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El viejo olmo

























Bernardo del Palacio























Antes que el río hasta la mar te empuje
por valles y barrancas,
olmo, quiero anotar en mi cartera
la gracia de tu rama verdecida.
Mi corazón espera
también hacia la luz y hacia la vida,
otro milagro de la primavera.

A. Machado.
































El viejo olmo





Amanecía. Marita observó que la luminosidad matutina presagiaba un día espléndido; como si la madre Natura le quisiera compensar por la tempestuosa noche, pródiga en vientos, lluvias…, y recordando a Espronceda: ...sin luna y sin estrellas, y sólo las centellas la tierra iluminar.
Sentada, y como un reloj sin cuerda, con la vista en el retrato que tenía apoyado sobre su regazo, mil nudos en la garganta, y los dedos doloridamente aferrados al marco, notó como se decantaban las emociones y sentimientos que, como un carrusel de juegos temporales, habían pasado por su mente, y prosiguió:
-Cuando tuve uso de razón, pregunté a Elsa: ¿por qué llamo abuelo al abuelo, sin que sea mi abuelo? Su respuesta no aclaró mis dudas, aunque ya te quería. ¡Qué canalla eres, viejo mío! -seguía increpándole fascinada desde la tarde anterior, con la mezcla de cariño y admiración que siempre le profesó-, plasmaste en este cuadro hasta las tempranas arrugas en las comisuras de tus ojos, frutos de la socarrona y pegadiza risita estrenada cada mañana; la cual me regalabas como la mejor golosina cuando, en mis primeros años, acudía a ti y sin escatimar cariño pretendías consolarme.
-No llores sin ton ni son, tesoro, que me partes el alma.
-Lloro porque quiero, y porque me da la gana, ¡hale! Y no quiero que seas mi abuelo. ¡Y te odio! –te respondía, casi siempre, hipando y muy enfadada.
-Pues, llora; llora, corazón; y lo que llores no lo mearás. Sonreías al mirarme con aquel mohín que dibujaron en tu cara al nacer, enardeciéndome más. Con mensajes subliminales me contagiaste los valores que deben prevalecer en nuestra vida; fuiste moldeando aquel caprichoso carácter que tenía, idéntico al de Susanita, la de Mafalda; creo que a una chica nada repelente, así que cuánto te extraño, abu..., Dicen que ya no estás y no es cierto, ya que te sigues burlando de mí.
Pasaron las horas manoseando su castaña melena –entonces rubia; pelo de maíz, o dorado trigal, decía él-, sin separar la vista del lienzo. Muchas lágrimas mudas, y otras hipadas hacia adentro, habían resbalado sobre él en un vano intento por deshacer a pedacitos la opresión de su pecho, y el nudo que atenazaba su garganta.
-Te veía grande, protector y feo; hasta que descubrí la galanura interior que le venía de fábrica a alguien que nunca ejerció de abuelo a tiempo parcial. A tu lado padecí incalculables alegrías, con gratas sensaciones que se amontonaron en mi piel, pues disfrazabas con habilidad mis desilusiones, creabas mariposas de colores para mis días grises y:
-Cierra los ojos, inspira hondo y sonríete –me susurrabas -; repítelo siempre que quieras, y mayormente cuando estés triste.
Eras generoso en mimos, y tu frustración fue no llegar a ser odioso, a pesar de te esforzabas en el intento, ya que señoreabas en todo lugar y con todo el mundo; sin embargo te erigiste en aquella ocasión, porque te dio la gana, como arrogante juez; ¿recuerdas? –Esbozó una mueca-. Estuve horas y horas posando para este cuadro mientras mis amigas jugaban. No te lo perdoné, ni te lo perdonaré jamás de los jamases. Estoy a tu lado en él, y me pregunto: ¿Es tu autorretrato del cual formo parte?, ¿O es mi efigie, y tú eres el añadido? Pero qué diablos; es lo mismo; ahí seguimos, los tres juntos; tal como quisiste y como quise: para la eternidad. Al irte, bandido, quedé cual pegatina que ya no pega y asida sólo a tu sonrisa; se me escapó la gallardía peculiar de tus andares; el sortilegio de colores que le ponías a las ilusiones que liberabas sobre mi cabeza; aquellos instantes tan expresivos en los que escuchábamos nuestro sonido interior y nos decíamos tanto; otros con el incurable halo de bondad en tu rostro que florecía al saborear la sal que dejó el viento marino en tus labios, viento que traería, al unísono, el sordo susurro de las olas de ese mar sin puertas ni postigos; como tampoco la tenían tus morriñas y tus francas miradas. Perdí también la facilidad deslumbradora al narrarme, como fértil hacedor de cuentos de tonos cálidos, o de un torrente de historias y de tradicionales fábulas infantiles, cuyos desenlaces me tenían en vilo, y se me colaban muy adentro. El malabarismo y la magia de tu incandescente lenguaje, a los que me asía como a la cuerda de un cometa, abrían un gran parachoques para repeler al hombre del saco, y a otros miedos seculares, como el modificado cuento de Caperucita, en el que reivindicabas justicia para el vilipendiado lobo. Me acuerdo que, mientras mis dedos se entretenían en dibujar texturas en tu cara, o sobando una oreja, hurgaban en tu cabeza ensortijando los cabellos; y como un ejército de afanadas hormigas que creaban historias con las que viajaba por el bosque de tu imaginación, me seguías acunando con el magnetismo de una voz que fluía con las modulaciones fascinadoras y reinventados argumentos que trasladaban mi inocencia a países o situaciones que dejaban en mí una imborrable estela. A veces te dormías antes que yo -supongo que aprovechabas para incubar una nueva ilusión-; y yo seguía a horcajadas en mi arco iris, con el viaje sin terminar por los recónditos rincones que habías inoculado en mi imaginación. Te soplaba en el oído, ¿te acuerdas? y, al despertar sobresaltado, abrías los ojos emulando a los que tienen las mariposas en sus alas iridiscentes, y aderezabas otro relato diferente sin posibilidad de poder ser enlazado con el anterior. Yo disimulaba, para que no te sintieras incómodo. Y si bien aseveraste no ser perfecto, me siento perdida sin ti. Aprendí de ti el valor enorme de cosas inapreciables. Crecí sin querer hacerlo, y te voy a contar un secreto: el espejo del baño está trucado; sí, no pongas ese gesto, seguro que lo está, o es cruel conmigo, pues no me identifico con lo que veo, ya que no refleja la niña inquieta que aún lucha por librarse de mí, aunque puede que permanezca al otro lado y sea mi subconsciente quien la presienta. Y lloré porque había crecido aquella princesa larguirucha y frustrada que marcó su territorio, la que tuvo la certeza de que el mundo giraba a su alrededor y se metamorfoseó, con aquella fragancia quinceañera, en aprendiza de mujer; la que, de puntillas para verse en el mismo espejo, probó su primer carmín, a la vez que se embadurnaba de maquillaje para disimular, mal, un acné rebelde o las espinillas que adornaban su mentón; aquella locuela que prometió no crecer, y falló en el intento. ¡El tiempo no logra borrar las imágenes que tanto amé, abu! He cambiado mucho a pesar de que la niña me habita aún, así que me consuelo por no haberme endurecido por dentro. Te llevé siempre aquí dentro y seguirás toda la vida en un rinconcito de este pecho en el que anidaron tanto pequeños como grandes instantes de mi vida, y aunque los sueños que con sutileza me transmitiste -para suavizar las rebabas del dolor, decías-, perviven aún; se han ido adaptando a las circunstancias actuales, sin que por ello no siga labrando otros, quizá más prosaicos. Y no sigo, pues temo que estas frases, aunque sinceras, sean más cursis que un oso polar con bufanda, como siempre afirmaste. ¡Pese a todos estos merecidos halagos, eres un miserable y un canalla; un canalla encantador, ya lo sabes!
Pasó su mano por el lienzo en sublime caricia; era consciente de que estaba envuelto con un halo impalpable que no se disiparía jamás; dejó escapar un hondo suspiro y le dio un beso más, con sabor al mar que brotaba de sus ojos. Durante la interminable noche, aunque estaba muy lejos de su traviesa infancia, había volado hasta ella y pasaron por su cabeza fragmentos inconexamente desordenados de la película de su vida; tantas sensaciones y tan diversas: la adicción a los peculiares e intensos olores de la naturaleza, como al restregar lavanda, manzanilla o tomillo recién cortado entre los dedos; el de la compota de manzana, los de vainilla y canela en la alacena de su abuela, que, dicho sea de paso, estaba atestada de frascos de mermelada casera; el de la leche a punto de hervir y el sabor de la nata con azúcar espolvoreada sobre una rebanada de pan, la que saboreaba con fruición en aquellas meriendas al salir de la escuela; aquel de los membrillos maduros y el inconfundible del azúcar acaramelada; las tentaciones que le provocaba un pocillo de humeante chocolate; y sobre todo el tiempo perdido, quizá no, con las ingenuas utopías que fraguó. Retazos de instantes inolvidables desde que tenía uso de razón; algunos amargos, que aprendió a disimular; otros –muchos- felices, con su leve toque de acíbar, y la mayoría cotidianos: el colegio, los compañeros, sus amigos de los juegos infantiles, las horas muertas que, vanidosa, pasó acicalándose delante del espejo del baño, sin tener que ponerse de puntillas para verse la cara; y otras absorta, con unos ojos como el dos de oros que centellean traviesos y de los que brotaba un manantial de caprichos, sin decidirse a optar entre un trozo de tarta de hojaldre con dos capas de crema, ¿o serían tres?, y pecas de almendras tostadas encima del chantillí; o por aquel de bizcocho borracho empapado en chocolate negro Santocildes, el más rico del mundo, sus alrededores e islas adyacentes que exhibía aquel entrañable escaparate, y cuyos sabores percibía antes de probarlos. Cuantas veces, con su poder especial: percibía las charlas que varios gorriones que posados en los cables telefónicos tenían con otros amigos de países lejanos; las penas del sauce al que dedicaba frases de consuelo; o el enojo de las hormigas al impedirles seguir el camino que construyeron miles de generaciones, con millones de diminutos pasos, para llevar en procesión los trozos de hojas o de semillas hasta el hormiguero de difícil acceso. Y la sempiterna orfandad de juguetes esperados y que nunca llegaron; la lectura de cuantos libros podía o le dejaban leer, en un tiempo de búsquedas habituales y sorprendentes encuentros que consiguieron despertar su curiosidad, o los ratos en los que dejaban flotar la vista perdida sobre esas motitas de polvo suspendidas en la nada que iluminaban los rayos de sol al filtrarse entre las rendijas de la persiana, hasta que de repente seguía el vuelo de una mosca, y tantas otras pequeñas inquietudes que constituían un deleite –sonríe al recordarlo-: la Navidad con su turrón, el árbol repleto de bolas y chorreante espumillón, la algarabía al cantar aquellos villancicos tradicionales; otras festividades que no regresarían, y que, colmadas de sana diversión, que se celebraban en las fechas señaladas de rojo en el almanaque y constituían un banquete para los sentidos, con abundancia de viandas, frutas y dulces prohibidos el resto del año; las regañinas por algún suspenso; la mañana que despertó con las hormonas en efervescencia, pues había perdido de golpe los íntimos retraimientos infantiles; cuando afrontó la visita a una discoteca, y en ella dejó empeñados los juegos de su niñez, a pesar de que salió con la sensación de que le habían violado los oídos; una aprendiza más en los escarceos furtivos de la mocedad; el primer beso con sabor a esperanza y a bombón de licor que acarició sus labios oferentes, le confirmó que era un ser con sensaciones y deseos y que el mundo estaba vivo; las preguntas incómodas, suplidas por frases como: “cuidadín con caminar por senderos arriesgados, o de eso no se habla” que tantas veces oyó cuando su alocada cabeza imaginaba escenas y escenarios. Y, sobre todo, la abnegación y el cariño sin escatimar que recibió de su abuela y del ser más desprendido, desinteresado y canalla-encantador que, a pesar de su mirada dulce y protectora, no era demasiado amigo de las demostraciones efusivas; aquel que vertía a diario sobre ella, hasta empaparla, un tarro rebosante de ternura –que, sin fecha de caducidad, tenía, el muy bribón, hábilmente enmascarado bajo cambiantes etiquetas de indiferencia, mezquindad o aspereza-, y al que siempre llamó abuelo. Allí estaba mirándola con guasa en la imagen de un lienzo en el que se había detenido un retazo de su tiempo y que compendiaba su existencia, con profusión de alegrías, desazones y un torbellino de estremecimientos. Otro beso, el enésimo, con los labios apretados y suave chasquido. Huellas de llanto mientras sorbía la moquita que destilaba su enfebrecida nariz y, sin pronunciar palabra, le regañó de nuevo.
-¡Qué bandido eres! Me has vuelto a sacar de quicio… ¿Será ésta la última jugarreta que me haces? –Estornudó con estruendo, ya que seguía con la tiritona.
Allí estaban: él, impertérrito y con su risa socarrona; y ella, huérfana otra vez.











-Elsa, ¿por qué llamo abuelo al abuelo, sin que sea mi abuelo?
-¿De qué me hablas, pequeño diablo?, ¿Es un acertijo? –la miraba de soslayo, sorprendida por la pregunta.
-No. De verdad. Verás: Chencho, el abuelo, bueno al que yo le digo abuelo, no lo es. Ni mío ni de ningún otro niño que yo sepa, aunque todos lo llaman así; y no entiendo nada.
A pesar de sus pocos años ya diferenciaba lo real de lo ficticio, si bien, para ella, Chencho era su abuelo.
-Demontre con la cría preguntona. Mira: Chencho, es un viejo gruñón –amagó una maravillosa y nostálgica sonrisa- con gran sentido del respeto, que actuó siempre de protagonista en la vida de este arrabal. Viajó como marino mercante desde su juventud por todo el mundo. Volvió en varias ocasiones, joven aún –como el ave migratoria que regresa para que me den un repaso a las caries de mis alas, y arrinconar los chirridos de la nostalgia, así llegó a decir-; algo encanecido, aunque con su bagaje de ilusiones intacto; le comentamos bromeando que parecía un abuelo, le gustó, y al regresar para siempre, con el pelo de un blanco atractivo, y cargado de originales regalos que repartió con bombo y platillos, puso en todos los paquetes una etiqueta: del abuelo de una familia numerosa.
El revoloteo de niños a su alrededor fue un espectáculo filmado por algunos como algo que debía perdurar en la historia pueblerina. Era, y es, un guasón. Algunos chavales alardean de tener tres abuelos. Él ríe, y calla.
Una Marita absorta, con la barbilla apoyada en las palmas de sus manos, la escuchaba.
-¿Y?...
-Nos conocemos desde la infancia, cariño; eran años difíciles –prosiguió Elsa con una mirada transparente perdida más allá de la cara de su nieta-; estas casas de labranza las construyeron nuestros antecesores. Aquí nacimos, crecimos y fuimos tan felices o más que otros que vivían en modernos pisos del centro de la ciudad. Inspiraba un magnetismo innato y hasta las chicas de la vecindad revoloteaban como polillas a su alrededor en cualquier fiesta, sin que él, aparte de dedicarles una mirada, la más seductora de las sonrisas, y una frase con el halago que necesitaban, les hiciera el más puñetero caso; así que se convirtió por su labia y su dulce carácter, en un ser excepcional granjeándose la amistad de todo el pueblo. Ahora, como Quijote sin molinos, jubilado y algo más rezongón, no ha perdido su carisma, así que nadie lo conoce por su nombre: Fulgencio, o Chencho; sino que pequeños y mayores le llamamos Abuelo.
-A mí me gustaría que fuese mi abuelo, Elsa; ya que no conocí al otro. Bueno, a los otros. ¿Cómo era el de aquí?
-Ya has visto fotos suyas.
-Ya sé. Pero... ¿Era cariñoso?
-Lo era, princesa mía. Con todos, especialmente con tu madre y conmigo. A ti no te llegó a conocer. Chencho y él, en aras de la verdad, se llevaban peor que el perro y el gato; al ser vecinos y con las huertas colindantes detrás de ambas casas, se enzarzaban, a menudo y por menudencias, en discusiones con intercambio de toda sarta de improperios; cuándo sin motivo, o cuándo con él; que: si pisaste mis lechugas, que: si no te da vergüenza tener el jardín tan abandonado. Que: ¿por qué no lo cuidas tú?, si tanto te molesta. Que: si quieres criados, págalos; tacaño..., que por no dar, no das ni la hora. O: no sirves ni para des...tripar terrones; y el otro agregaba: pues tú ni para des...pabilar cirios. Estoy viendo la ira de mi marido un día que Chencho le espetó:
-Eres digno de admiración, Carlos; rebuznando has superado al burro del señor Pascual –ya que le hostigaba sin piedad.
-Más te admiro yo, Chencho; con lo bien que gruñes, acabarás hozando, si no te ponen un vinco, como el gocho del tío Lucas –contestó tu abuelo como una escopeta.
-Sería muy gracioso oírlos –Marita habría deseado presenciar alguna de aquellas trifulcas.
-Muy poco, te lo aseguro. Y así todos los días, enemigos íntimos que disputaban incruentas batallas verbales sin tregua alguna, y esa rivalidad encubría su unión ante los contratiempos; ya que, llegado el caso, conciliaban asperezas y que no intentaran nada contra cualquiera de nosotros. ¡Ah! y siempre fueron compañeros en el bar. Para tu abuelo, Carlos, era como si llevase una piedra en el zapato, y para Chencho, tu abuelo era punzante como un dolor de muelas, aunque cualquiera de ellos se quedaba sin jugar la partida de mus hasta que llegara el otro. Ya entiendes, tu abuelo fue Carlos, y el abuelo es:..., el abuelo, así de simple. Te parecerá un galimatías, pero lo captas, ¿no? Dos buenos “amigos de nacimiento” mal avenidos, con una dosis de relación amistad-odio, a partes iguales. O sea dos masoquistas.
-¿Masoquistas?, ¿qué es eso, Elsa?
-Alguien parecida a ti. Que eres una masoquista preguntona, tú gozas preguntándome y ellos gozaban riñendo. Y, ¡por amor de Dios!, calla un poco –le regañó sonriendo con sus ojos.
