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El Tano Vieytes siente las piernas entumecidas por el frío. Como es costumbre, se despierta a las 5 de la mañana; pero esta vez se queda en la cama. Después de más de quince años cumpliendo la rutina de levantarse, tomar un mate cocido y salir al trabajo, el Tano se queda calentando sus piernas junto con las de su mujer. Hace una semana lo echaron. Se queda mirando el techo. A la tarde va a conseguir unas chapas para arreglarlo y que no se filtre tanto el frío. Cree que de esa manera va a extrañar un poco menos su trabajo.
El Tano trabajó desde los treinta en una empresa constructora y desde hacía un tiempo estaba como capataz. Aunque estaba en negro, podía sentir orgullo de que nunca faltara nada. Ahora no tienen para comer, y siente vergüenza de pedirle a sus hijos que ayuden trayendo plata a la casa. Le va a pedir a Carlo que le dé una mano con el techo.

Carlo es el mayor de los siete hijos. Siempre con él la relación fue un tanto distante. Abre la puerta y lo encuentra al Tano tomando mate. Tiene los ojos inyectados y toda la ropa embarrada y rota. No lo saluda, deja doscientos pesos en la mesa y sigue hacia el cuarto que comparte con sus hermanos menores. El Tano no se anima a preguntar de dónde sacó la plata. Ahora son las siete de la mañana y se acuesta a dormir. En la pared está colgada una camiseta de Boca firmada por Riquelme y una foto del Diego fumando un habano. Ayer estuvo en la casilla del Ruso. Están armando junto con otros dos el robo a un supermercado chino de Palermo.

El Ruso todavía no se despertó cuando siente que le golpean la puerta de chapa de su casa. Mientras se acomoda, empieza a escuchar los gritos de una vieja que lo increpa a que salga. Se calza la 38 en la cintura. El Ruso tiene, además de la banda que integra con Carlo, una cocina de paco. En la puerta siempre tiene alguien que le cuida la entrada, pero no esta vez. Está acostumbrado a lidiar con estas cuestiones. Desde hace un tiempo las madres de los pibes a los que le vende pasta base le están haciendo la vida imposible. Sale a la puerta. Junto con la vieja está el oficial Ramirez, de la policía. Parece que ayer el hijo de la vieja no tuvo para pagar el paco y Carlo lo molió a palos. Lo tuvieron que llevar al hospital y está grave. Este pendejo es un pelotudo dice para adentro el Ruso. Le explica al oficial Ramirez que él sabe quien fue y le da, además de la coima, la dirección de un pibe al que se quiere sacar de encima hace rato.

El Oficial Ramirez entra al departamento agotado. Son las cinco de la tarde. Se sienta. Pone la pava y prepara dos tostadas para acompañar los mates con edulcorante. Está a dieta. Hace un mes, después de un infarto, le diagnosticaron diabetes y presión alta. Ramirez es retacón, moreno y tiene una panza que lo obliga a sentarse con las piernas abiertas. El médico le dijo que si no la baja va a sufrir otro infarto en cualquier momento. Cuando el agua está a punto, le sirve un mate a su hija. Del último allanamiento que hicieron se llevó un televisor Led de 42 pulgadas en el que ahora Rial está contando los últimos amoríos de una joven botinera. Johana, su hija, mira con fascinación el programa del chimentero, mientras arma un bolso de viaje. Sueña con estar en ese estudio y ser famosa.

Johana es flaca y atractiva: morocha, de ojos levemente achinados y un rostro angulado. Hace no más de un año, cuando cumplió veinte, su padre gastó los ahorros y le regaló una cirugía plástica para agrandarse las tetas. La madre le insistía en que si se ponía un poco más, podría llegar a conseguir un novio futbolista. Por ahora se conforma con salir de vez en cuando con Gustavo, el dueño de una empresa. Mañana la llevará a pasar un fin de semana a una casa de campo que tiene en el Tigre.

