vacas, tomar leche postrera, comer víveres recien cortados de las plantas, sacar un plantón de yucas, mancharse con los plátanos nuevos, recorrer los predios a caballo, pero sobre todo, el cariño que se dibujaba en su rostro, al mencionar la dueña de todo: su madrina Luisa. Y cierto es que mientras más nos adentramos inversamente en el tiempo, con más vigor resurgen los íntimos tratos entre el ser humano y la naturaleza. Y ése dulzor que invadía el paladar de mi progenitora al recordar a su madre ante Dios, era realmente producto de una reciprocidad afectiva que correspondía con el verdadero significado del bautismo. Cosa que pude comprobar muchos años después, hurgando en los libros de partidas de nacimientos de nuestra iglesia mayor. Justamente en uno de ellos apareció el nombre de doña Luisa como testigo de la real llegada al mundo de la niña Inés.
Y siendo exactamente un poco más de tres décadas de aquel hecho angular para mi existencia, Chichí, al escuchar el anuncio de la maestra, mantuvo su vista perpendicular al tablero de la silla y por ende, no tuvo que sufrir con la disgregación de fácil lectura en el rostro de la jefa del plantel, y la incoherencia con lo que introdujo muy bien la Mendoza. El, como hijo suyo, habría sentido una ruptura, en la inexplicable distracción de la madre. Y, mayor, porque el momento conectaba lo de maestra con lo de directora, que a su vez, era sublimado con lo de madre. Y, que en caso contrario, si hubiese volteado a mirar qué o quién era el destinatario del robo de una atención que debería de haber sido sólo suya. Pero en oposición a ello, él ignoraba lo que pasaba y solamente era oídos que esperaban los seguros halagos de ella. Tampoco supo que a sus espaldas estaba yo, que además de esperar lo que a él se le diría, festejaba que no supiera lo que se había interpuesto a su lógica predisposición. Y, mucho menos, que otro alumno(yo) vivía los trastornos que a un niño le provocaba la escrutante mirada de la madre suya. Y que fue cómo una proyección perfecta de dos líneas en un punto impreciso, para mi, de mi rostro. Y que la ví ampliar sin ningún desvío, el área de su objetivo, cómo si la magnificara para completar la información que me robaba la típica indiferencia infantil.
Mi mamá en sus reiteradas evocaciones a lo que indeleblemente marcó su infancia, se limitó a resaltar solamente su gozo. El efecto que en élla produjo disfrutar de lo que no le era cotidiano. Dejando fuera los elementos que conformaban el entorno animado e inanimado. La única excepción fue la centralización o, mejor dicho, entronización de lo que en élla había cincelado su madrina: de que siempre la colmó con afectos.
Por otro lado y con los años, la amistad entre chichí y yo creció como es lo normal entre niños que comparten por mucho tiempo el mismo espacio y cuando, sobre todo, el vínculo tiene como base, la inocencia, la honestidad y la franqueza. El estudió odontología y en cierta ocasión me serví de sus conocimientos profesionales, dejando en sus manos a mi madre. Después de finalizado el trabajo, élla, con aire de inusitada sorpresa, me dijo: ¡Pedro, pero el doctor Chichí es nieto de mi madrina Luisa!
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