Y el silencio se apoderaba del momento. Elsa seguía con su labor de ganchillo oyendo la radio a la sombra de un árbol y cercano al riachuelo que pasaba no lejos de la casa. La pequeña se entretenía echando guijarros desde la orilla: quería desviar el cauce cambiando las piedras de sitio; y a ello se dedicaba con todo su afán. Lentamente, y sin que nadie se diera cuenta conseguiría su objetivo. No tenía prisa.
Una chica mayor le había dicho que si dejabas una barca en las corrientes de los ríos, al desembocar en el mar seguía sin desviarse y llevaba a los viajeros adonde quisieran ir; aunque era conveniente conocer sus rutas y el lugar en el cual tenías que dejar aquella corriente y tomar otra. Lo mismo que se transborda de un tren a otro para llegar al destino. Su río discurría hacia el este, y ella quería llegar a adonde estaban sus padres, así que era imprescindible cambiar su curso. Pasando algunos años tendría un barco blanco, con ribetes azules, amarrado a cualquier árbol, y la proa orientada hacia el oeste. Sabía que de todos los barcos de papel que, con destino incierto, echó a la corriente cuando era más pequeña, ninguno se había convertido en un buque grande, cuando se adentraba en el mar, como ella y sus amigos creían entonces, pero daba igual: los deseos se iluminan con esperanzas, y tendría un barco, con velas de colores, que surcaría su río hasta que éste se convierta en mar, y arribaría allá lejos.
A su lado una abuela a la que el viento le dejaba mensajes en los oídos, o entretenida con la música, las tertulias y las noticias que recibía de su emisora, en la que las mañanas se visten de fiesta. Con la mirada en el horizonte, no en su labor, sus ágiles manos tejían mañanitas de lana, algún pañito de perlé, chaquetitas para recién nacidos, patucos, y hasta soportes para el papel higiénico. Siempre para regalar.
La chiquilla continuaba ávida de satisfacer su innata curiosidad, y al poco rato...
-Elsa, ¿y a qué jugabais de pequeñas; teníais muñecas? –le preguntó sentándose frente a ella.
-Las teníamos; eran las clásicas peponas de cartón con sus caras pintadas, y nos sentíamos sus mamás –bajó el sonido de la radio-. Los Reyes Magos nos traían una y tenía que durar todo el año. Y aunque todas soñábamos con la Mariquita Pérez, sólo algunas niñas ricas la conseguían. A los chicos les traían caballos, también de cartón, coches de cuerda y a los privilegiados algún mecano.
-Ya, abuela, entonces las muñecas jugarían a ser vuestras niñas; ¿A que sí? –seguía embobada.
-Desde luego, como tú ahora. Nuestras madres y abuelas les hacían vestiditos y toda clase de ropas con primorosos bordados. A veces parecía una competición para ver qué prenda destacaba entre las otras. Creo que en la buhardilla hay alguna guardada, ya las buscaremos. Y todo era más sencillo, nos conformábamos, qué remedio, con cualquier cosa y ni se nos ocurría pedir más. Saltábamos a la comba, jugábamos al corro, al escondite, a las cuatro esquinas, o a las casitas. Y los chicos al fútbol, a veces con balones hechos por ellos mismos; bailaban peonzas, al guá, mejor dicho con las canicas, a pídola, a la bigarda, a la hita, a guardias y ladrones, o a “Tres navíos en el mar…”, o sea al escondite.
-¡Qué aburrido sería jugar siempre a lo mismo!
-¡Qué va, mi reina! Inventábamos juguetes muy simples: una caja vacía de zapatos con una cuerda para tirar de ella, y dando rienda suelta a una imaginación sin límites, se convertía para un chaval en el bólido más veloz de la tierra; y si a esa caja le agregabas detrás unas latas de sardinas, lógicamente vacías, se parecía al tren del más largo ferrocarril. El abuelo tendría nueve o diez años cuando preparó en el corral un pimpampum con muñecos de trapo y una pelota para derribarlos, premiando con la recaudación al vencedor.
-¿De veras?, ¿y pagabais por jugar?
-Sí, claro, él cobraba una perrina por cada diez tiradas y le daba al ganador lo recaudado, que conseguía dos o tres reales y a veces hasta una peseta..., una peseta de las de antes..., ¡si supieras lo que cundía! Así pasábamos las tardes lluviosas. –Fluían, entre la neblina, y a tropel, esquirlas de pretéritas reminiscencias que no fueron cernidas por los años; aquellas que, concatenadas las unas a las otras, tejieron la enorme telaraña en la moviola de su vida.
-¿Y los días festivos? –Marita sentada y atenta, con la barbilla sobre los puños y sin pestañear, al relato de su abuela, que combinaba con el dale que te dale a las agujas.
-Nos vestían de tiros largos, engalanados con zapatos de charol, para jugar – ¡sin que os manchéis! - en la plaza de la iglesia, hasta que el tañido de campanas nos obligaba a entrar a misa de doce. Al salir comprábamos, con unas perronas que nos daban de propina -la paga, decís ahora-, algún pirulí, cacahuetes o chupilargos, manzanas recubiertas de caramelo y, en su época, castañas asadas u otras chucherías. Pasé las horas muertas calentando un escalón de los soportales, extasiada con el penetrante olor que se desprendía al garrapiñar las almendras. En verano nos deleitaban los helados de un millón de sabores, en cucuruchos de barquillo y una galletita clavada encima, o con los refrescos de zarzaparrilla o mora. Éramos felices, tesoro, teníamos poco, pero sabíamos disfrutarlo más y mejor que muchos de los niños de ahora, que se aburren con tantos juguetes y chuches.
-Yo, abuela, soy muy cría y también muy feliz.
-¿Y qué quieres ser de mayor, cara sucia?
-¡No sé...! -Quedó pensativa, y observaba los mal disimulados rasgos que el sufrimiento talló en el rostro de la abuela, que, con la mirada inquisitiva, esperaba otra respuesta.
-¡Pequeña, quiero ser pequeña, como Peter Pan!
-Eso es imposible, tesoro.
-Acabas de llamarme cara sucia y tesoro, y sé que también lo soy para el abuelo. Por eso quiero ser siempre: vuestro pequeño tesoro.
-Es cierto; para nosotros lo eres; y el más valioso. Lo de cara sucia es en tono cariñoso. Acércate, que cepillo tus cabellos.
-Ya lo sé, abuela; sigue –lo hizo, con un beso.
Y ante aquel gesto suplicante, proseguía:
-Durante el estío, y tras la siega, nos entreteníamos mucho en las eras, cuidábamos del trillo, ayudábamos a voltear las mieses, quedando absortos al ver a los mayores majar el centeno con sincronizados golpes de mayal y azarandándolo después. Las medas o morenas eran ideales para jugar al escondite, y al caer la tarde nos dábamos un chapuzón en el río. Ahora las labores del campo están muy mecanizadas, pero nuestros padres, y mucho más nuestros abuelos, trabajaban de sol a sol.
-¿Y descansaban si estaba nublado? –su mohín indicaba el evidente tono de burla.
-Si hubieras sufrido alguna de aquellas penalidades, seguro que no harías este inoportuno comentario.
-Perdona, Elsa. Quise ser graciosa. Sigue, por favor -agachó la cabeza algo avergonzada y se frotó la nariz con el dorso de sus dedos. Su abuela le regaló una amplia sonrisa de complacencia, que mostraba una hilera de blanquísimos dientes y cientos de alegrías, aunque disimulaba cientos, qué digo cientos: miles de penas hechas con sangre y llanto; prosiguió cepillando con parsimonia el pelo de su nieta y narrando...
-En fin... todo muy distinto. Llegaba el otoño, preludio de celliscas, escarchas y carámbanos. La estación en la que hasta la vida se vestía de melancólicos ocres, anaranjados, amarillos o pardos en la que predominan las añoranzas; duraba poco la vendimia, ya que ésta no es zona muy vinícola, y nos afanábamos en la recogida de leña para soportar el frío del largo invierno que nos recluía en casa la mayor parte del día. Bufandas, chubasqueros, madreñas y ropas de abrigo eran prendas cotidianas de la estación; casi las mismas de ahora, aunque las galochas, al asfaltarse las calles, han quedado en desuso.
-He visto un par en el desván, y supongo que debían ser muy incómodas de llevar.
-No creas. Nos acostumbrábamos a ellas y con escarpines de lana manteníamos los pies calientes y sin humedad. Pequeños y mayores las usábamos en las épocas rigurosas y ese sonido tan familiar nos permitía oír a las personas que llegaban. En uno de éstos nevó durante varios días sin cesar un momento. Cayó la gran nevadona, así se la conoció durante muchos años, como si las sábanas de las nubes cayeran desgarradas con el fragor de una batalla entre ellas. Tuvieron que hacer trincheras para poder llegar a otras casas, a la huerta y hasta a las cuadras, y se improvisaron trineos. La incomunicación duró más de una semana, y fueron ocho días seguidos de fiesta en el calendario del colegio. Como ves, tengo una cajita llena de instantes muy hermosos.
Marita estaba más asombrada que Noé cuando dejó de llover.
-¿Era guapa mi madre?
A una Elsa, desprevenida, con la pregunta de aquel corazón huérfano, se le llenaron los ojos de agua. Aunque, rebobinó otros momentos que ya fueron, y atinó a responder.
-Lo era. Y tan encantadora como tú. ¡Te quisieron tanto, mi cielo!...
-Yo también los quiero, y a ti, abuela..., que eres mi estrella, y no tengo a nadie más –la lisonja surtió efectos; le echó los brazos al cuello, llena de mimos.
-Vega dice que se caerían las estrellas si se rompen las cuerdas que las sujetan al cielo, y que si se ve caer una le puedes pedir un deseo, y que las que caen en el mar se convierten en perlas. Lo sabe por su padrino que es astrónomo o algo parecido. ¿Sabes...? Y también dice que ella es un lucero. Pero miente, ¿a qué sí?
-Se puede pedir un deseo al ver una estrella fugaz. La noche de San Lorenzo, en agosto, si no hay luna y está limpia de nubes, nos deleitamos con el inusitado espectáculo. Y no miente; ella lleva el nombre de una, y todos vosotros lo sois para nosotros, los mayores.
-Pues yo quiero verlas, coger muchas y en cuanto pueda te hago una corona con ellas. O, mezcladas con perlas, un collar, ¿qué prefieres?
Elsa la rodeó con sus brazos, por toda respuesta, para disimular un sollozo que ni el aire se atrevía a secar.
La abuela era todo lo que tenía. Todo su hoy, su antes y su después. Comenzó a notar la ausencia de sus padres; y supo que se fueron a trabajar en un negocio familiar al país del que él procedía, y que un accidente la privó de ambos. Quizá los extrañaba, aunque no mucho. No se añora aquello que no se conoce y como su abuela hacía de madre, y su abuelo, es decir el “viejo gruñón”, de padre y abuelo a la vez, vivía feliz. Soñaba, eso sí, en cumplir el ofrecimiento hecho: ir hasta su tumba, allá donde termina el mar, y llevarles, enraizadas en tierra que habrían pisado, algunas siemprevivas del jardín del abuelo.
-Elsa, ¿es verdad que las muñecas suspiran cuando las niñas crecen, y las abandonan?
-Tendrás que ir observando a las tuyas, no sé contestarte –la pregunta le hizo sonreír.
-¿Y las promesas hay que cumplirlas? –A veces es necesario preguntar a un mayor.
-Siempre, princesa, salvo que algo muy grave lo impida. Por eso, si se hacen, es conveniente tener en cuenta todos los inconvenientes que se puedan presentar, o que impidan su cumplimiento. ¿Por qué lo preguntas?, ¿has hecho alguna?
-No; no, bueno sí. Pero es un secreto –al ver que su nieta torció el morro en un gesto tan elocuente, zanjó el tema.
La tarde era calurosa, sin embargo una leve y perfumada brisa refrescaba el ambiente.
-Abu..., ¿me puedo bañar? -Empleaba el diminutivo zalamero, que a Elsa le agradaba, para hacerle la rosca.
-Claro, ¿por qué no? Con la bufina que hay, te vas a quedar helada al salir. Mójate los pies y te bañas otro día con menos viento.
-Si no tengo frío, abu, guapísima. Anda déjame –conocía el valor de un oportuno arrumaco.
-De acuerdo. Y sales en cuanto te avise. O te castigo.
-Muackkksss... –Soplaba sobre su mano para enviarle un beso, mientras se quedaba en bañador.
El agua estaba deliciosa en aquel pequeño remanso y nadaba, si se puede decir nadar a su chapoteo, a veces con otros compañeros un buen rato hasta que su abuela, a regañadientes, la obligaba salir.
-¡Mira quién viene por allí! –Elsa señaló hacia el polvoriento camino de vacas que llevaba hasta el río.
-¡Abuelo! –Gritó lo más fuerte que pudo; moviendo los brazos para que la viera-, estoy nadando. Ven, corre, y te enseño una ranita de San Antonio. ¡No hagas ruido, por favor!
Recorría el áspero camino con las piernas en compás, y cierto balanceo –efectos secundarios de tantos viajes por el mar-, y la peculiar cachaza que los años, y la orfandad de la brisa marina, habían añadido a sus piernas. Navegaba entre la difusa maraña de salobres soledades, enlazadas con un tarareo de canciones que hablaban de la luz del cigarro, de maquilas, de molinos y molineras; aquellas que el mocerío cantaba al volver, tras las rogativas, de las tradicionales romerías campesinas llenas de colorido, por trochas y sinuosos vericuetos, cansados de bailar el tiruliru a los sones mágicos del tamboril y la chifla, o de la dulzaina; y de haber retozado, picarones, con las muchachas en la campa de la decrépita ermita del otero que seguía, dicho sea de paso, carente de manos cuidadoras y sobrada de incuria. Sombrero Panamá Jack –único atavío exótico que se permitía- para librarse del sol, una cesta colgada del brazo y el sempiterno cayado en la otra mano. Saludó a Elsa con un ¡hola! casi inaudible y un beso en la frente. Ella, al recibirlo, levantó la vista con un gesto cariñoso, mientras que Chencho empapaba con una toalla a una cría a la que le castañeaban los dientes, y sus miradas, al tener el don de la palabra, expresaban la devoción mutua que se profesaban.
-Ha-bía u-na ra-ni-ta ver-de. –Apenas podía hablar de la tiritona.
-Tesoro, he visto muchas, y necesitan protección como el resto de los animales. Ven, acurrúcate aquí, que te seco y te doy calor, que pareces una renacuaja. –Encuclillado la secaba con amor, y ella, cariñosota, se dejaba.
-Abu, ¿por qué me llamas tesoro?, ¿porque lo soy? -le preguntó, mimosona.
-Es que Elsa y tú sois para mí unos cofres llenos de tesoros maravillosos.
-Ya, abu, pero a ella no se lo dices y a mi sí.
-También lo hago. Y a veces a ti si no me acuerdo de tu nombre.
-Pues no te acuerdas casi nunca. ¡Y me estás tomando el pelo!
-Elsa, ¿a qué no? –buscaba ayuda en ella.
-No. Sólo algunas veces no te lo toma, cielo. Ven a vestirte, no te vayas a constipar.
Acabó de vestirse y...
-Abuelo...
-Dime.
-¿Qué hay detrás de aquel arco iris?
-Una bribona, como tú, con el pelo de maíz, como tú, que le está preguntando lo mismo a su abuelo.
-¡Tonto!...; Elsa, ¿a qué es mentira? –Acudía a su abuela.
-Quizá no, reina. Puede que allí haya alguna bruja tan curiosota como tú.
Por única respuesta arrugó su nariz y le sacó la lengua. Aunque...
-Abu..., ¿Y es verdad que las gotas de rocío son las lágrimas de las hadas?
-Lo son. Claro, o ¿acaso lo dudas?
-No. Sólo preguntaba..., ¿y que los árboles tienen miedo a los rayos?
-Supongo que sí. Y se quejan si hay viento.
-¡Ya! Cuándo el aire mueve las ramas, yo escucho sus gemidos. ¿Verdad que en los eclipses se besan el sol y la luna?
-Verdad.
-¿Y que el sol cuando desaparece por el horizonte se acuesta hasta el día siguiente?
-Te contesto con otra pregunta: ¿Cómo sabes tanto?
-Porque soy pequeña, pero no tonta; y tú- lo miraba de hito en hito- se nota que eres poco listo. ¿Y cómo es el mar? –Tenía aún sin saciar su dosis diaria de curiosidad.
-Uf. Es una inabarcable charca salobre que sobrecoge por su inmensidad, querida mía; que tiene una eterna lucha de rugiente espuma con los acantilados, la que al final ganará; es algo traidora, aunque se teme y se ama a partes iguales, muy generosa y de la que ignoramos mucho más de lo que conocemos. Está llena de misterios y de tesoros secretos en su lecho; ah, y, además una fuente de vida, ya que no en vano todos los seres animados procedemos de ella; Uno se envenena de azules al apreciar su grandiosidad al difuminarse la delgada línea de la lejanía con la del cielo y con la sublime emoción de estar mirando hacia el infinito o a un lugar sin orillas visibles, en el que las formas difuminan los límites, y se borran las distancias.
-¿Y por qué es azul? –pregunta, sagaz.
-La respuesta, mi pequeño angelote, es una duda razonable, ya que cambia de color según el que tenga en ese momento el cielo; aunque, a veces es una orgía de innumerables gamas de verde, en paradisíacas playas de arenas coralíferas que transparenta el fondo, tiene miles de matices cerúleos si está en calma y lleno de bonanza, grisáceo si barrunta temporal y casi negro, el color que mete miedos, con tempestad. Sólo conocemos su bóveda y algo del primer piso submarino de los cientos que tiene –advirtió que la presuntuosa parrafada sorprendía a la pequeña, cuando ésta, asombrada, indicó:
-¡Abu!..., que sólo te pregunté por qué es azul...
-Ya. Es que me enrollo… ¡Tela marinera…!
-¿Verdad que la luna no se baña en el mar, como dice Vega?
-Cuando emerge en el cielo y la observas con el mar tranquilo, creo que sí.
-Yo creo que no. ¡A que no la viste salir mojada después de bañarse!… ¿Y en ese horizonte del que hablas empieza el cielo? –iba creciendo la inusitada curiosidad de la cría.
