De repente me encontré demasiado lejos de casa. Miré hacia el cielo y era tan azul como siempre. Las personas no eran muy distintas a lo conocido, los objetos, con formas inusuales y colores embarrados daban la impresión de ser tan viejos como la propia historia.
Y me acosté en la tierra. Respiré profundo y sentí el olor de la brisa de la mañana. Los pájaros ingresaban por mi nariz y salían cantando por entre mis dedos, revoloteando deseos de amar, amar estar en todas partes, querer dejar un poco de mi en cada lugar que iba.
Y cuando se hizo de noche conté una y otra vez las estrellas y a sus testimonios, esos que tengo guardados en el alma.
Y quise estar solo, me abracé del frío y logré transformarlo en una fogata viviente de todos los sueños.
Cuando desperté, algo había cambiado. Y nos miramos durante horas para comprender lo que pasaba. La brisa tibia se había ido, dando paso a una sensación de lucidez insólita y demente.
Y corrí. En el camino sentí hambre y también calor. Sudé piedras que se caían por el abismo de mi cuerpo haciéndolo invisible. Y mientras eso ocurría me iba haciendo más y más pesado. No era un peso real. Era el peso leal de la verdad que se encontraba enfrente de mi.
Y me escondí, creyendo que al fragor de los recuerdos más lejanos, habría un lugar mejor. Ocultado en la tierra de siempre me di cuenta de mi contradicción.
Ahora ya no soy un viajero, ahora tengo un hogar. Para cuando abra la puerta de nuevo, el mundo me estará esperando con los brazos abiertos para recibirme, como las madres esperan a sus hijos, aunque estos no vuelvan.
Y veré la bondad de la maleza entre los bosques. Conoceré lagos que nadie mas ha visto, caminaré senderos que nadie ha reclamado, seré un colono mundial de mundos, un coloso.

El Coronel