Irreparable pérdida
En el pueblo había una sola regla: nadie debía estar fuera de sus casas después de las ocho de la noche. Era un acuerdo tácito que todos asumíamos más por convicción que por sujeción.
Esa tarde del viernes, Enrique y yo queríamos ser la mejor pareja en el tenis, pero ya habíamos perdimos con facilidad dos sets y en el tercero sufríamos la misma suerte. Lastimado nuestro ego, maximizamos nuestras capacidades para recuperar algo de nuestro honor. En el fragor del esfuerzo, ignoramos el transcurrir del tiempo. Incluso, no advertí que el reloj de la plaza central había tañido su sentencia inaplazable… Habíamos roto la regla con consecuencias irreparables.
Cuando el talento no daba para más, resignados nos dimos por vencidos. Al darnos cuenta de la hora, aterrados iniciamos una desesperada carrera de regreso a casa. Nuestros alocados pasos alertaron a los vecinos que curiosos nos miraban a través de los ventanales, incrédulos, preocupados. No había excusa, no podíamos culpar a nadie de nuestra suerte. Éramos víctimas de nuestra negligencia.
Faltando siete cuadras para llegar, mi pierna izquierda se acalambró. Con tristeza entendí que había dejado en la cancha el resto de mi fuerza física, por cuenta propia no lo lograría. Enrique se detuvo y retrocedió, el fulgor de sus ojos hizo que una chispa de esperanza me animara y me desprendiera de todo egoísmo. Le dije que corriera, que él lo lograría, pero se negó a abandonarme, su nobleza irreprochable me conmovió. Acepté apoyarme en su hombro y corrimos juntos, aunque en el fondo sabía que el esfuerzo era inútil, el final irremisiblemente estaba cerca.
A una cuadra de nuestro destino, la adrenalina me impulsó, solté a Enrique y corrimos más rápido. Entramos en casa triunfantes, creyendo que lo habíamos logrado, mas, la sonrisa en mi rostro se desdibujó.
Eran las nueve de la noche, el capítulo del Chapulín Colorado había terminado.
**Descanse en paz Roberto Gómez Bolaños, "Chespirito"
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