-Puede que sí, preciosa, pero yo jamás he llegado a él, vas avanzando y siempre se aleja de nosotros.
-Pues yo creo que sí; que allí es donde comienza –agregó abstraída-. El cielo rodea la tierra, ¿verdad, abuelo?
-¡Verdad! Rodea a la tierra, y al mar, por supuesto.
-¿Y qué rodea al cielo? –Quedó descolocado; y lo estaba temiendo, ya que surgió la demoledora pregunta de las personas bajitas.
-¡Reflautas…! No lo sé, mocosa… Quizá el padrino de Vega sabría responderte; yo soy poco listo; como tú dices... –A veces algo tan inesperado como un ataque indio y un resbalón vienen con otro de regalo.
-Ya sé que no sabes mucho. ¿Y un barco cuesta mucho dinero? –le interesaba conocer detalles de su proyecto.
-Mucho. Los barcos son muy caros, cariño –afirmó él, ligeramente repuesto.
-Pero no uno de esos de pasajeros que vienen en mi libro de lecturas, sino uno pequeño.
-¿Una lancha?
-¿Una lancha es parecida a un bote? –Él asintió con la cabeza -¡entonces una lancha!
-Millones de veces menos. ¿Necesitas comprar una?
Asintió.
-Sí (una lancha mágica), dentro de muchos años; y ahora no te puedo decir nada más. Es mi secreto.
-¿Ni un poquito así –juntó los dedos pulgar e índice- para matar el hambre a mi curiosidad? Anda, dímelo.
-¡No!
-¡Lloraré por las esquinas!
-Pues llora, que lo que lloras no lo meas. ¡Tonto!... –Y Marita le sacó la lengua otra vez al devolverle la muletilla que tantas veces había oído.
Chencho y Elsa intercambiaron una sonrisa de complicidad. Comprendían que estaba en la edad de fantasear, y recordaron otras épocas.
-¿Y qué traes en esa cesta? –preguntó la cría con un ademán de abrirla para olisquear, y sobre todo para cambiar de tema sin necesidad de dar más explicaciones de su proyecto.
-¡Quieta! ¡Ni se te ocurra tocarla! –el viejo simulaba estar mosqueado.
-¡Venga ya, abuelo!... –lo miró con fijeza y arrastró la última sílaba- no me des la murga; si no te conociera...
-Bueno, traigo..., quiero decir, que dije ¿y si voy a merendar a la orilla del río? Y dicho y hecho: Hice una tortilla de patatas con pimientos; puse unos trozos de empanada, vino, una gaseosa, algo de fruta y unas rosquillas de anís para darme un banquete sin saber que estabais aquí –intentaba ser convincente- y ahora tendré que compartir con vosotras.
Elsa, sin querer intervenir, sonreía irónica y regocijada con la conversación de sus dos niños: una con pocos años y otro muy añoso, pero ambos encantadores.
-Ahora que me acuerdo, te traje para la merienda pan con chocolate y una manzana – le murmuró Elsa al oído con su voz dulce-. ¿Quieres?
Marita se encogió de hombros y reclamó discreción con un guiño de complicidad y el índice en su boca sin que Chencho se diera cuenta.
-¡Trolero, mentiroso! Tan grandullón y no sabes ni siquiera mentir. ¡Pero si tú nunca has comido rosquillas de anís, ni has bebido el vino con gaseosa! –Marita con un gesto ceñudo, lo provocaba- pues vale, que nosotras no tenemos hambre y nos gustará verte merendar. ¿A que sí, Elsa? –era ya muy aguda, a pesar de su corta edad.
Su abuela se esforzaba para no soltar la carcajada.
-¡Pero bueno!... ¿Trolero yo…? Y tú una cría deslenguada, caprichosa y consentida. Aunque pensándolo bien –Chencho abrió sus brazos y puso un gesto de titubeo- yo con un trozo de empanada y un vaso de vino tengo suficiente, comí tarde y no tengo mucho apetito. ¿Queréis merendar conmigo? Hay bastante para los tres. –Sin esperar la respuesta, extendió un pequeño mantel sobre la hierba y sacó las viandas que daban para merendar otros tres o cuatro comensales más.
Nieta y abuela se miraron con la seriedad que las circunstancias lo permitían, aunque en su interior se partían de risa.
-Lo que dice Marita..., -comentó Elsa- si no te conociéramos...
-Vaya, si tu abuela hasta sabe hablar; creí por un momento que se había quedado muda. Ni contestó a mi saludo.
-Sí contesté; sordo. Lo que pasa es que te fastidia la gente más educada que tú –la pequeña sonreía.
Y poco a poco dieron cuenta de la merienda entre chanzas y la contagiosa risa de Marita.
-¿Están ricas las rosquillas, a que sí, bribonzuela?, ¿saben mucho a anís?- Marita se estaba zampando la última.
-Si le quitas las hormigas saben a teta piruleta, y salpicadas de arena, mejor- la chiquilla soltó una carcajada.
-En la cesta hay unos perdones. ¿Os apetecen? Los compré, para vosotras, en la romería.
Es costumbre hacerlo después de entregar la manda a la Virgen, por alguna gracia concedida, para perdonar a los que no pudieron asistir.
-Me encanta el sabor de las avellanas, ¿Ya ti, Elsa?
-También, cielo. ¿Y había muchos pendones? –La pregunta era para Chencho, obviamente.
-Muchos..., y hasta alguna pendoneta, y que conste que no miro para nadie.
Elsa disimuló, mal, para no tener que dar explicaciones a la cría, que tenía la pregunta reflejada en su cara.
Menguaba la tarde y volvían a casa, dejando en su hábitat a los andarríos, con el sol de poniente sobre sus rostros. La niña, ágil como gacela, precediéndolos con la esplendorosa melena al viento, se deleitaba esparciendo los vilanos “como paracaídas” de los dientes de león, y recogía, también, clavelinas, campanillas, y otras flores silvestres. Miríadas de saltamontes botaban a sus pies al dar algún giro sobre sí misma elevando la falda hasta la cintura.
-¡Te vi las bragas…!
-¡Mejor…! -le sacó la lengua otra vez- Elsa, llevo también margaritas –se había puesto tres en el pelo-, y no se te ocurra deshojarlas. Es que muchos lo hacen, y me da pena. Son tan bellas...
-Te lo prometo.
-Y tú tampoco..., ¡Eh...! –miró muy seria al abuelo señalándole con el índice.
-¡Lo juro, Jhaahoo...!- levantó su mano al estilo indio.
Marita dibujó una risita y continuó con sus piruetas.
Una vez más chocaron dos pares de ojos que, al conversar en silencio, intercambiaron un millón de frases que sólo ellos comprendían. A los lados del camino se mecían con pereza los trigales -próximos rastrojos para gozo de las espigadoras-, y en ellos estallaban, en ese mar de aromas tan conocido, otro rojo mar, preñado de cimbreantes amapolas, o ababoles que dirían los poetas.
-¿Notas el olor a tomillo?
-Y a espliego; y a jara, y a verano; como antes, como siempre –lo miró regalándole un afecto mal contenido.
-¿Cómo en otros tiempos, Elsa?
-Ummmm, igual; aunque aquellos tiempos se fueron, como el aire que nos acaricia el rostro no es el mismo de hace un mes y este momento tampoco podremos disfrutarlo mañana; será otro, mejor o peor, pero diferente –contestó ella con un guiño cordial, acaso cariñoso-, aunque ello no me inquieta.
-¿Pensabas en eso cuando ayer observabas ensimismada el abrazo que el arco iris daba a los dos extremos del valle? Y aunque me sorprendió el vuelo rasante de una golondrina, quedé extrañado de tu inusual semblante.
-¿Qué yo miraba…? ¿Qué estaba ensimismada con…? ¡Pero si ni siquiera estaba nublado…! –captó tarde que trataba de provocarla.
-¡Ya! Por eso…; por eso me quedé preocupado –el gesto del abuelo era un compendio de la fina y descomunal ironía que se gastaba.
-¡Quién lo iba a decir, Chencho! –Recompuso el semblante- De acuerdo; has descubierto mi secreto; y no estaba como ausente al observar, en un día sin nubes esa, para mí, cotidiana magia que brinda la madre Natura, sino que vivía sin vivir en mí porque Dios no te ha dado ese don para que puedas participar en ella. Y ya ves; me duele –la guasa, como la alegría, va por barrios, pensó.
-¿Y oías al mismo tiempo, como yo, música de violines?
-No, claro que no; sólo el trino del ruiseñor.
-¡Ay…! Este oído mío…., en qué aprietos me pone –se lamentó con sorna Chencho.
- No puedo contigo. Me rindo. ¡Touché!; mi barco ha naufragado.
-No quiero hundirlo, mi amor; lo necesito para otro viaje –deslizó con delicadeza el brazo por el trémulo hombro, en un gesto protector y no rechazado, atrayéndola hacia su costado como si quisiera defender su territorio; ella sintió, en el esplendor del momento: que su respiración se detenía; y una reacción en cadena de pequeños escalofríos originados por estímulos sutiles que daban paso a una corriente eléctrica, la cual se escapaba por la punta de sus dedos; y por el fuego interno que emergía en su cuerpo aletargado, pudo apreciar que estaba viva. Continuaron exultantes, hombro con hombro, flanqueados por unos matorrales; unos colores y un ambiente pródigo en aromas tan familiares que hablaban de otros atardeceres con ardorosas sensaciones, lejanos en los tiempos y frescos en las memorias.
Habían quemado juntos etapas en la lejana adolescencia; alejándolos su matrimonio y los viajes de Chencho; y, ahora, en la “juventud dorada” era el momento de reconciliarse con su pasado y de disfrutarla.
Tras saborear unos minutos de mutismo, comentó:
-¿Te acuerdas de que a su edad decías, a quién quisiera oírlo, que ibas a ser enfermera y que te casarías conmigo?
-¡Qué casarme contigo, ni qué ocho cuartos!... -repuso chascando la lengua- eres un cuentista, anda; deja de marearme, y no me acuerdo; aunque es cierto que te veía como el hermano mayor que no tuve.
-No lo niegues; no miento.
-Déjame de tonterías. ¿No serías tú quién soñabas con llevarme al altar?
-Posiblemente. Recordarás un “te quiero Elsa” que grabé en el viejo y tan querido pupitre de la escuela, que ni las lijas, ni las ceras de fin de curso desdibujaron; y en cuyo cajón olvidé una caja de lápices Alpino, con aquellas cumbres nevadas, y un montón de plumas de pata de gallo despuntadas. ¿Dónde estarán ahora…? Y cuando comenzaste a salir con Carlos supuse que sería pasajero y acabarías dejándolo por mí. Así que al anunciarme, con tus mejillas húmedas, que te casabas con él a las pocas semanas, la decepción dejó una muesca indeleble en mi alma quebrantada, y adelanté mi retorno a ese mar que nos separó un poco.
Estaba desenterrada la cápsula del tiempo, y evocaron aquel tierno instante.
-¿Sólo un poco? Te marchaste, otra vez, antes de mi boda, y sufrí con tu ausencia. Ese día noté la falta de algo familiar – ¡cómo le brillaban las pupilas al rememorar momentos hurtados!
-Te dije, Elsa, que las alas me llevarían a la conquista de posibles universos. Un impulso tan irresistible de viajar por todo el orbe, venció a mis tremendos conflictos interiores, a los que no eres ajena, y lo hice: no en camarotes de lujo, ni de liana en liana, pero cumplí: el de viajar izando velas y proa al viento. No quería, ni podía, inmiscuirte en ese periplo, y no supe colocar en la balanza lo que me ofrecía una vida aquí, contigo, o el mar, con sus peligros y su indomable grandeza. Éste era mi Everest; mi reto, y tenía que ir a buscarlo; a vivir una temporada en plena comunión con él, a gozarlo y a sufrirlo. Hubo de todo y pasé situaciones muy duras y peligrosas, no obstante con ellas pude apreciar el valor inestimable de la vida.
-¿Alas?... –Elsa lo miró incrédula- eras un culo de mal asiento..., con cohete incorporado. Activo, rebelde e inquieto, y aun lo eres. Estoy segura de que la lectura de los libros de viajes que ávidamente devorabas, aderezados con una encomiable dosis de ilusión, provocaron en ti unas calenturientas ansias de aventura, lo mismo que los de caballería en Don Quijote.
-Tal vez tienes razón, estos pagos no me ofrecían, dicho sea de paso, la cara más sonriente, así que hice caso a ese fantasma interior que me machacaba: sal de tus derredores, y vete a hollar los senderos del mar, descubriendo mundos o inventando puertos, pero vete ya. A pesar de que erré en un intento de tocar el infinito, y me imaginé más de mil futuros variopintos, mi singladura ha terminado y aquí estoy. Clavada está para siempre al ancla que, con un trozo de mi alma, dejé aposta, como tú no ignoras, en la arena de tu playa –dibujó una sonrisa insegura.
-¿Eres consciente de que mis padres no te veían como candidato a yerno? Tal vez por tu forma de mariposear con las chicas. Tuve una larga conversación con ellos y, aunque a mi madre le gustabas, tus primeros viajes decidieron negativamente en la balanza de sus preferencias. Podría convertirme en la esposa de un marino mujeriego, como asegura la tradición.
-Y tenían razón. Sólo que ellas mariposeaban conmigo, que es diferente. ¿Recuerdas que no me las despegaba ni con agua caliente?
-¡Anda, no exageres…! ¿Cuántas mujeres hubo en tu vida? Seguramente una en cada puerto. –Elsa le hacía por primera vez esa pregunta.
-Se está nublando, y lloverá. –Se abrazó al estrepitoso trueno para no contestar, y la miró evasivo; aunque con ternura; -. ¿Qué decías?
-Nada, déjalo. Ese nublo no me gusta nada, y arrecia el vendaval. Quizá sólo quede en la amenaza de una lluvia muy necesaria, y aunque las ranas croan mucho…, no sé…; no sé. Apura el paso, que nos mojamos.
–La mirada de Elsa era más elocuente que cualquier comentario. Él, socarrón, trató de sonreír y para corroborar sus palabras bajó las mangas de la camisa para no mojarse. Marita corría con los brazos abiertos de par en par, si es posible que los brazos se puedan abrir como las puertas, con las palmas hacia arriba para recoger las gotas de lluvia, y gritaba:
-¡Vueloooo...!; ¡estoy volando... quiero ser viennnnnntooo!
Elsa, meditaba que, aunque vivió bastante feliz y no lamentó de ningún modo el paso dado, siempre tuvo la duda razonable de cómo hubiesen sido aquellos años con Chencho.
Y llegaron a casa. Allí había llovido más y se apreciaba un intenso olor a tierra mojada.
-Aquí cayó un buen aguacero –comentó Elsa.
-De eso nada, por lo menos sería un aguacinco, el agua-cero, no moja, abuela –apuntilló la graciosilla, que entraba con las flores.
-¡Esta cría…! –Elsa movió la cabeza, con un gesto inconfundible- Espera, que lleno la regadera –o la aralia del umbral estaba mustia, o ella quería cambiar de tema, y lo miró a hurtadillas.
-Hiciste bien al casarte con Carlos –siguió Chencho-. Al fin y al cabo tuviste una vida mejor que la que yo te hubiera dado. Preferí entusiasmar a varias mujeres durante algún corto periodo, a que una se sintiera desgraciada toda su vida. Pero ahora volvemos a estar juntos. ¡Oye...!, ¿por qué...?
No terminó la frase. Ella, de espaldas y en compás de espera, seguía regando.
-La vas a anegar –añadió acercándose.
Elsa, no contestó; y tras echar el agua con amor de amante a las macetas de geranios que atestaban el alféizar de las ventanas, y recoger del suelo algunos pétalos de sangre, siguió con la aralia.
-¡Ummm, me gusta este olor tan penetrante! –Chencho aunque deseaba terminar la pregunta, daba marcha atrás en el iniciado juego de seducción. Qué fácil es, a veces, atinar con las frases que se agolpan a la salida, y cuan difícil, al transitar por un camino lleno de atascos, pronunciar las idóneas.
-¿Por qué, qué? –Con el sello de la preocupación en su cara también las anhelaba; y las temía.
-Porque has vaciado la regadera en la aralia, y el exceso le perjudica.
-No he preguntado eso. ¿Pretendías decirme algo?
-¡Ah! Sí. Que: ¿por qué no nos casamos?
-¡Jesús, María y José..., quita…, quita p’allá! ¿Estás..., estás loco? -
Los resplandecientes ojos de Elsa, enmarcados por las ligeras arrugas con las que le premió la vida y los sufrimientos, despedían chispas, y su dedo índice se disparó hasta la sien.
-¿Pero, bueno, es que no razonas, y a qué viene esto ahora…? –Su mano temblaba al posar la regadera.
Él la miraba sin pestañear con la más grande y bonita de las sonrisas, regada con gotitas, qué digo, con chorros de amoroso néctar. Y repuso:
-Qué, ¿A qué viene? A que siempre estuve enamorado de ti..., a que nos pertenecemos; a que todo tiene un antes y un después, a que ante nosotros hay una etapa nunca olvidada y un pacto premeditado sin resolver. ¿Crees que llegamos tarde?, pues apresuremos el paso –Elsa era un manojo de nervios, pues no dejaba de girar las alianzas en su anular, así que él tomó sus trémulas manos, que prometían mimos olvidados, sin que ella rehusara.
-¿Y?... –simulaba una actitud arisca.
-Pues eso, a que quiero cruzar la leve línea que nos separa y caminar a tu lado en paralelo; a que quiero refugiarme en el profundo azul de tus ojos, a participar en tus anhelos y de tus inquietudes, incluso he soñado con ser cómplice de tus sueños y hallarte en los míos; a que quiero conquistarte cada día, y a que siempre estuve enamorado de ti; ya lo sabes. Y..., “viene a ésa”, a este torbellino que te arrolla… -Marita tropezó con ellos al salir como una polvorilla, gritando:
-Elsa, abuelo: ya puse las flores en un jarrón. Os quiero, ¿puedo ir a jugar un rato?
-¿Has sido buena, ratoncito? –Chencho intentaba hablar muy serio.
-¿Abuela, he sido buena? ¡Y no soy un ratoncito…! –Miró enfadada al abuelo y suplicante a ella.
-Claro que no, eres mi pequeño cielo. Y siempre muy buena.
