Magerit
La mujer de la bañera abrió los ojos.
Tomó una bocanada de aire que le inundó pulmones y alma. Era hora de sacarse las telarañas del cuerpo, de la mente y del corazón. Quería demostrar-se que seguía viva.
Se desembarazó del jabón con energía, como si con cada movimiento se deshiciese de una capa de vergüenza, y las dejó escurrirse por el desagüe.
Condicionada por las limitaciones de su cotidianidad, acertó que el micro cosmos virtual sería el lugar perfecto en el que dejar aflorar ese “yo” que sentía dentro y gritaba cada vez con más fuerza.
Se bautizó. Magerit. Y no se creó una piel, sino que se arrancó la suya para dejar ver al mundo lo que ni ella misma se atrevía a mirar.
Al principio, como un brote tierno rompiendo la tensión de la tierra que le cubre, aparecía aquí y allá, mostrando sutilmente su feminidad y su picardía, jugando a la ambigüedad, al despiste. Su ingenio, su inteligencia, iban despertando de un letargo de años. Descubrió que tenía más capacidad de la que recordaba. Recordó que disfrutaba descubriendo cosas nuevas.
A cada paso, la comodidad con esa desnudez de su ser era mayor. Aquel personaje, esa MUJER que llevaba dentro, era capaz de despertar intriga, curiosidad, interés e, incluso, deseo, en otras personas.
A cada paso se sentía más segura de sí misma y de sus virtudes.
A cada paso, Magerit surgía con más intensidad. Era maravilloso volver a sentirse alguien.
Su espejo de rutinas ya no le mostraba una figurilla cubierta de polvo, sino que le dejaba ver al ser cargado de magnetismo que se moría por seguir creciendo.
Las sombras cotidianas dejaron poco a poco de ser gigantes que la amedrentaban y se volvieron de su tamaño. No era menos que nadie. De hecho, era la persona más importante de su vida. Y si había logrado el cariño de grandes personas, ¿cómo no iba a quererse ella?
La mujer de la bañera se sumergió en el agua tibia y dejó salir su cuerpo con ímpetu del líquido elemento. Apenas quedaban telarañas que eliminar. Bajo el caño de la ducha, notó que había algo diferente. Ahí, en su espalda, a la altura de los omóplatos. No alcanzaba a adivinar de qué se trataba.
En poco tiempo había logrado, sin proponérselo, la atención de muchos, de los cuales se guardó un puñado que le cabía en una mano. No le había supuesto ningún esfuerzo. Se limitaba a ser ella, a dejar que Magerit, su “yo” más íntimo y puro, fluyera.
Entonces, Él la encontró.
Un Él distinto.
Un Él que rápidamente se enganchó a su “yo” más profundo y que quiso ahondar más, seguir desnudándole el alma a golpe de amor.
Un Él que conquistó su cordura, que resaltaba por encima de Caballeros, Estrellas, Felinos, Osos y Princesas.
La mujer de la bañera dejó que el agua corriera sin descanso por su cuerpo, ese que ya no guardaba sombras en su piel. Frente al espejo no sentía pudor ni rechazo. No sentía, tampoco, el frío del suelo bajo sus pies.
Se sorprendió de su capacidad de amar. Se sorprendió amando a otros, amándole a Él, amándose a sí misma.
Se sorprendió al darse cuenta de que seguía sin sentir la dureza del suelo bajo sus pies.
Él lo sabía. No entendía cómo, pero lo sabía.
Fue Él quien se lo dijo, quien le besó la frente y le retiró las manos de los ojos.
Fue Él quien miró a su espalda, y con un mimo singular, rompió la blanca piel y dejó surgir las hermosas alas que había desarrollado.
Y, cuando ella se asustó al descubrirlas, fue Él quien tomó su rostro entre sus manos y le juró enseñarla a volar.
La mujer de la bañera abre los ojos.
Aclara su pelo, su cuerpo. Seca su rostro. Seca su nueva piel. Seca sus alas.
Hace frío. Fuera llueve.
A través de los barrotes, es capaz de verle, ahí, en la distancia.
La puerta de la jaula se abre, chirriando, con un golpe de viento.
Las plumas se agitan a su espalda.
Toma una bocanada de aire que le inunda cuerpo y alma.
El águila despliega las alas.
Raquel |