Traté de acuchillarte, y con un abrazo de odio en donde aquel cuchillo de cristal tratara de penetrar tu blanca piel que tantas veces ha encontrado la mía, morena de tanto sangrar, deseaba que tratara de romper tus huesos, deseaba que solo la punta pudiese pinchar tu corazón, vaso de efímera existencia, deseaba que tratara de rasgar tu hermosa y maldita piel.
Me acerqué y con toda la furia, el odio y la tristeza que pude juntar, traté de abrazarte, de darte ese abrazo que terminaría con tu bella existencia y al tocarte con la punta de mis dedos, te desmoronaste como arena y por mis dedos escurriste. Te escapaste cayendo al suelo sin que por última vez pudiera yo contemplar tu frágil palidéz.
Lloré y lloré, ahogué mi habitación, mi casa, mi desnudo cuerpo, mi alma, y el piso en donde tus cenizas estaban, hasta que esa arena que había escurrido su presencia por mis dedos angustiados y desesperados, se volvió sangre plena.
Ví esa sangre rodearme sabiendo que eras tú, era tu blanca piel que había querido acuchillar, era tu alma y tus ojos que lloraban.
Al arrepentirme de la intención que a mi también iba a morir, cogí de nuevo ese cuchillo mortal y partí cada pedazo de sangre tanto como pude y primero traté de unir los pedazos, luego traté de armar tus ojos para que me vieras por última vez.
Y todo fué imposible para aquella infame mujer hasta que...
No pude contener mas mi llanto y mi corazón sangraba mas, la sangre había atravesado mi piel que ahora negra era y ví tus ojos llorar, me sentí culpable y maldita por haberte destruido así por ese odio, que deseaba tenerte conmigo y poder abrazarte, besarte, acariciar tu pelo apunto de estallar, amarte; pero ví tus ojos llorar, los ví llorar y ante ese deprimente espectáculo, tomé cada pedazo de sangre y lo bebí, bebí cada gota de tu existencia y así quedaste dentro de mí... Para siempre.
|