Chillando, echó a correr.
-¡Marita! –Elsa la llamó con cariñosa energía.
Adivinó; dio la vuelta para evitar la reprimenda con un mágico beso a cada uno, y se fue entusiasmada con su pandilla.
-Si llueve, vienes inmediatamente- le advirtió Elsa, aunque la rapaza ya no la oía.
Aquello era un revoloteo mayor que el que producen las palomas, en la plaza de la catedral, con las campanadas de las doce: jugaban al escondite, a canicas, a pídola, y ellas saltaban a la comba cantando: One, dole, tele, catole, quile, quilete, estaba la reina…, con lo que la algazara estaba servida.
-Te contesto -continuó Elsa con la mirada perdida en el horizonte-: Los sueños, henchidos a partes iguales de anhelos, ilusiones y temores; los ridículos pantalones cortos y las rodillas lastimadas, o jugar con las muñecas, tuvieron su etapa. Mí antes ya pasó, es irrecuperable, y sólo queda vivo el recuerdo. ¿Te das cuenta, Chencho, de que llega un momento en el que al mirar atrás lo vemos hecho añicos y sin posible compostura? –Prosiguió al verlo expectante-. Renuncié a todos al darme cuenta de que el más bonito, y quizá el único que me permití saborear, se lo llevó el aire… -Y desvió la cara en un vano intento de ahogar el sollozo que pugnaba por salir.
-¿El aire? ¿No sería el mar?
-Quizá el viento; ese que a veces rompe los castillos que se crean en el aire, y lo llevó al mar... –repuso con voz estrangulada.
Quedó mudo un minuto, aunque estuvo tentado a decir: Apenas existió un lejos ni un cerca, puesto que en los vientos marinos percibía tus alientos y me llevaban a diario tu imagen nítida; ésa que, a veces, con la presencia se desdibuja. ¿Y pretendes negar que las olas te dejaban en tu orilla barquitos de papel con notas sobre los que respiré mi amor; o que no leías las ardientes misivas, con sabor a yodo y a sal, que dentro de verdes botellas, y con un destino predecible, llegaban a tu playa? ¿Quizá no oíste el golpear de mis nudillos en tu puerta tras dejar en el suelo mi caduco bagaje de impaciencias, cuando volví, para acallar los aldabonazos de mi conciencia, a reforzar “mi antes”? Viajé, ya lo sabes, volando sobre mis huellas, hacia atrás, y como sólo los colibríes pueden hacer, al único lugar adonde, emulándolos, puedo libar tu néctar y sentir en mi cara la calidez de esos dedos con los que tuve los primeros despertares, y en donde, asido de la mano que un mal día abandoné, sé que tiene curación la soledad que invade este otoño plagado de esperanza. Así que dejemos atrás los temores; no me importa que uses lentes sobre esos párpados cansados; y, si te da igual que algún Clark Gable de nuevo cuño me haya robado la tersura de mi cara; que mi calvicie ya no sea incipiente, o que me duelan los juanetes; seamos lo que fuimos, compartamos las ansias dormidas, y hablemos, sólo, de tiempos venideros, con la vista en el horizonte. Necesito recobrar mil sensaciones anquilosadas con olor a bosque; que te sumerjas en el abismo de mis sueños; que me llenes de motivos para seguir viviendo mientras nos vamos cubriendo de nieve; que tus risas sean mis risas, y que mis ojos sean tus ojos. No quiero envejecer sin ti; que a tu lado se perpetúe la luz que llene mis oscuros rincones, y necesito disfrazarte los llantos con un beso interminable, hasta fundirme en la jalea de tus labios abiertos.
Pero le dijo:
-Los antes pasaron, como dices, y llegan otros ahoras, como el que en este momento disfrutamos, y más tarde habrá más, y mañana, y dentro de una semana; acaso mejores. Y si es doloroso, Elsa, cerrar un episodio inconcluso de la vida, el interminable retorno a los orígenes no lo es menos. Cambiémosle el chip; que podemos y queremos hacerlo. Y si tienes prejuicios de que la gente perciba, como si fuera pecado, que estás enamorada; yo no.
-(¿No te has percatado de que en esta caja –se llevó la mano al pecho para que no salieran las palabras- rebullen resonancias enquistadas? ¿Qué llevo años refugiada en mis lamentos, y ahogando recuerdos con la nariz pegada al cristal de mi ventana; indiferente al llanto que deja la insistente lluvia, y que en la cocina siempre hierve el agua para el café de bienvenida? ¿Que la tumbona del porche sigue siendo de dos plazas, y que añoro despertarme sabiendo que estás al otro lado de la cama?...)
Así que le repuso:
- Me parece que has leído muchas novelas. Espera, que ahora mismo vuelvo. –Elsa, tratando de hallar una respuesta, dijo lo que no quería, y salió con una chaqueta sobre los hombros. La brisa, tras la tormenta, había refrescado el rigor del día y le agradaba notar la tibieza del estambre. El crepúsculo, complaciente, mostraba una borrachera de colores acuarelados en el mágico lienzo celeste, entre los que destacaban chafarrinados tonos de cárdenos y bermellones que violaban los vencejos en sus acrobáticos vuelos rasantes, y él, como cazador de atardeceres, congeló la imagen con su cámara. Y quedaron sentados a la fresca; cesó el chirrido de las aves; sólo se oían ahogados los susurros de las hojas, y llegó el momento propicio para saborear una quietud silenciosa -que, como alguien dijo: se produce al aplaudir solo con una mano-; en un atardecer henchido de calma; así que aprovecharon ese vacío casi sobrenatural para, en un viaje introspectivo, inventariar parte de las sensaciones que perduran en los combados anaqueles del universo interior. Algún lucero que ya se adivinaba en el techo de la tierra (el Creador limpiaba la espátula guardando tonalidades para la próxima alborada), y la gran luna nueva de agosto -de ese naranja brillante tan familiar, que emergía con todo su esplendor por el naciente; ésa que se convierte al rato en redondo plato pintado de purpurina-; eran los convidados de piedra. Tras un eterno e incómodo minuto, Chencho rompió el hechizo:
-(Sé indulgente conmigo, amor; ya sabes que necesito tener espacio en tu hombro para acomodar mi lacrimosa mejilla) De acuerdo, retrocedo tres casillas, cuentas veinte y tiras de nuevo. Fue una mala idea, aunque…: te ofrezco un duro por tus pensamientos…
-Ni por todo el oro del mundo dejaría a nadie entrar en ellos –Al volver la cabeza, pese a la oscuridad, vislumbró una chispa de anhelo en la mirada de su amigo, y agradeció al Creador que después de haber sobrellevado la mella indeleble de una dura soledad –la que, a veces, hasta es necesaria para reflexionar y darse un respiro-, se deleitara ahora con su cercanía y de la ceremoniosa magia del instante; mientras una legión de mariposas aleteaba sin cesar en su estómago, como asegura todo el mundo que sucede cuando arriban las ansias del amor.
Y más silencios...
-¡Escucha!..., ¿son grillos tañendo su rabel para el gozo de las estrellas? –parafraseó él, imitando al poeta, en un intento de quitar hierro al instante y temeroso de que el gong de su pecho se delatara en su tono de voz.
-¿Las mariposas? -aventuró ella sin querer entender.
-Las mariposas, las mariposas… ¡Ostras…! ¿Quién habló de mariposas? ¡El cri-cri de la grillería!
-¡No son grillos -soltó Elsa una carcajada-, es mi mecedora que se queja!
Cierto; con el balanceo emitía unos crujidos quejumbrosos y si se aguzase el oído se percibirían: tradiciones, intimidades y secretos, o quimeras almacenadas en su interior durante, por lo menos, tres generaciones.
-¡Ajá! Mañana le pongo unas gotas de tres en uno y dejará de gemir. Es milagroso. ¡Oye! ¿Qué cantan?
-¿Los grillos?
-Los grillos…, los grillos no cantan. ¡Los niños! –Gruñó sin poder contenerse, ni advertir el tono chusco de Elsa.
-Al pasar la barca, me dijo el barquero... –Elsa empezó a tararear.
-Las niñas bonitas... –continuó él-. No; no cantan eso. Ahora tienen otros juegos. ¡Aunque esa canción suena casi igual que antes…!
Y pasó un ángel…, y otro; y otro más en la eternidad que siguió al suspiro de Elsa.
-Mmmm... Que antes de antes. Anda, déjate de añoranzas, que es hora anochecida y ven si quieres dentro de un rato a cenar con nosotras. De alguna forma hemos de corresponder a tu merienda.
-Acepto si me invitas a una cazuelina de sopas de ajo con esa receta que guardas tan en secreto. Será toda mi cena. ¿Te parece?
-De acuerdo. Y ningún secreto: pan de hogaza, sal, ajos, una pizca de unto rancio, pimentón algo picante, un chorrito de aceite de oliva, todo machacado en el mortero añadiendo una pizca de amor; un huevo en ellas antes de volcarles el agua hirviendo, y dejarlas cinco minutos en reposo. Y las complementaré con un vasito del vino tinto que conservo para ocasiones especiales.
-(¿Será mi día de suerte?) ¡Vaya! Veo que ha caído bien mi propuesta; así que..., ¿Aprovecho para llevar mi ropa y la caja ahíta de ilusiones hibernadas, a tu armario? –Chencho, como quien no quiere la cosa, pretendía, con un oportuno y adecuado viraje de timón, dirigir su nave a buen puerto.
-No estoy de humor, anda déjame en paz; y no te hagas ilusiones. O, diría mejor, no nos las hagamos –contestó, mientras se levantaba, con un rostro que la encubridora oscuridad suavizaba su arrebol-, somos unos…
-¡Ni se te ocurra seguir; estamos pasando una adolescencia tardía!
-Umm, y a destiempo. Y vamos rezagados, muy rezagados, y...
-Pues avivemos el paso, que podemos. Dime que sí…
-Prefiero decir: puede que sí.
Quedó mirándola un largo minuto.
-Voy a lavarme; ¿me das una voz para cenar? –Chencho entró en su casa, no sin antes elevar la vista al cielo buscando, quizás en él, la señal que necesitaba.
Ella dejó escapar un suspiro de alivio mientras escuchaba el traqueteo de su corazón. Desfilaron, cual destellos, algunos períodos de su vida y se miró las manos que, aunque laceradas por los años, eran suaves para dar y recibir. Había paz en derredor y oía, como algo cotidiano, los histéricos chirridos de los grillos que se mezclaban, en conjunción inarmónica, con el discordante croar de las ranas en la alberca cercana, como si fuese la adecuada banda sonora para el instante mágico. Únicamente el relincho de algún caballo y el zumbido amenazador de un mosquito picajoso ponían la nota discordante en aquella monótona sinfonía.
-Parecido a otro mosquito de éstos. ¡Qué cascarrabias es! Aunque adorable. Lo quiero desde antes de tener uso de razón, puesto que fue lo mas dulce de mi niñez, y me siento tan afortunada... –aún resonaban las últimas frases en sus oídos.
Y llamó a la cría.
Una cena frugal: sopas de ajo para los tres, algo de fruta, y unos minutos compartidos de insustancial charla, un brindis...
-Por que sigamos unidos –Chencho había servido un chorrito de vino en los vasos de sus sorprendidas anfitrionas, y levantaba el suyo.
-Sabes que no bebo –Elsa estaba reacia, aunque deseaba participar en el brindis.
-¡Abu! ¿Con vino? – La nena tenía su vaso en la mano- ¿Crees que puedo…?
-Elsa, qué un día es un día. Y tú, mocosuela, sólo mojar los labios.
Y se produjo el casi milagro. Con la consumación de un rito ancestral se reflejaron tres rostros esperanzados en el fondo de sus vasos.
Siempre llega la hora de ir a la cama.
Marita leía siempre antes de dormirse. Con las primeras frases cerraba las puertas de la realidad y dejaba que su imaginación rehiciera el cuento pintándolo a su gusto. Aquella noche, dándole hilo a la cometa de sus visiones, se remontó a lomos de un cisne blanco, entre arrecifes de nubes sobre el mar y alumbrada sólo por luceros que brillaban como nunca; con parada encima de un lujoso trasatlántico lleno de gente engalanada que se divertían de todas las formas que la imaginación y el dinero del ser humano ha inventado, mientras la señalaban.
--Es un hada, en una carroza de cristal. –Decían, fascinados, unos.
-Es un pájaro de oro. –Opinaban otros.
Ella se estaba elevando, así que los saludó, y quedaron con una gran dosis de curiosidad. Planeó a ras de las copas de frondosos árboles que emergían de la exuberante e inexpugnable jungla atiborrada de orquídeas con fragancias desconocidas y embriagadoras, aquellas que únicamente existen en el cielo; extrañas plantas con mil matices, tantos como el plumaje de las aves que las poblaban; en la que se vislumbraba un camino sobre el que planeaban, precediéndola para anunciar su llegada, millones de mariposas Monarca en su ancestral, y quizá caprichosa, ruta hasta Sierra Madre, y de cuyas alas se desprendía una nube de un iridiscente polvo que coloreaba de plata los millares de cascadas que dejaban atrás. Con un soplo de aire se elevó otra vez hasta rozar la gloria, se cruzó con otros niños, que a caballo en los innumerables artilugios que sólo la imaginación infantil puede crear, le saludaban agitando sus manos; y al descender, mecida con suavidad, sin perder de vista el sendero, comenzó a percibir los mágicos sonidos de trompetas que anunciaban su llegada a la Ciudad Encantada de un reino que no figura en los mapas. Cesaron éstas cuando las mariposas se perdían a lo lejos en su secular viaje, el cisne tomaba tierra con toda la solemnidad a la puerta real, bajo el sublime arrullo musical de millares de chelos y violines celestiales, que hadas y deidades percutían en su honor. Un lacayo le calzó unas zapatillas con diamantes, esmeraldas y rubíes incrustados en fino tafilete, y con un ademán la invitó a sentarse al lado del príncipe en la carroza de oro, quién, al subir, le besó la mano con cautivadora sonrisa. Tras un corto trecho por calles, a las que alumbraban millones de luciérnagas, tapizadas de pétalos, los recibió el rey con dos besos en las mejillas, y le dio, al son de clarines, las llaves del reino y las que abrían las puertas del palacio encantado. Del brazo regio, y con la sensación de varias mariposas rezagadas aleteando muy deprisa en el estómago, se dispuso a tomar asiento ante una larga mesa colmada de exóticas y olorosas viandas, y como regia invitada, a la izquierda del monarca de nívea barba, quien le dijo con voz grave...
-¡Marita, apaga la luz; y que descanses, amor! –Elsa no se adormecía antes de que lo hiciera su nieta.
-Hoy no has venido a mirar debajo de mi cama...
-¿Y presumes de ser mayor?
-¡Abu..., porfa...!
Elsa fue a complacer a su tesoro, con un beso en la frente que dejó definitivamente roto el hechizo. Tiró de la sábana hasta cubrirse la cabeza y poder ahogar un gemido dentro de la cápsula espacial propulsada a su cielo; sus ojitos inocentes se nublaron con lágrimas y gritaba por dentro, pues ella, ya abuela, no distinguía la diferencia entre lo real y la desbordada imaginación con la que se alimentaba, noche tras noche, la niña. Y es que cuando cerraba los ojos, y giraban los goznes de un millón de ventanas, en perfecta sincronía, se abrían miles de fábricas de colores en un abanico de mundos inesperados y sorprendentes, que convertían la ficción en realidades, y se agrandaban a voluntad. Así que dejó de batir las alas, y se durmió.
A la mañana siguiente Elsa entró en su habitación y notó húmeda una almohada que participó en tantos ensueños a regiones ignotas. Pasó los dedos en sublime caricia por su pelo, y la cría simulaba estar aún dormida.
-No pude estar soñando, era todo tan, tan... -La niña apenas movió los labios.
-Marita, cielo. ¿Hablas? –siguió envuelta en sábanas, aparentando estar dormida para eludir cualquier respuesta.




































Elsa buscaba unas agujas de tejer en el desván; “la leonera”, como ella decía; atiborrada de secretos, con miles de objetos desahuciados que sólo acumulaban polvo, moho y añoranzas; aquellos que ni se le ocurre a uno tirar, por si algún día –improbable- fueran necesarios: varias cestas de mimbre, dos pelotas desinfladas, una muñeca sin cabeza, el armario de tres lunas, la mesita de noche de la bisabuela con su palmatoria de bronce, el viejo baúl de cantoneras latonadas, siempre cerrado con llave, varios escriños y zarandas, el picú con varios discos de vinilo –uno de ellos de los Bee Gees-, quinqués, lámparas de petróleo y de carburo en desuso, una bicicleta oxidada, y rudimentarios aperos; y otros enseres marchitados por los tiempos modernos. Los ojos de la niña se posaron en una alcancía que casi la ocultaba la vieja caldera corroída por el cardenillo. De la tradicional arcilla y, una vez fregada, serviría para sus planes.
-Abu, preciosa, ¿a que es prestosa esta hucha; puedo bajarla?
-¿Le voy yo a negar algo a la pitusa más rubia y encantadora de la tierra?, pero hay que meterle dinero, y ello supone ciertos sacrificios. ¿Estás dispuesta? –la miraba imperturbable.
-Sí, abuela, ahorraré algo, pero tú me ayudarás un poco, ¿a qué sí? No tengo prisa. ¿Cuándo pasen varios años y tenga la edad de Julia, que ya terminó la carrera, estará llena?
-O mucho antes. Venga, que te la estreno con las primeras monedas. Y si se la muestras al abuelo ya verás como se da por aludido.
-¡Te quiero, abuelita! –su arrumaco era directamente proporcional al beneficio obtenido, igual que el de la mayoría de los críos. Y de muchos adultos-. ¿Cuánto dinero puede caber?
-Uy... Bastante si las monedas son grandes y con algunos billetes mucho más. ¿Necesitas alguna cantidad determinada? –le preguntó un poco intrigada.
-¡Noooo..., qué va! Bueno, sí, aunque te preguntaba por curiosidad –prefirió no darle otra respuesta.
Y Elsa se la estrenó. Aunque ella, de la propina de los domingos echaría algunas rubias, y...
-Grano a grano se hace granero, suele decir Elsa –tanteaba Marita el sonido-, y de mayor puedo tener suficiente para comprar el barco.