Gustavo tiene cincuenta y cuatro años. Desde enero vive con dolores de cabeza y toma pastillas para dormir. Trabaja doce horas por día, y con su mujer sólo comparte la cena. Es el gerente de una empresa constructora y tiene a su cargo a más de doscientos empleados. Los proyectos en el último tiempo cayeron estrepitosamente. Tuvo que despedir a más de cincuenta, entre ellos a la mayoría de los capataces más viejos que eran los que más cobraban.
Todavía es temprano cuando el empresario saluda a su mujer. Le sube la calefacción de la habitación para que no tenga frío. Le pidió a su esposa que le arme el bolso, y así no sospeche nada. Le dijo que se iba a jugar el torneo interprovincial de fútbol, como todos los años, a Santa Fe. Antes de irse pasa a despedirse de su hija. Se llama Agustina y es su debilidad. No tiene tiempo para ella, pero intenta compensarla con regalos
Cuando Gustavo toca bocina, Johana baja del departamento. Está vestida con un escote que deja ver más de lo que insinúa. Él le hace un regalo y se besan apasionadamente. Hace un mes que se conocen, y para Gustavo haberla conquistado fue una reafirmación de su masculinidad. Van a viajar durante una hora hasta llegar. Con el frío que hace Gustavo planea no salir de la cama en todo el fin de semana. Por las dudas, un amigo médico le dio unas pastillas de viagra.

Agustina tiene el cabello rubio hasta la cintura y un cutis blanquísimo; luce algunas pecas en su nariz y una sonrisa inocente. Está en el primer año de arquitectura y sueña con manejar la empresa de su papá. Todas sus amigas de la escuela están en la universidad, y como hace rato que no se ven, esta noche van a juntarse. Aprovecha la ausencia de padre para salir a un boliche. Su madre se lo permite. Mientras se prepara, la escucha pedir diez piezas de sushi a un delivery. Agustina sabe que cuando se vaya su mamá se sentirá más sola que de costumbre, se angustiará y llorará.
Ahora son las once de la noche y suena la bocina de un remise. Agustina sale. Tiene puestas unas calzas negras, una chalina de flores y una campera de cuero azul. Después de una previa, irán a un bar en Palermo. Hoy arregló por facebook encontrarse ahí con un compañero de la facultad. En el camino le piden al remisero que frene para comprar unas latas de energizante para tomar con licor de melón. Agustina que está del lado de la puerta se baja del auto. El supermercado queda a media cuadra de donde estacionaron. Tiene un cartel que reza “El Dragón”. Agustina camina hacia la góndola de las bebidas y saca seis latitas de energizante. Va hacia la caja. Mientras paga no se da cuenta de que por detrás entran tres delincuentes con las caras tapadas con pasamontañas. Uno de ellos es Carlo que en su mano empuña un revolver. Sólo se le ven los ojos: inyectados en sangre y perdidos. Amenaza a la cajera que a pesar del idioma entiende perfectamente que le tiene que dar la plata. Agustina está asustada y corre hacia la puerta haciendo volar por el aire las seis latas. El ruido lo asusta también al Carlo que en un acto reflejo le dispara. Agustina cae desparramada en la vereda. De la nuca comienza a brotar sangre. Los tres delincuentes corren dejando la plata. La cajera grita palabras inentendibles. En unos minutos llegará la ambulancia, la subirán a la camilla y la llevarán al hospital. Será inútil porque desde hace unos segundos que Agustina está sin vida.

Texto agregado el 29-11-2014, y leído por 173 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
04-12-2014 Muy apropiado el título del cuento (me hizo pensar en "El sistema..." en días y noches de amor y de guerra). Me gusta tu estilo. Gracias por compartir tu texto. Rene_Ghislain
29-11-2014 Fascinante manera de hilvanar historias cotidianas. Excelente. suedith
29-11-2014 muy interesante, unas conexiones inesperadas que me hicieron devorarme el texto! cara_
 
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