Don Sebastián está a punto de exhalar su último suspiro. En su semi-inconsciencia, sabe que tiene el tiempo justo. Con sus manos sarmentosas hace seña a los compungidos parientes para que se acerquen. Todos se arremolinan delante de ese lecho que en segundos albergará un cadáver y aguzan su oído para escuchar las que serán sus últimas y trascendentales palabras. El anciano, entre ahogados respiros y ante el asombro de todos, comienza a contar un chiste: -Érase una vez… Cuando finaliza el chascarro, explotan las incontenibles carcajadas. Los circunstantes aplauden a rabiar casi sin percatarse que don Sebastián yace inerte con sus ojos fijos oteando la eternidad.

Extraña sensación aquella la que recorrió espasmódica el cuerpo de los deudos: llanto sofrenado por la risa y carcajadas apagadas por un luctuoso suspiro que luego decantaba en sollozos. Entre esos alternados vaivenes transcurrió el velatorio y el funeral de don Sebastián. Cuando el encargado de pronunciar las últimas palabras subió al estrado, las carcajadas se confundían con el llanto y el orador terminó de decir: -descanse en paz, gran maestro-, frase alborotada por los espasmos de una risa hiriente y chinchosa, manifestación que desapegada al contexto, fue perdiendo intensidad para ser reemplazada por un llanto desesperado.

Desde entonces, nadie que haya asistido a tal ceremonia, es capaz de escuchar un chiste sin que su mente se alborote automáticamente con tan disímiles sentimientos…