Y Chencho cuidaba de su güertín; en el que con sudores y muchos afanes cosechaba hortalizas y frutas. En las épocas propicias sembraba las semillas, amparándolas de las heladas, con cañizos para en época transplantarlas a unos rectángulos de tierra fértil con pasillos en derredor; allí recogía lechugas, repollos, grelos, pimientos, tomates, habas, guisantes y toda clase de plantas comestibles, que surtían la despensa de Elsa, la de muchos vecinos y la suya propia. Sus manos, que tenían mucho que dar y aceptar, se habían vuelto ásperas hartas de cavar, de arrancar cardos y malas hierbas, pero mimaba sus fresas, matas de hierbabuena, poleo, mejorana y otras hierbas aromáticas o medicinales que completaban las variedades que le agradaba cultivar. A la niña le encantaba conocer y ayudar en toda la parafernalia que este oficio llevaba, y daba cuenta, en la época, de las almibaradas fresas y fresones.
-¡Abu!..., ¿T’as? –Marita traspasó la cancilla sin verlo.
-¡T’oy aquí!... –Irguiéndose levantó un brazo. Un pañuelo en forma de cachirulo le empapaba el sudor.
-Y, ¿qué haces? –llegaba corriendo por los senderos.
-Fíjate donde pones los pies, terremoto, que están recién regadas las tablas de esos semilleros, y si los pisas te doy un pescozón. –Tuvo que gritarle.
-¿Vas a sembrar lechugas? –había cedido en su carrera.
-¡Calma, enana!..., ten calma. No, voy a plantar tomates, ayer fueron las lechugas. Y habla bien; se siembran las semillas, se plantan o trasplantan las hortalizas, las verduras, los esquejes, los árboles, y todo lo que ha germinado.
-¡Ya!, ya entiendo –lo abrazó con mimo.
-¿Me ayudas?
-Depende..., ¿si tienes la suficiente habilidad para persuadirme…? -un guiño acompañó sus palabras, mientras con el pie dibuja círculos en la tierra.
-Si husmeas en el bolsillo de mi chaqueta, quizá encuentres suficientes medios de persuasión…, y algunos, quizá, son de menta.
Corrió hasta el peral, de cuyas ramas pendía. Y con la boca llena de caramelos…
-A ver, ¿qué hago? Si no fuera por mí, abu, esta huerta sería un desierto.
-Estoy seguro de ello. Vas arrancando con cuidadín las plantas que veas más grandes para que salgan con todas sus raíces. Si alguna se resiste, la dejas; tiene poco riego y se rompería.
-¿En este semillero? –ya estaba echada en el tablero que servía de soporte móvil a quince centímetros del suelo para no pisarlas.
-¡Noooo, que esos son pimientos!, del que está más adelante, en la esquina. Ten cuidado, y no te apoyes mucho en el borde, que está algo desclavado.
Marita cambió al soporte contiguo y empleó todo su afán en arrancar plantitas, entre tanto él las trasplantaba con la separación conveniente en la tierra preparada de antemano. Al tapar las raicillas con una vieja azada, abría el surco siguiente, silbando alguna cancioncilla popular.
-Es: ¿Al coger el trébole?...
-Sí. Vaya oído que tienes. ¿Y sabes cuál es ésta? –silbó: Pasa la tuna en Santiago...
-Claro. Es la preferida de Santiago. ¿Sabes que quiere organizar una rondalla, o quizá un grupo musical?
-¿Ese grandullón presumidillo y algo pedante?
-No lo es, abuelo, sino un compañero de cole muy majo - Marita sabía que el chico no le había entrado a su abuelo por el ojo derecho.
-Bueno, como al final no te casarás con él… –vaticino convencido.
-¿Y si sí? –La espontaneidad de la respuesta lo desarmó.
-No sé, no sé..., venga dame plantas. Ocho o diez, que no tengo sitio para más –uno no quería seguir con la cuestión, y la otra tampoco.
Acababan la tarea al punto que Elsa les gritaba desde la puerta trasera:
-¡Niños!, ¡la mesa está puesta!
-Vamos en cinco minutos –Chencho estaba terminando.
-Toma, planta las dos últimas. Te echo una carrera hasta la casa y te doy ventaja. Cuento veinte y salgo detrás de ti.
-Treinta.
-Veinticinco, y ni uno más. ¿Tamos…?
-¡Tamos! A la una, a las dos... y... –Chencho echó a correr mientras ella contaba, uno, tres, cinco, siete...
Lo adelantó a media carrera y él llegó sudoroso.
-¡Tramposa, y más que tramposa! –Jadeaba- contaste de dos en dos.
-Aceptaste veinticinco, sin otras condiciones, así que has perdido.
-¡Vete al diablo!
Elsa los observaba con gesto divertido.
-¡Cómo niños! No sé quién de los dos tiene menos juicio. Venga, pasad al lavabo, que enseguida nos sentamos a comer.
Preparaba cocido maragato dos días a la semana, aunque lo comían a la inversa, sin hacer honor a la frase que originó tal costumbre: si sobra, que sobre caldo; es decir, el primer plato: sopa de fideos, de segundo los garbanzos con su relleno, tocino, panceta, chorizo, morro y oreja de cerdo, carne fresca, etc., y el postre tradicional: natillas, con el inconfundible aroma de la canela, aunque a veces las sustituían por fruta. Era un tradicional y cotidiano homenaje al cerdo y sus productos.
-Elsa... –Marita habló en voz baja soplando la cucharada de sopa.
-¿Quema?
-No. No quema...
-¿No te gusta?
-Sí, no es eso, abuela; la sopa que haces está tan rica que no entiendo por qué Mafalda odiaba tanto la de su mami. Aunque creo que es porque el fideo que tú pones en la sopa está lleno de complejos.
-¿De complejos?
-¡Sí! Que tiene complejos. Los fideos que compraba la mami de Mafalda no los tenían.
-Demontre con la cría –Elsa asombrada; Chencho regocijándose- ¿de donde has sacado eso?
Se levantó como un resorte, y Chencho enarcó las cejas lleno de curiosidad mientas Elsa se encogía de hombros, y ella se perdió por el pasillo. Al volver traía el libro “10 años con Mafalda”, y les enseñó una viñeta en la que ésta se dirige al Almacén Don Manolo y hace un comentario similar.
-¿Veis?
-Habrase visto, la mocosa... Esto es el acabose... -Elsa intentaba disimular el regocijo que sentía.
-Será, como decía ella, el continuose del empezose.
Las miradas que cruzaron los mayores hablaban de fugaces y engañosos momentos infantiles tan cercanamente lejanos. Y sonrieron.
-Recuerda que al ir al colegio tienes que llevar esas botas al zapatero para que le ponga tapas; ya sabe Prisci. -Elsa quiso cambiar de cuestión indicándole una bolsa que colgada del picaporte-. Y al salir, me compras unas bolas de azulete. ¡No te olvides!
Gesto huraño de la niña.
-¡Ah! Y una caja de imperdibles.
-Debes matizar, Elsa: imperdibles para zurdos –observación de Chencho nada oportuna si observamos la cara de ambas.
-¿Para zurdos, abu...?
-¡Claro..., mocosa, Elsa lo es...!
Ésta, sin darse por aludida, continúa:
-Y, si te acuerdas, pasas por...
-Creo, Elsa- chilló Marita-, que estás violando las leyes que prohíben que los niños trabajen.
-¡Oye deslenguada! Si no te castiga tu abuela, que no lo hará, seré yo quien te encierre en el cuarto de los ratones.
-¡Ja, ja, ja...! Como no encierres a Mafalda a mí..., plim... –rápida contorsión sobre si misma con la expresión victoriosa de niña encaprichada.
Era evidente el fingido enojo del abuelo, y el silencio se tensó hasta romperse:
-Anda, sé buena, o tendré que leerte la cartilla antes de irte. Pídele perdón.
Ella, remolona, se fue acercando, sin que él hiciese el menor gesto de aproximación, y le susurró con mimo:
-Abu..., te perdono...
Y brotó una carcajada. Triple.












Remembraba Marita instantes de su vida: cada alegría, cada lágrima, aquellos desconsuelos o gozos inenarrables, que retrocedían y avanzaban en el espacio, como cuando el pasado nos visita entre las tercas sinuosidades de la memoria. Le dolían los adormecidos nudillos de la presión ejercida sobre el cuadro durante interminables horas. Temía no poder soltarlo, ni soltarse.
-Cuántos ratos de paseo contigo por el parque, abu. Leías el periódico sentado en tu banco, mientras yo provocaba tu mal humor al chapotear con los zapatos en los charcos, o intentando tapar el surtidor de agua que aquella rana de bronce lanzaba con precisa puntería al angelote de mármol del centro, sin que, aparentemente, te dieses cuenta. Miradas de reojo, aunque ni una reprimenda, ni cuando mojada llegaba a casa estornudando, y Elsa se enfurecía contigo. Solo dejabas escapar alguna risita burlona si ella me ponía inyecciones para el resfriado y, con una mezcla de lloros y mocos en mi cara, te amenazaba:
-Más te vale que no te acerques a mí cuando sea enfermera; te vas a acordar de estas risas... Y cuando lo fui me faltaron mil pares de manos para cuidarte.
Un día, ya casi una adolescente, observaba al abuelo fumando con deleite una pipa. Mantenía el humo en su boca, y lo expulsaba, con lentitud, a pequeñas bocanadas, mientras su mirada seguía las volutas elevándose hasta el techo. Y curiosa, como siempre, le comentó:
-Abu, ¡a que no te gusta fumar!
-¿En qué te basas para decir eso?
-En que no tragas el humo, ni fumas todos los días. Y cuando lo haces, siempre en esa cachimba.
La niña odiaba el tabaco, pero le encantaba el olor del de pipa, y él tenía como oro en paño un maravilloso ejemplar de espuma de mar, que las hábiles manos de algún turco tallaron, con forma de sirena, hacía muchos años. Era una joya y como tal pagó su precio después de un hábil regateo, tras el que se sintió frustrado pero satisfecho; y, efectivamente, sólo la encendía una vez a la semana. Acabado el rito, y después de consagrar todo el tiempo del mundo a su limpieza, y con la meticulosidad rayana en el fervor; la guardaba en un primoroso estuche de cedro tallado que no desmerecía de su contenido.
-Es que a las pipas hay que dejarlas reposar, por lo menos, cuarenta y ocho horas después de usarlas, ¿satisfecha tu curiosidad?
-Aún no, abu. ¿Qué quieren decir las palabras de la tapa?
-” ¿Lüle tashi…?” Supongo que: Espuma de mar, en turco.
-¡Ah!
Quedaron callados. Uno, mientras disfrutaba de su cachimba, escribía en un bloc. Otra leyendo y jugando, hasta que...
-Abu, ¿qué escribes en ese cuaderno?
-Verás, amor; es un diario con renglones torcidos. Lo comencé hace muchos años y lo sigo siempre que puedo, o tengo algo interesante que añadir.
-¡Ah!, un diario..., ¿y es secreto? –preguntona, era el idóneo adjetivo.
-Los diarios sin íntimos; y en ellos volcamos nuestras experiencias, y las ensoñaciones que se elaboran con los ojos abiertos, para poder recrearnos a la postre con ellas. Es como ponerles un salvavidas. Otras, menos agradables; es decir, las que dejan arañazos y hasta dolorosas cicatrices en el alma, no aparecerán; puesto que con un simple roce postrero en ellas comienzan a supurar, y nos conducen al infierno de revivir su escozor.
-O sea: ¿escribes lo que te pasa todos los días? –ella seguía con ansia de conocer.
-No exactamente. Hay días, semanas o incluso meses que no me ocurre nada digno de que figure en él, aunque necesito tener siempre fresca la tinta de mi Montblanc.
-¿Lo puedo leer, abu?
-Lo puedes leer, tesoro, pero dentro de unos años.
-Ya soy mayor, abuelo; no sé si te das cuenta que ya voy al instituto. Anda. Déjame.
-No te voy a negar este capricho, pero a su debido tiempo yo decidiré, si vivo, el momento en el que estás en condiciones de ojearlo e interpretarlo. Podrías no entender algunos pasajes, y sería para mí muy complicado tener que darle explicaciones a una mocosuela.
-No soy mocosuela, ya me doy cuenta de algunas cosas y te repito que soy pequeña, pero no tonta –cierto; ya no era una cría insignificante. Ni tonta.
-Veo que nos entendemos... Dame un abrazo de oso.
-Será de osita. Te quiero, abu… ¡Ah...! necesito pilas para mi radio con escuchines. ¿Tienes alguna?
-Creo que sí. ¿De larga duración?
-¡Claro, tonto! Alcalinas, de las que usas para ti.
-¡Ya me gustaría que lo fuesen! Pero...
-¿Qué no tienes? ¿No dijiste…?
-Que sí, que las tengo; espera que te las doy. Y deseo que las normales que me pusieron cuando nací, ya que aún no había alcalinas, me cundan mucho.
-Bueno…, voy a estudiar un rato. –En su lindo rostro, salpicado de pequitas, aleteaba una sonrisa traviesa. Necesitaba que él tuviera cuerda para rato.
-Sí, vete; buena falta te hace. Creo que las mate se te atragantan algo.
-¿Y tú qué sabes? –mostró una fingida insolencia.
-Yo lo sé todo. ¡Todo!, un pajarito me lo cuenta..., todo.
-¡Ya! un pajarito. ¡Ja, ja! Y yo voy a buscar el chupete, ¡no te fastidia el “listo”!
Marchó muy enojada haciendo gala de su desparpajo y esa naturalidad que los niños utilizan cuando quieren; aunque su genio se disipaba de la misma forma que la espuma del cava.
Chencho, al acabar de comer, cogió sus bártulos y salió. Pintaba la fachada posterior, bastante desconchada, de un molino maquilero situado en el cauce del río cercano. El deterioro galopante que sufría; los fresnos, junqueras y sauces que se reflejaban en el agua remansada en la presa existente, para impulsar la piedra que molía en otras épocas los cereales, proporcionaban un rústico encanto pictórico a la obra.
Marchaba por la vereda con los bártulos de pintor al hombro y su caballete debajo del brazo; el sombrero y una silla de tijera completaban el ajuar. Merecía la pena disfrutar de aquella quietud en el que perdía la noción del tiempo, aunque recogía tan pronto se ponía el sol y cambiaba la tonalidad. El retorno le servía para desentumecer sus piernas. Caminaba con aire cansino, ligeramente escorado hacia la cuneta de babor y tropezando, a ratos, con los sedimentos acumulados en sus articulaciones, mal llamados reuma. Lo hacía sumergido en la contemplación de viejas estampas, que no son sino un revoltijo de evocaciones perpetuadas en el tiempo -aunque a esa edad debieran ser más frecuentes los olvidos-, que pugnaban por asomarse a su mirada; unas muy nítidas, tanto más alejadas; otras cercanas y más desvaídas, que, como acontecimientos enclaustrados, yacen en los estantes de esa vitrina que es la vida y se observan, a veces, a través del cristal esmerilado.































El primer año constituyó una tortura, pero vivir en el mar era su ambición más firme para abrirse camino en la vida; se adaptó a su nuevo compañero con tal simbiosis que tuvo la certeza de que se necesitaban sin poder coexistir el uno sin el otro. Las grandes travesías dilatan el tiempo; proporcionan innumerables emociones y, sobre todo, muchas horas para meditar sobre temores, distancias, penas, alegrías… A través del ojo de buey de su camarote observaba en un mundo de mar y estrellas, cómo se elevaban las monótonas y siempre cambiantes crestas del oleaje y, en alguna ocasión, la agradable compañía de los delfines saltando al lado de los barcos.
Tras casi veinte años de navegación por los siete mares, en los que cruzó en muchas ocasiones el Cabo de Buena Esperanza –de Poca Esperanza, decía él- y sólo una vez dobló, aterrado, el Cabo de Hornos -allí en el que da la vuelta el viento, según apuntan algunos lobos de mar, y donde no me busquéis, si me pierdo; si acaso estaré no muy lejos: hincado ante al Perito Moreno, o absorto ante el esplendor de las Torres del Paine, aseguraba convencido-, recaló en Shanghai; y como el buque necesitaba una reparación, pidió la cuenta entusiasmado por la belleza y el exotismo de una metrópoli tan cosmopolita. Había ahorrado suficiente dinero para disfrutar unas vacaciones, con posibilidades de enrolarse cuando quisiera y cambiar derroteros. No lo pensó dos veces: alquiló una habitación en un discreto y limpio hotel cercano al puerto dispuesto a vivir su aventura particular. Hablaba bastante bien el inglés y nada de chino, mandarín o cualquier otro dialecto de los allí usuales, pero se haría entender, aunque fuese por señas. Quería recrearse en aquella ciudad, visitándola de parte a parte, descubrirla aunque fuese montado en bici, y, en efecto, pronto quedó atrapado por ella.
En el ambiente flotaba algo intangible, similar a un halo enigmático que sólo percibían algunos forasteros. Había leído tanto sobre la cultura china, que cada esquina, cada rincón; las personas, incluso algunas de las actitudes y situaciones cotidianas, estaban, para él, impregnadas de ese misterio.
Erró sin prisas; capturaba con su cámara instantáneas de paisajes, de monumentos y de todo aquello que llamaba su atención; incluso pedía permiso con mímica a muchas personas para arrebatar con avidez instantes irrepetibles. Eran condescendientes, además de agradables y atentos con los forasteros, y casi nadie se negaba. La ciudad vibraba con una febril actividad y sufría una circulación abigarrada y caótica con porrada de peatones impacientes, y ciclistas a tutiplén, que le recordaba a Ámsterdam y otras ciudades que conocía. Vapores y barcazas amarrados a los muelles, y otros, que surcaban el río, repletos de productos importados o manufacturados en sus fábricas con destino a todos los continentes. Quedó maravillado con la suntuosidad de El Bund. Conservaba intactos los edificios neoclásicos erigidos por los magnates y las mayores fortunas imperialistas de Asia, mezclados con otras heterogéneas y variopintas construcciones en una mezcolanza de tamaños y formas del Shanghai antiguo, y muchas de ellas restauradas con habilidad, con numerosos bazares, tiendas, tenderetes y restaurantes en la compleja red de angostas callejuelas de la zona vieja que conservan esa esencia de glorias pasadas -que son el contrapunto a la magnificencia de la moderna gran urbe-, y en las que bullía la gente como en un mundo de prisas, y de las que a duras penas se podría salir bien parado, le conquistaron con la misma potencia que un imán atrae a una minúscula esquirla de hierro y en ellas, como ávido cazador de momentos irrepetibles, capturó instantáneas de personajes y situaciones cotidianas del entorno, dignas de figurar en prestigiosas exhibiciones.
Conviene destacar que la culminación de su asombro la vivió en aquellos placenteros parques; grandiosos y tan bien cuidados que tenía la ciudad para el recreo de indígenas y foráneos. Los orientales llevan milenios empeñados en mejorarlos para disfrutar de ellos y en ellos.
Quiso retener para el futuro una escena algo extraña que le aconteció, y algunos días después iniciaba así su diario:
Deambulaba por Shanghai de acá para allá, más despistado que pato en un campo de tiro, y sin tregua para un necesario relajo. Como mironeador nato, me atraían tanto sus imponentes monumentos como las casitas de los barrios; los festejos tradicionales y para mí exóticos, la policromía de la vestimenta y miles de detalles, aparentemente insignificantes, y desapercibidos para los nativos.
Me detenía ante escaparates con productos para ricos, es decir, joyas, muebles, y hasta ropas con etiquetas doradas y muchos ceros, o ante los concesionarios de coches imposibles, como yo los apodaba. Revivo el último, y relataré un pseudo-sueño: Contemplaba, a través del cristal, un automóvil rojo de una marca muy conocida –creo que un caballito con las patas delanteras en alto-, del que hasta para un inexperto como soy yo, se enamoraría. A un varón, con uniforme similar al de comandante de vuelo o de chofer de alguna personalidad, se le salían las órbitas con una mezcla de admiración y asombro al escuchar las explicaciones del empleado servicial –y podría agregar que, por sus ademanes, hasta servil-; y como por encantamiento me encontré de copiloto del vehículo que se deslizaba sin ruido alguno por una autopista larga y recta, a tal velocidad que era difícil observar el paisaje, aunque sí la cara de satisfacción del habilidoso conductor, el cual la cambiaba por una mueca de fastidio cuando con el acelerador casi tumbado no era capaz de despegar. Cedió en el intento, frenazo brusco y...sentí un golpe de mi frente contra la vidriera del escaparate que me situó de nuevo. Sin duda que debió ser una alucinación. Daba fe de ello el chichón de mi frente, y que desde el otro lado me miraban ambos, aunque con cierta indiferencia. A veces el subconsciente nos proporciona situaciones anormales, por no decir enigmáticas.
Y seguí de andante, consciente de que la gente prestaba atención a mis posturas -a veces con la boca abierta de asombro y sin el consuelo de poder preguntar-, ante cualquier maravilla, y al ligero balanceo, consecuencia de los muchos años embarcado, que imprimía a mis pasos una peculiar y cadenciosa forma de andar que contrastaba con el apresurado y menudo caminar de los nativos. Tenía interés en encontrar, más que buscar, acaso por cierta deformación profesional, algún instrumento de navegación empleado en los barcos antiguos. Una bonita brújula nivelante y otra de limbo móvil, además de alguna carta celeste eran las primeras piezas de la iniciada colección, así que me detenía con curiosidad en los puestos callejeros y penetraba en los bazares donde un baturrillo de objetos, muchos aparentemente inservibles, me atraían. Algunos muy originales, aunque al intentar conocer su utilidad, tropezaba, cual si fuera con la Muralla China, con la barrera idiomática. Compré lo que era de mi agrado, sabiendo que al volver de vacaciones maravillaría a grandes y pequeños. En una peculiar tienda llamó mi atención un antiguo sextante de metal dorado del siglo XIX, en estado aceptable; y tras remirarlo un largo rato, lo adquirí. El vendedor, un señor entrado en años que me recordaba con sus luengas barbas al Fu Man Chú de las películas de mi infancia, el cual abrillantaba una lámpara de bronce, de aquellas que se utilizaban para alumbrar con aceite, y que le hubiera creído si me llega a asegurar que era la de Aladino, me regaló, acaso por no haber regateado el precio, una extraña cajita de cartón de escaso valor y algo original, que premié con una de mis mejores sonrisas.
Inclinado a plasmar con mi cámara el alma que se muestra en la cara de muchas personas, tenía ante mí un peculiar e idóneo personaje, así que casi imploré el permiso para fotografiarlo, enseñándole la cámara con el dedo índice en alto. ¡Cuanta belleza cabe en una cara tan arrugada como los higos en otoño, con una luenga barba y cejas muy pobladas que enmarcaban dos pequeños ojos, en la que se vislumbraban los estragos de la vida! Con el brillo especial en su expresión, incluso sus ropajes, proporcionarían una foto espectacular para mi álbum. Un ruego gestual, aunque comprensible, el movimiento afirmativo de su cabeza y disparé la cámara mientras me descubría una desdentada sonrisa. No me atreví a más, y como cazador de instantes quedó colmada mi dosis diaria. A mis corteses y occidentales gracias correspondió con varias inclinaciones, y salí muy contento. Una excelente pieza náutica para engrosar mi colección y una buena foto; ¡ah…! Y un regalo.
El sextante, en su estuche de fina y oscura madera -quizá caoba-, era una pieza única que bien podría figurar en cualquier museo náutico y gocé con la compra. La cajita parecía una baratija de cartón sin el más mínimo interés y a punto estuve de dejarla en una papelera al salir, y si no lo hice fue por un impulso llamémosle náutico. Algún marinero aburrido la habría confeccionado en un rato de ocio.
-Bueno –dije-, la utilizaré de salero-broma pues con un simple golpe saldrá todo el contenido hacia el plato del comensal.
Llegué a última hora al hotel, con cansancio por el ajetreado día; una ligera cena y me acosté.
La cajita en forma de dado se expandía con lentitud, hasta convertirse en algo enorme. Frente a mis ojos se destacaban con nitidez unos números entre otros caracteres chinos del periódico que lo forraba, mientras el resto parecía esfumarse; empinado, al asomarme a uno de los agujeros me absorbió hacia su interior. Había espacio: vacío, etéreo, inconmensurable. Yo volaba, mejor dicho levitaba. El sextante estaba en mis manos como si de una lira se tratara, y en un estado de sublime felicidad sin que nada que me agobiase.
Perdí la noción del tiempo y su expansión debió llegar a un límite, pues se achicaba poco a poco. Se empequeñecían los agujeros, venían las paredes hacia mí y comencé a sentir claustrofobia. En un impulso desesperado salté hacia afuera. Y el salto fue literal; estaba medio despierto, tendido sobre la alfombra, bañado en sudor y con evidente malestar en un brazo.
-Joer... con el dado –mascullé lastimado y con malhumor-. Algo sorprendente me acababa de suceder.
Miré hacia la mesita de noche, y allí estaba. Como si se burlara de mí.
Al incorporarme, somnoliento y dolorido, lo cogí y observé una de sus caras. Allí estaban aquellos pictogramas y números que vi en mi sueño. E intrigado, pregunté, al salir, en la recepción del hotel sobre el significado de los mismos.
-Es la fecha de este periódico, señor; en primer lugar el año con números y a continuación el año con nuestros ideogramas; después el mes de la misma forma, y al final el día; encima se ve parte de la cabecera, aunque ésta no se aprecia bien. Es de hace muchos años. ¿Se la anoto? –la amabilidad del empleado rayaba en el servilismo.
Asentí con un gesto de agradecimiento aparentando indiferencia y guardé el papel en mi bolsillo.
-¡Hay que joderse…! Es otra broma de tu subconsciente, y van dos en poco tiempo, amigo Chencho; tienes que ser más realista –mascullé convencido al regresar a mi habitación tras el desayuno, para dejar la caja.
A los pocos días salí para recoger las fotos reveladas de los dos últimos carretes, al lado de una biblioteca pública. En mi bolsillo tenía el papel arrugado con la fecha del periódico. Entré con una pizca de curiosidad por comprobar si existía en él una hemeroteca. Una mujer joven y muy agradable, deshaciéndose en reverencias, me acompañó a la zona reservada. En gruesos volúmenes tenían clasificados los diferentes periódicos locales y nacionales. Gotas de sudor perlaron mi frente al ver la ardua tarea que tenía delante.
-Pero..., ¿qué busco? –dije en voz alta.
Llevó el índice a la boca y, comprendiendo, le ofrecí mis disculpas.
Ya conocía la fecha, y era éste un dato importante, pero no en que periódico se publicó. Más de dos horas escudriñándolos, hasta que en uno de los últimos, como siempre suele suceder, lo encontré; destacando en una de las páginas interiores y parecía un anuncio comercial. Insertado un burdo dibujo de mi dado, con un texto en chino y en inglés, que traducido decía algo así:
“”Soy un ser astral, creado tras el Gran Estallido, con conocimientos muy avanzados que he viajado en espacio y tiempo a la velocidad de la luz, a bordo una mota de polvo estelar, desde esa cuarta dimensión galáctica que tanto cacareáis y no conocéis. Una forma de vida en la que hemos desarrollado nuestra inteligencia grupal, con altos niveles de espiritualidad, y cada individuo cumplimos en ella funciones de neurona unicelular. Mi nombre no importa, es una mezcla de códigos enigmáticos para vosotros, seres transitorios. No abundamos; podemos adquirir una estructura invisible y amorfa con movilidad propia, mutando a voluntad nuestra forma física, e incluso podemos alojarnos en cualquier órgano viviente. Adaptados al tiempo actual, hemos evolucionado tanto en los últimos siglos, que vosotros, que presumís de seres inteligentes y estáis encerrados en un cuerpo mortal, no llegarías nunca a comprender. Somos seres tan diminutos que los hombres no nos distinguís ni bajo el microscopio, aunque estemos camuflados dentro de alguno de vosotros o a vuestro lado. Yo tengo, durante miles y miles de años cósmicos, la misión de dirigir, mediante señales con energía de estimulación cerebral, al ser que elijamos para que, tutelando su armonía interior, consiga la felicidad. Anhelo que tú seas esa persona en este siglo terrestre, y para ello estaré cerca de ti pese a que no sea de tu agrado. Puedes llamarme siempre que me necesites. Para ello has de aceptar mi recomendación.
Veo el escepticismo plasmado en tu rostro; eres dueño de continuar o dejarlo, y olvidarte de lo que he expresado, pero ten en cuenta que lo que lees está escrito y editado por alguien que, sin saberlo, ha sido nuestro mensajero terrícola. Y no me enrollo, que es algo que se nos ha contagiado de vosotros, los humanos, así que voy a resumir:
La cajita que tienes en tus manos con forma de dado y características peculiares es mi albergue actual, no me verás por mucho que lo intentes, pero si tienes fe, y me llamas, te ayudaré siempre que seas capaz de interpretar las misiones que te facilitaré. Si la giras como una peonza sobre esa bolita de su base, no podrás volverte atrás. Se parará apoyado en uno de sus lados, quizá el que señale el norte, o tal vez el este; y notarás que sale de su interior un aroma característico. Si corresponde al de una comida o bebida se activarán, además, tus papilas gustativas y tendrás su sabor en la boca. Dirígete hacia el punto cardinal que indica y estate atento a todo lo que te rodea, a los estímulos que recibirás para frenar tus indecisiones; puede que pase mucho tiempo, pero encontrarás algo que huela o que tenga el mismo sabor. Observa todo a tu alrededor; que yo dirigiré tus impulsos; síguelos, disfruta de todo lo que aparente ser grato. Acaso no tengas necesidad de girarla otra vez, pero si te encuentras en alguna disyuntiva o encrucijada, hazlo; volverás a oler mi señal y te guiaré para que tomes la decisión más acertada; y no abuses: siento mareos con esos giros tan rápidos, y aunque me repongo con facilidad, te abandonaría si llego a cansarme.
Eres, como tus congéneres, un cúmulo de estímulos, y por y para ellos vivís: amor, odio, calor, frío, luz, sombra, y mil más os espolean a cada momento. Toma los positivos, goza de la esencia originaria de la vida y bebe con ansia en sus fuentes la energía del universo en tu mundo, paralelo al mío. Huye de todo lo negativo. Deja que el espíritu impere sobre la materia; que el amor se adhiera persistente a las arrugas de tu corazón cuarteado, y ama intensamente. Si demuestras siempre la grandeza de tu ser; si amas en lugar de odiar; si devuelves bien por mal de la misma forma que el perfume del sándalo impregna al cuchillo cuando lo corta; y nunca quiebras las ilusiones que anidan en el alma de un niño, y si al recorrer tu camino te detienes unos minutos para consolar a otro lloroso, hasta que te premie con una sonrisa que irradiará más luz que mil soles, y tampoco pasas de largo ante los escombros sin admirar el tinte vivaz de las preciosas flores que entre ellos han brotado; si no humillas la pobreza; si contribuyes a que las alambradas de espino se substituyan por setos de unos mirtos que nunca sean hollados por los tanques; y luchas para que sean abolidas hasta las armas de madera con las que juegan algunos chiquillos, prometo regalarte, además de participar en mi viaje de proyección en el tiempo a una dimensión ignota, las percepciones sensoriales más felices de tu existencia.””
Lo leí tres o cuatro veces sin lograr, ni querer, que se rompiese el encanto, y permanecí un tiempo indefinido mirando abstraído cómo un par de polillas revoloteaban alrededor de la bombilla.
Inquieto con aquella pesadilla nocturna, toqué mi frente. Sentía aún el malestar en el brazo y no aparentaba tener fiebre, aunque, de súbito, me estremecí. Tras una breve indecisión, copié el texto y lo guardé, cual si fuera un secreto a resolver.
-Nunca se sabe –pensé-, la vida misma está llena de premonitorios misterios y extraños auspicios que, en muchas ocasiones, nos parecen inverosímiles; incluso sobrenaturales. No obstante mi osadía no era tanta como para traspasar aquel umbral, o querer profundizar en lo accidentalmente hallado.
Salí, no sin expresar mi gratitud a la bibliotecaria con una inclinación que ella devolvió multiplicada, además de una mirada encantadora y añadiendo mil sonrisas; recogí las fotos reveladas y volví al hotel convencido de que no era producto de mi desbordante imaginación, sino una tomadura de pelo. Algunos viandantes movían la cabeza de lado a lado, como en mi tierra, al percatarse de mi espontánea risotada; aunque estaba seguro de no estar loco, y sí muy despejado. Me dirigí a una acogedora casa de té, y la di cuerda a la consumición, mientras admiraba el verde intenso que transmitía la lluvia a las plantas del jardín cercano, hasta que terminé de saborear la taza de Ping-Cha. El aroma y su sabor dulce y fresco ratificaban que no soñaba..., estaba muy caliente y la taza temblaba en mis manos, obligada, quizá, por alguna fuerza extraña.
Las fotos eran magníficas, y con ellas había llenado el primer álbum. Las ganas no me faltaban, habría más. Muchas más.
Contemplaba, perplejo, el dado mágico sin atreverme a girarlo, no sea que al explorarlo descubriera insondables misterios. ¿Qué extraños designios ocultaba? Y de repente me percaté de no haber visto, entre las reveladas, la fotografía del señor que me lo regaló. Intrigado, repasé los negativos y el que correspondía a ella estaba velado. Un escalofrío seguido de un sudor helado me recorrió la espalda y no fui capaz de ocultar mi decepción.
-Habelas..., hailas. ¡Qué razón tenía mi madre!
Uff… Necesitaba ordenar mis ideas, ya que pasaron por mi cabeza los complicados hechizos y poderes de hadas, magos, meigas y otros seres de los cuentos de la cultura oral que de mi madre heredé, al amor de la lumbre, o para que durmiera plácidamente y que, casi siempre dando alas a mi imaginación, hacían el efecto contrario: quedaba en vela toda la noche, ya que la fantasía emponzoñaba las horas, llenándome de pavor.
Estaba incómodo, aunque no inseguro; así que cogí la caja-dado entre los dos pulgares y decididamente con un fervor rayano en lo religioso, la giré con fuerza. Emitía un familiar zumbido, similar el que originaban las peonzas de mi infancia cuando “se dormían”. Estuve con el corazón encogido y los nervios en tensión hasta que se detuvo con el lado del oeste apoyado en la mesa y..., no pasó nada. Desencanto absoluto.
-¡Chencho! –Comenté en voz alta- que ya eres mayorcito para creer en brujas...
Aunque...
Percibía un leve olor. Por la entreabierta ventana no entraba. Puse la cajita bajo mi nariz y aspiré con cierto deleite, más incrédulo que asombrado, o viceversa, ya que emanaba de ella un penetrante olor a hierba recién segada. La posé y quedó señalando, otra vez, el oeste. ¿Acaso comenzaba a desvelarse el misterio?
Recuerdo con vaguedad un leve aldabonazo en mi pecho, y el traqueteo de mi corazón como el “chu-chu” de una locomotora, ese monstruo bufante, a punto de descarrilar; y no soy consciente de cuánto tiempo permanecí como en trance. Anochecía y reaccioné bastante aturdido, aunque mi cuerpo paralizado pesaba toneladas.
-Saldré a que me de el aire…
Pero desperté en la cama con la camisa desabrochada.
-¿Qué ha sucedido? –estaban a mi lado el gerente y una jovencita con un aparato de auscultación.
Tradujeron las palabras de la enfermera:
-Sufrió un mareo y rodó por la escalera. Tiene alguna magulladura leve. Le volvimos a acostar. No es nada..., no se preocupe, señor.
Recordé haberme levantado con las piernas agarrotadas. No le di importancia, y el tiempo confirmó que no la tenía, aunque en mi interior prevalecía una sensación de frío y e impaciencia. Estaba acojonado, muy acojonado.
Pasó más de una semana y crecía su incredulidad. Ni rastro del olor a hierba segada.
Una agradable mañana de un día festivo y diáfano, que parecía no ser diferente a otros, vagaba a su antojo y bastante desorientado, hasta que sus pasos le llevaron a un luminoso parque en el cual paseaban numerosas personas ataviadas con elegancia que departían con elocuentes gestos; familias con muchos niños gritando, como estorninos alborotados, en un idioma cantarín que no podía comprender; y otros, que, entre risas y con la ayuda paternal, soltaban cuerda a sofisticados cometas que, como golondrinas amaestradas, volaban por los caminos del cielo hasta teñir de colores los agujeros negros como hicieron hace siglos con un arco iris antes monocromo, y de las que pendían millares de fantasías e ilusiones en forma de cintas llamativas; personas de todas las edades practicando ese Tai Chi tan plástico y tradicional; y todo aquello componía un conjunto armónico y atractivo en un jardín plagado de árboles vetustos, floridos camelios, rocallas llenas de plantas y flores por doquier, estanques en los que sólo las carpas eran dueñas de su serenidad, pabellones, pérgolas y pequeños puentes, más decorativos que necesarios para cruzar sinuosos riachuelos rebosantes de nenúfares y flores de loto; además de cientos de apacibles rincones que incitaban a participar de un relajante embelesamiento en el que se hacía a cada momento más perceptible un leve olor a heno recién segad.
Éste se apreciaba con más intensidad al adentrarse hacia el oeste, de donde provenía la brisa, y hacia aquel imán se dirigió. Al rodear un arbusto apareció en su campo de visión la espalda de una mujer sentada en una silla plegable que llamó su atención sin que percibiera el motivo: camisa de seda celeste arremangada de la que emergían unos nacarados brazos en movimiento, y por éste intuyó que estaba bordando. Se acercó con discreción hasta situarse detrás y a poca distancia y no, no bordaba; estaba plasmando en un lienzo, con soltura y decisión, aquel bucólico vergel. Su paleta contenía los colores primarios y secundarios que, con maestría, mezclaba entre si, y aplicaba el óleo con la misma delicadeza que derrocha una oriental al servir el té. Chencho advirtió que, enfrascada en su obra, nada la distraía, aunque pudo intuir, más que ver, que alguien estaba detrás; así que ladeó la cara hacia el curioso que contemplaba su paisaje. Él, confuso, sólo pudo decir, inclinándose con las manos juntas:
-Excuse me.
-There’s nothing to forgive –respondió la dama en un perfecto inglés.
-Could I take you a photo?
-Of course, you can.
Tomó varias instantáneas desde ángulos diferentes y, con una seña de agradecimiento, agregó:
-Thank you miss.
-Are you English? - Preguntó ella.
-Not. I’m Spanish.
-¿Vos sós español? ¡Que casualidad!, yo he vivido en América del Sur -repuso en castellano con un leve acento porteño.
Algo reaccionó muy dentro de Chencho, exteriorizado con un gesto de asombro, si bien antes de poder contestar ella seguía hablando:
-Mi padre trabajó en la República Argentina como funcionario de Consulado. Yo viví allí unos años. Mi nombre es Xia. Xia Ling, y es un gusto conocerlo –agregó con la mano extendida. Sus ojos se besaron.
-Encantado, señora, el mío es Fulgencio; Chencho para los íntimos; ha sido una casualidad, y muy grata, encontrar en este bello y lejano país, tan exótico para nosotros, una persona con la que cruzar unas palabras en mi idioma –estrechó complacido la pequeña mano.
-Me gusta recordarlo. Aún lo utilizo a veces con mi padre... Chencho... –quedó pensativa- ¡Qué diminutivo tan original el suyo: Cheng-soon, le llamaría yo! ¿Puedo? –se le marcaban dos hoyitos en las mejillas al esbozar una sonrisa de cortesía que acompañó con la mirada más cálida y profunda que nadie le había prodigado; o sea, de esas que invaden en un instante la inmensidad de los recovecos del alma.
-Sí, por favor. No se prive de hacerlo. Me pusieron ese apodo en previsión de que viniera a Shanghai y me encontrara con una encantadora dama –repuso él dando muestras de su fino sentido del humor.
-Gracias por el cumplido. Tengo la certeza de que fue así, y añadiré que me gusta su naturalidad –comentó, manteniendo una actitud de mal lograda indiferencia.
-¿Le suenan estos versos? –Chencho comenzó a recitar:
Aquí me pongo a cantar
al compás de la vigüela
que el hombre que lo desvela –continuó ella espontánea.
una pena extraordinaria,
como la ave solitaria
con el cantar se consuela.
-Claro que los conozco; y es que Martín Fierro, ese clásico argentino –agregó Xia Ling- es entrañable y desgarrador. Una obra llena de los singulares quejidos del gaucho que, con una fuerza tan expresiva, se lee con respeto y cautiva los sentidos. Lástima que algunas palabras del lenguaje criollo sean, para mí, tan incomprensibles. Pero reconozco que es genial.
-Opino lo mismo. La llevo en mi equipaje, junto con otros libros, y lo releo de cuando en cuando.
-Aquí es difícil encontrarlo.
-Permítame que le deje el mío. Ya comparé otro para sustituirlo, que no me han de faltar ocasiones.
-Gracias. No puedo aceptar su ofrecimiento. Aunque lo valoro como se merece.
-¿Cree que no debe aceptar algo tan simple de un desconocido? Como quiera usted, señora; no insisto. Y perdóneme. Intuyo que estoy estorbando su labor. Es muy linda esa pintura; no hubiera querido entrometerme y lo siento –sonaba a despedida, a pesar de que Chencho sentía la imperiosa necesidad de apresar aquel instante, sin llegar a parecer descortés, instante en el que sentía que los nudos de la desconfianza se deshacían, aunque ella maliciara la turbación que lo sofocaba.
-Gracias de nuevo. Y no estorbá; no tengo apuro –contestó ella- un descanso siempre es bien venido y creo que lo necesitaba. Voy a recoger –se puso a limpiar sus pinceles- aunque me encanta este lugar, con el olor a pasto recién segado, que lo invade hoy. Ojala se pudiera embotellar y destaparlo cuando apeteciese. ¿Ha reparado en él?
Chencho sintió, al aspirar el inconfundible aroma, cómo una sobredosis de adrenalina lo invadía y tensaba las cuerdas de su ser, así que balbuceó al insinuar, como un adolescente en espera de un desenlace inesperado:
-Hierba, decimos en España. Y efectivamente, lo he…, lo he notado. Es muy..., es muy agradable.
Dudaba entre continuar el breve coloquio o irse sin molestar más.
-Sería para mí un honor si aceptase tomar una taza de té, o algo refrescante conmigo. Si no choca con las costumbres de aquí. –Percibió el destello de una chispa en el fondo de sus limpias y transparentes retinas, y quiso congelar aquel momento con el propósito de ganar tiempo para que le revelaran sus secretos. Ella no eludió la mirada, aunque temía que le adivinase sus sentimientos, y Chencho sintió en su piel una sutil caricia al escuchar con delicada espontaneidad:
-Muy agradecida por la cortesía; ahora no me apetece –aunque el brillo que captó en el gesto del desconocido, y aquella voz cálida, serena y penetrante le obligó a añadir, con una amplia y abierta sonrisa -: quizá otro día, si nos vemos.
-Ok. Perdone –se excusó algo desalentado, aunque atisbó una prometedora aceptación implícita en la negativa.
Como mujer dominaba la situación y le ofreció la mano, que Chencho llevó a sus labios –acaso el formalismo le resultó, digamos raro, o quizá cómico- y, al cruzar las miradas, se vio reflejado en el espejo de un interior que irradiaba belleza, aunque fuera imposible de fotografiar, como tampoco lo es el olor peculiar y misterioso que se respiraba, o los sonidos acordes con el paradisíaco entorno, aunque se recreó con unos colores compuestos por mil gamas de naturaleza, que intensificaban la trilogía mágica del momento.
Era una chinita con delicados rasgos, que destilaba esa sensibilidad que poseen los artistas, aliñada con un inconfundible encanto oriental. Muy bella y bastante más alta que la media. De edad imprecisa, aunque frisaría los treinta y pocos, una voz suave y cantarina e interrogante mirada envuelta en un misterio ancestral, que mostraba entreabierta la cancela de su alma, a través de sus pestañas entornadas.
Tuvo la suerte de haberla fotografiado, desde diferentes ángulos con la excusa de ser turista extranjero. Con seguridad serían piezas interesantes en su colección.
-Estoy prendado de ella –con “i”, Chencho, con “i”: estás prendido de ella; oyó unas voces que gritaron esta frase en sus oídos. O quizá lo supuso.
Xia Ling caminaba entre sorprendida y fascinada por el encuentro con un hombre apuesto y simpático de un lugar lejano en la distancia, aunque cercano en el idioma. Nariz aguileña y mentón decidido con un rostro en el que chispeaban borrachos de ganas de vivir, unos ojos pardos, como atardeceres del robledal, que pedían algo a gritos. Había sido cortés y agradable en la breve e intranscendente conversación denotando una gran vida interior; parecía tener cierta cultura y don de gentes. Sabía distinguir a simple vista lo mediocre, y él no lo parecía; podría tener otros defectos, pero destacaba como la letra capitular de algunos libros.
-Me agrada; sí, creo que es interesante –musitó entre dientes.
El instinto de ambos aceleraba; la incertidumbre pisaba el freno y, la verdad, es que ninguno de los dos era capaz de presentir: que unas frases en español; un chorrito largo de olor a hierba recién segada, macerado con una generosa dosis de antes y después; otra de casualidad para que se diluya la pizca de pánico escénico, pasando por alto otros ingredientes menores, como unas gotas de intenciones regaladas por el destino, y otras más copiosas de delicadeza, se estaban agitando en la coctelera de la vida. Y que ambos comenzarían a deleitarse, a pequeños sorbos, con la delicada ambrosía.








Llegaba a casa. Unos gritos desaforados le sacaron de su meditación, tornándolo a la realidad.
-¡Abuelooo!, ¡abuelitooo! –Marita corría a su encuentro. Jadeando por la carrera se colgó de su cuello.
-Muacks..., te quiero abu. ¿Dónde has estado toda la tarde? ¿Y ayer? ¿De dónde vienes tan cargado?
-Para, torbellino; para un poco. No ves que traigo mis cachivaches de pintar. Vengo de la orilla del río, detrás del molino del ti Juanón.
-Quiero verlo, abuelo. Enséñamelo, anda sé bueno –mimosa le había cogido la silla de tijera y un estuche.
-Te lo enseño en casa. Hay que quitar esos tacos con cuidado para que no se emborrone.
Protegía la pintura fresca de los lienzos con un soporte de la misma medida en el que clavaba cuatro corchos de botella, uno en cada esquina.
Elsa barría las baldosas del porche. Llevaba agarrada a la escoba más de una hora, aunque era una disculpa para disimular, mal, su intranquilidad. Lo había visto marchar, y respiró con alivio al divisarlo allá lejos.
-Hola Chencho, ¿qué tal la tarde? – desabrida, intentó hablar con naturalidad.
-Hola Elsa. Agradable y tranquila. Pintando se pasa sin sentir. Y tú, ¿estás bien? –. Posó todo y se sentó secándose el sudor de la frente.
–Sola desde el mediodía. Está Marita a punto de llegar del colegio y preparé zumo para ella; toma este vaso, está fresquito.
Lo tomó rozándole la mano.
-Eres un encanto, Elsa, pero déjalo para la nena..., ¿seguro que era para Marita?
A pesar de sus años, a Elsa le subieron los colores al rostro.
-Bueno, te vi llegar y exprimí más naranjas, ¡viejo desagradecido! Siempre ves lo que quieres imaginarte, y además por su lado negativo. No te mereces ni un vaso de agua. Aparte de tenerme en vilo toda la tarde –explotó.
-¿En vilo?, no sé por qué. ¿Acaso tengo que pedirte permiso para salir de casa? –fluyó la frase con un pequeño retintín.
-No, no..., en absoluto –disparó a quemarropa-. Faltaría más que después de haber hecho toda tu vida lo que te ha venido en gana, tuvieras ahora que darme cuenta de tus actos. Aunque, a veces, nos preocupamos del bienestar de ciertas personas –exageró el soniquete en las dos últimas palabras- que no merecen, ni un vaso de agua. Pierde cuidado que me pondré una coraza, y así resbalarán todos las impaciencias que alguien, con tanta pachorra, y tan desagradecido como tú me pueda inspirar –estaba furiosa con ella misma.
Chencho, sin pizca de animosidad, intentó acariciarle la cara con sus dedos. Ella lo rehuyó esquiva.
-¡Déjate de pamplinas! Y no me vuelvas a dirigir la palabra. Haz lo que quieras, que ya eres mayorcito –airada entró, a su mundo del desencanto, dando un portazo.
Quedó contrito, comprendiendo que se había pasado con la mujer que tuvo al lado casi toda su vida.
Una Marita lacrimosa y hostil lo miraba con la cabeza gacha y a hurtadillas, temblorosa y sin emitir sonido. No sabía hacia que parte debía inclinar la balanza de sus anhelos. Su abuela había heredado el rencor amistoso-cariñoso que le había dejado su esposo contra él; y Chencho continuaba con su mal disimulado enojo contra ella. Al fin tan inseparables como el martillo y el yunque de la misma fragua.
Un desarbolado Chencho alzó la vista, tomó aire y, con la garganta seca por la emoción, entró. Trató ella de enjugarse unas gotas de cristal con el dorso de la mano al girar la cabeza hacia un lado, pero él levantó su tembloroso mentón, pasó los pulgares por sus mejillas para secar aquellas escurridizas perlas, y fue compensado con la caricia de una mirada azul que, aunque acuosa, estaba cercana a unos labios apretados y desafiantes que pretendían, sin conseguirlo, dejar escapar un reproche. Puso un beso rozándole apenas la frente y la abrazó. Sobraban las palabras. Elsa recostó la cabeza en su hombro, hipando como una chiquilla asustada; Chencho olía y acariciaba con mimo el tibio y relimpio cabello peinado en moño que, desde que estrenó la viudedad, le confería un aire de distinción.
-No seas cría, y perdona mi brusquedad. –la separó al poco rato con las manos en sus hombros, mirándola con ese brillo cariñoso y tan peculiar.
-No debía –levantó su cabeza con un estremecimiento- pero me doy cuenta que eres un fiel amigo, qué digo: mi valedor, y te necesito cerca. ¡Sólo la tengo a ella! –prorrumpió de nuevo a llorar, y sus ojos fulgían como dos hogueras.
-¡Venga, Elsa, sin recelos; que además me tienes a mí! ¿O crees que he venido borrando distancias, con la mano tendida, para pagar una deuda y regresar? –Oyó comentar que los hombres no lloran, más no podría decir, sin mentir, que nunca lo había hecho. Se insultó mentalmente cuando manaban sin permiso dos delatoras e inoportunas lágrimas, que no quisieron brotar hacia adentro.
Un intento de protesta murió antes de nacer y lo mimó con su mirada: ya no era el apuesto mozo que había conocido; los años, y el haber sido un viajero incurable hicieron estragos sólo en su físico, no en su interior; seguía amándole y se creía tremendamente afortunada. Percibió él su agitada respiración, y ella un cálido beso en la mejilla que le ayudó a sonreír entre sollozos, y dijo:
-Soy una estúpida y sé que estás cercano, pero me da rabia que seas así. Perdóname –aún hipaba, a pesar de los esfuerzos por contenerse.
-Ven, que Marita está sola –delineó su rostro con los dedos; los llevó a unos labios que estaban esperando ayeres no vividos desde hace muchos años, y salieron.
La pequeña levantó su vista de las playeras, se abalanzó sobre ambos y rompió en sollozos temiendo que aquel incidente hubiera acabado con su amistad, hasta que pudo tartamudear:
-¡No…, no me hagáis esto nunca más!
El abuelo, separando el cabello de su cara, la apretujó prometiéndole que estarían siempre los tres muy unidos.
-¡Venga! Dame un besín, y si os sentáis a mi lado os enseño la obra –y quitó la protección, mostrándola.
-Pero si ya lo has pintado otras veces... –comentó Elsa. Marita aún suspiraba.
-Dos; una en primavera y otra en otoño; ésta en verano y la última el próximo invierno, ¿satisfecha tu curiosidad?
-Pero el molino es el mismo, y no lo entiendo. –Sí lo entendía, pero le gustaba jugar con él, más que robar una fragante rosa en jardín ajeno; y a pesar de que era un deleite que paladeaban sus ojos, alegaba ignorancia para conseguir sacarlo de sus casillas. No quería que se advirtiera lo entusiasmada que estaba al contemplarlo y que se delatase la magia de la amistad que irradiaba su mirada.
-Ya sé que es el mismo molino, ¿o crees que soy tan tonto para no darme cuenta? Pero el saucedal, los árboles, los juncales y arbustos; los reflejos en el agua, el cielo y la luz, son cambiantes. Ahí está el atractivo matiz de las diferentes estaciones. Y el difícil arte, que ojala consiguiera, de intentar plasmarlos en un lienzo –agregó medio enojado.
-Claro..., el arte. Como algunas personas tenemos poca cultura y escasa sensibilidad, no sabemos admirar tu arte ya que únicamente vemos un cuadro más o menos decorativo. Perdona, Chencho, por mi ignorancia –contestó sibilinamente mordaz. Aún quedaban posos.
Él sólo le dirigió un gesto cariñoso. Al fin era como era, y por eso le gustaba.
La cría, al ver que habían llegado al armisticio, preguntó:
-Abuelo, ¿y este pincel con los “pelos” tan gastados, para qué sirve?
-Es de pelo de marta, tesoro; me lo regaló una honorable persona, en China, para que, con él, pintara sólo sonrisas.
-¡Anda…, cuantas habrás pintado! –Si bien no quedó convencida, añadió- Nos tienes que explicar las diferencias en los otros dos cuadros del molino. ¿Quieres?, ¿y me regalarás alguno? Así tendré un recuerdo tuyo.
-¿Uno?..., ¡todos!, preciosona, eres la destinataria de todos ellos. A propósito: tengo la idea de bosquejar un retrato tuyo. Pero has de posar para él.
-¿Para él?, abuelo; ¿para quién?
-Se posa, estando quietecita delante del pintor, con el fin de que capte todo tú encanto, ¿de acuerdo?
-¿Empezamos mañana? Si lo dejas mucho se terminarán mis vacaciones, y luego no podré posar...
-No te precipites. Ya te avisaré cuando pueda.
-Vale abuelito, ¡cuanto te quiero! A ti también Elsa; bueno a los dos igual.
Y siguió pintando el molino. Aunque advertía a Elsa al marchar.

Aquella noche Chencho buscó en su prolijo diario, bien guardado de miradas indiscretas, el encuentro que recordó durante el camino hacía el río, en el que quedó atrapado por el dulce encanto de una chinita, y lo encontró. Sentía añoranza al pasar sus ojos por aquel instante tantas veces recordado. Era una forma de asomarse a ocasiones perdidas, quizá no; sólo pasadas:
Estaba asombrado de las sorprendentes peculiaridades de la ciudad, de su vida, costumbres, de su entorno, incluso de su peculiar y exquisita gastronomía. No dejaba de pensar en Xia Ling. Las fotos quedaron nítidas y muy bien encuadradas. En una de ellas se advertía, en un primer plano, la belleza y la serenidad que desprendía e iluminaba su faz. Conocerla, fue para mí algo parecido a un soplo de aire fresco con olor a hierba recién segada. Aunque paseé en varias ocasiones por el “Jardín con olor a hierba” como lo bauticé, y del que quedé amarrado a su belleza, no pude encontrarla. A veces, alguien, desde lejos, se parecía a ella. Apuraba el paso y cruel desilusión. ¿Por qué todos los chinos se parecen tanto unos a otros?
Había pasado una quincena, y a pesar de mi escepticismo casi siempre terminaba en aquel parque, en el que me emborrachaba con la lujuriosa ostentación de la naturaleza. Ni rastro de Xia Ling. Un deseo de que las horas volaran a migajas, y en el reloj se escapaba el tiempo. Así me sentía: totalmente decepcionado y deseando disponer de la mirada escudriñadora de un búho, y aunque sentía su presencia en todo lo que me rodeaba era manifiesto mi desencanto. Hasta que el azar juguetón sacó dos seises en los dados de la casualidad contribuyendo a que el cielo fuera más azul y los sonidos más armoniosos al distinguirla de espaldas; y quizá pintaba un recoleto paisaje como en la ocasión anterior. Me acerqué con la respiración contenida para cerciorarme de que no era una jugarreta a mis anhelos; y como si hubiese ganado un premio de feria sin ninguna puntería, admiré, con la postura propicia y perforando su nuca con mis ojos, la ejecución pictórica del cuadro con pinceladas diestras que denotaban una concentración tal, que romperla podría hasta haber sido pecado. Dentro de mí, como creo sucede en otros individuos, se esconde un ser que presume de valiente y es en realidad un gran tímido, y como presentía que estaba tan cercana como inabordable opté por retroceder, sin hacer ruido y muy azorado. Pero..., din-don...; el chasquido al pisar una rama seca se alió en mi contra, -¿Habrá estallidos, como aquel, que se asemejen a música celestial?- Presumo que el destino me hizo un guiño en forma de encantadora sonrisa que, con tonos de sonrojados carmesíes, iluminó su cara al mirar hacia atrás invadiendo mis ojos; sin que fuera consciente de la complacencia que me producía invadir en un decisivo instante, y de esa manera, su íntimo territorio.
-Hola. ¿Qué tal Cheng-soon? No le vi mucho por acá –extendió su mano con naturalidad.
-Buenas tardes, amiga, qué casualidad al encontrarla de nuevo –mi cuerpo en tensión máxima optó por apretarla, intentando no transmitirle la sinceridad de mi comentario.
-¿Le gusta la ciudad?, ¿es lo que esperaba?, ¿no se cansa?, ¿dónde ha estado? –preguntó irradiando una energía inexplicable, con gesto de niña curiosa.
-Vamos por partes: lo paso bien, aunque a veces duele la soledad entre tanto gentío. Me he convertido en un andariego predispuesto a no perderme nada, que ha visitado bastantes lugares, aunque supongo que me faltan por descubrir muchos más y puede que por desconocimiento nunca los admire...; aunque con un buen guía...
Ella no captó la indirecta. O sí; quién sabe. A veces disimulamos con tanta perfección que nuestro interlocutor no se percata de ello. Ni una palabra de su boca, aunque en su mirada aleteó otra sonrisa, quizá provocada por la evidencia de lo que insinué.
-Veo –proseguí para no perder su entrañable compañía- que es una experta, e intuyo que este rincón es uno de sus preferidos.
-¡Oh, no, señor! No es así. He pintado otros desde diferentes perspectivas. Y no soy experta. Conozco todos los detalles de las casi dos hectáreas del parque y podría plasmarlos en mi estudio, pero prefiero hacerlo del natural. Cada hora del día tienen luces y sombras diferentes a las de anteriores, cambian según la estación, y ello permite conseguir matices muy variados. Ello me permite, aparte de que así me evado de todo, disfrutar de este delicioso lugar, de la frescura del entorno, de la catarata de risas que emiten los niños; y del íntimo contacto con la naturaleza, que es un regalo añadido que no merezco.
No pude contestar a una mujer que me sorprendía. Apenas un gesto afirmativo. Pugnaba porque no percibiera la turbación de un maduro adolescente con la voz trabada.
-¿Usted pinta? –me preguntó mientras recogía sus útiles.
-¡No! Ufff, creo que sería imposible poder manejar con maestría esos pinceles, y mezclar los pigmentos para obtener ese colorido –le dije señalando su obra- Se nota que, aparte de una artista, es usted una persona muy romántica.
-Todo es probar, puesto que nadie nace instruido. Y si gozar de la vida, de los placeres sencillos que ella nos proporciona extasiándonos con algunos, es romanticismo..., sí, soy una romántica.
-¿Le apetece hoy aceptar mi invitación? -quise alargar un poco el encuentro.
-Voy a vetar la palabra “hoy”. Tengo una cita dentro de quince minutos. Pero le diré que acepto el día y hora que usted quiera, y sin estos utensilios que tanto estorban.
-Yo dispongo de todo mi tiempo; usted no. Así que dígame, cuándo y adónde; y con mucho placer estaré puntual.
-¿Mañana, sobre las cinco de la tarde, aquí mismo?
-Estaré esperándola desde las cuatro –me vi reflejado en sus pupilas- y aprovecharé esa hora para gozar del parque.
-De acuerdo. No quiero retrasarme.
Se iluminó de nuevo su rostro de porcelana, y quedé viéndola caminar hasta que desapareció -¿como el pez que se escabulle dejando al captor con un palmo de narices?- tras un breve saludo. Presentía que encontrarla no había sido fruto del azar, sino, como no podía ser de otra manera, la premeditada casualidad de alguien. Vinieron unas frases a mi cabeza: ...”yo dirigiré tus impulsos..., y te guiaré para que tomes la decisión más acertada”.
Las repetí insistentemente durante el resto del día, hasta que llegué al convencimiento que “lo que fuera” pretendía cambiar el rumbo de mi barca, y digo lo que fuera, sin poder referirme a ningún ser, ni tangible, ni etéreo. Algo guiaba mis andares obligándome a continuar. Me hallaba henchido de una ilusión desconocida; el camino emprendido era de mi agrado y mucho más el horizonte que atisbaba, así que debía dejar que el sabio e impredecible Señor Azar siguiera su curso.
No quería aventurar de qué me haría partícipe el futuro. Aquel mar era mío y tendría que seguir remando; darle una oportunidad al destino y dejarme llevar.
La fosforescente esfera del reloj de su mesita luchaba por indicar a Chencho que eran las cuatro de la madrugada. Guardó el diario. Apagó las luces y se arropó para dormir. Conseguirlo era algo diferente.
-Mañana será otro día...
Desvelado, rememoraba instantes de aquel encuentro: el ramo de flores para la ansiada cita del día siguiente, la distendida charla en la que ambos mezclaron pasajes de su natural curiosidad de la infancia, la adolescencia y de la vida actual. Así supo, sin entrar en pormenores, que ella era la única hija que podían tener las parejas chinas. Que estuvo años en Argentina integrándose perfectamente y que allí terminó los estudios de Arte. Vivía con su anciano padre, y no estaba casada. Impartía, a innúmeros alumnos, lecciones de óleo dos días a la semana en una academia prestigiosa. Muchos de sus trabajos eran encargos; asistía, en su escaso tiempo libre tocaba el erhu (un violín de dos cuerdas) en el conservatorio, del que su madre había sido profesora, y la que le inculcó el gusanillo de la música. Traducía esporádicamente, y era socia pictórico-asesora de una galería. Todo ello le proporcionaba una vida sin agobios y un trabajo que le entusiasmaba. Prototipo de hija de familia de clase media, en aquel país donde las diferencias sociales eran enormes.
El reloj biológico despertó a Chencho más tarde que de costumbre. Y aunque tenía cara de no haber pegado ojo en toda la noche, le reclamaban varios quehaceres. Tomó un ligero desayuno y enclaustró en su chamizo a las gallinas, y un gallo capón, que se afanaban escarbando en la huerta; les echó una ración de cebada que compartieron con el picoteo acelerado de una banda de gorrones, como él llamaba a los pardales; cerró la cancilla del cercado y desvió el caudal del reguero con el fin de aprovecharlo para riego antes de que se asolanara todo.
Elsa se acercó al poco rato. Necesitaba verdura y unas ramitas de perejil.
-Hola Chencho, buenos días. Hermosa mañana. Madrugaste, ¡eh! –saludó cordial, aunque con un inusual ademán de cansancio.
-Buenos días, Elsa. Hermosa y fresquita. Sí, ese gallo tuyo me odia; creo que le retorceré el gañote un día. ¿Estas bien?, ¿y Marita?
-Estoy bien, gracias; Marita aún durmiendo. Estudiaría hasta tarde, y ya sabes...; ¿Te ayudo?
-Te mancharás las manos –era muy guasón, si se lo proponía.
-Cierto. Y se me caerán los anillos. ¿Verdad? –Ella siguió con la broma. Chencho estaba propuesto a mantenerse en forma y lo más idóneo era azacanearse unas horas en su huerta.
-No es menester, Elsa, mañana temprano tendré que escardar algo. Las hierbas lo invaden todo. Y si te brindas... –la miró de reojo, con la sonrisa recién estrenada, como decía Marita.
-Siempre estoy dispuesta a echarte una mano, aunque tú no debes considerarme una buena huertana. Así que cogeré verdura para una menestra; y si te apetece comes con nosotras.
-Una buena hortelana –corrigió él.
-Prefiero más huertana; así decía mi yerno. En su país les dan ese apelativo.
-Pues huertana, no se hable más. Y si me lo pides así, no puedo resistirme a degustar ese plato tan sabroso y sano. Quiero dedicar la tarde a pintar; así que os propongo dar un paseo hasta el molino; yo termino el cuadro y vosotras disfrutáis de la tarde, ¿Te apetece?
Elsa prefería ir. Últimamente no le gustaba que Chencho estuviera lejos de ellas, aunque no quería mostrar demasiado interés.
-No sé. Tengo quehaceres en la casa. No creas que las labores se hacen solas.
-Claro, los agobios del marido y de los hijos te llevan a la carrera.
-Mira que eres mordaz, Chencho –lo reprendió con firmeza- si fueras un poco más amable, te llevarías a la vecindad de calle, pero con esa actitud tan huraña te vuelves cada día más antipático, y sólo consigues lo contrario. Creo que si le dices te quiero a una mujer, creerá que la estás regañando, y temo que si llego a tus años me suceda lo mismo -continuó malhumorada-. Lleva contigo a la cría, si quieres. Pero no; mejor voy yo con vosotros -agregó con acidez antes de que él pudiera meter baza.
-Habló la voz de la cordura. Creo que he recibido una reprimenda merecida. –le dirigió un guiño, que ella recibió complacida.
-Preparo algo de merienda. ¿A qué hora salimos? –Elsa, descolocada, prefería dejar el tema. Al fin, ambos convivían puerta por puerta.
-Sobre las cinco, y la merienda es cosa mía. Ponte calzado cómodo y algo en la cabeza para el sol.
-Si no me lo adviertes, hubiera ido con zapatos de tacón. ¡Mira éste! –aún duraba un poco el resquemor.
-Estás algo arisca y veo que todo se contagia, Elsa. ¿Te acuerdas de las peloteras que teníamos Carlos y yo, por un quítame allá esas pajas?
-Deja eso, Chencho. No sigas; malo es tener amnesia, pero duele recordarlo –Elsa esbozó un rictus de amargura, al desbordarse su alma con millones de fotogramas: de su marido, su hija, y tantas personas que se cruzaron en su vida.
La tarde resultó grata. Marita gozó de lo lindo con el agua; y a ratos corría persiguiendo mariposas.
-Abuelo –clamaba compungida-, no soy capaz de coger ninguna mariposa. Ayúdame. Son tan bonitas.
-Ven aquí, patito. Te contaré un cuento.
-No quiero; que los sé todos. Eres muy aburrido y los repites. ¡Y no me llames así; que no me gusta! –estaba enfurruñada.
-Éste es nuevo. No te lo he contado nunca. Aunque, patito, si no quieres...
-¡Ummm! –Chilló- ¡eres odioso!– se dirigió a él llena de rabia, y con los puños cerrados. Aprehendió sus manos tranquilizándola con un beso en el moflete.
-¡Si es un piropo! Eres, todavía, un patito feo, aunque larguirucho, que poco a poco se va transformando en cisne.
-¡No! No lo soy, los patitos de mayores son curros, iguales a los de mi abuela. –Se limpió la mejilla con la manga.
-No lo eres, cielo, sino un encanto. Y no le hagas caso. Goza viéndote enojada –Elsa seguía con su labor de ganchillo.
-Sí, claro, pero yo estoy refiriéndome a las crías de cisne, que son diferentes a los curros. Aunque no las hayas visto nunca –bromeaba Chencho.
-Tengo fotos y dibujos en mis libros, “listillo”. Y los conozco. Son..., bueno, tienen el cuello curvado, muy alto y un porte majestuoso.
-¿Majestuoso? ¿Qué quiere decir? –no perdía ocasión de provocarla.
-Pues eso..., majestuoso. La misma palabra lo dice, con majestad, como la de los reyes. ¡Y no te burles de mí!
Se sentó en sus rodillas dispuesta a escuchar el cuento. Chencho, se limpió las manos, y:
Había una vez...
-Ese ya lo sé, abuelo –Marita se quiso levantar, aburrida.
-¡Quieta! Todos los cuentos comienzan así: Había una vez un país en el que todo había crecido desmesuradamente. Las mariposas eran grandotas, y los niños mucho más. Vivian allí otros seres llamados faunos y tenían el tamaño de los dinosaurios para que puedas comparar las estaturas de cada uno de los pobladores. Los chavales, vestidos con prendas multicolores, perseguían a todos los animales menores que ellos y especialmente a las mariposas. Y los hijos de los faunos, menos inteligentes e imitando lo que veían, corrían tras los chiquillos fascinados al ver el arco iris en sus ropas. Los niños no eran conscientes del terror que producían a los alados animales, pero lo tenían si alguno de aquellos seres tan grandes les hostigaba. Y llegaron a la conclusión que si ellos no molestaban a otros animales, y los dejaban que viviesen allí observándolos a distancia, los hijos pequeños de aquellos seres que lo imitaban todo tampoco les atosigarían; así que hicieron un pacto: cada uno vive y deja vivir al otro, y... colorín, colorado...
-Creo que hemos entendido la lección. ¿A que sí Elsa?
-Yo sí. ¿Y tú? –Su abuela sonreía con aire satisfecho mientas la miraba tiernamente.
-Dejaré para siempre de molestar a nadie. ¿Vale? –Brincaba con la vitalidad de sus pocos años-. Abuelo, mira, allí hay una abubilla. La conozco por su moño. ¡Son tan bonitas!
-¡Y no huelen, precisamente, a rosas! –sentenció él.
Marita se acercó de puntillas para verla, aunque el ave, temerosa, levantó el vuelo. Ella se sentó a la orilla tirando piedras al agua. Poco a poco y sin que nadie se diera cuenta desviaría el curso del río. Estaba segura.
-Elsa. –Chencho había cogido los pinceles de nuevo.
-¡Qué chulada! –Intentaría distraerlo- Ya veo que lo terminas hoy. ¿O ya está acabado?
-No. He de realzar la luz de esta pared, matizando un poco más la sombra que produce. Pero quiero hablarte de algo diferente.
Ella la veía menos oscura y de un clavo imaginario pendía algo parecido a un germen de esperanza, aunque temía retomar una conversación que se interrumpió hacía media vida, así que se puso en guardia. Intuía que el viejo-gruñón-encantador le tiraría de nuevo los tejos.
-Dime.
-No has contestado a la proposición que te hice días atrás. –Seguía con el pincel en el aire.
Ella simuló indiferencia. De sobra sabía el porqué y el cómo, ahora llegaba el cuándo. Varias noches había reflexionado sobre ello.
-¿Cuál? No caigo...
-¡Anda ya! –Chencho empleaba esta frase en muchas ocasiones, para demostrar que no creía nada de lo que hablaba su interlocutor- Pierdes facultades; y eso que presumes de juventud.
-¿Te refieres a tu proposición, casi deshonesta, de casarnos?, ¿es una broma?
-A la misma. Y ni broma, ni deshonesta, corazón. Muy en serio, por la iglesia, y de blanco si quieres, o hasta “por detrás de la iglesia”, no me importa cómo. Nos conocemos de toda la vida, nos quisimos en otros tiempos con cariños diferentes, más de juventud y no es necesario explicar lo obvio. Nos necesitamos como el árbol que se apoya en la roca para que las embestidas del viento no lo derriben. Pero sobre todo nos precisa ese patito, hasta que pueda volar.
-O sea, que yo soy la roca. ¿O acaso el árbol? –reía; aunque la procesión iba por dentro.
-Da lo mismo. Sería una simbiosis en la que ambos quedamos reforzados en beneficio de una tercera persona. Vivimos al lado, pero somos muy particulares, comidas, gastos de casa, y rumiamos nuestras soledades por separado. Unámoslas y serán más llevaderas. Piensa que en cualquier momento podemos tener algún percance con nuestra salud –Chencho intentaba persuadir a una mujer no necesitada de ser convencida.
-¿Y no te preocupa el qué dirán? Ya sabes que en estos barrios hay gente que, con la oreja pegada a puertas ajenas, se susurran chismes al oído, o a gritos; y seríamos la comidilla de todas las tertulias –Elsa intentaba oponer una inexistente resistencia.
-¿Qué me importan las murmuraciones? ¿Vas a enterrar tu felicidad, y la mía, por el sempiterno: qué dirán? Seguro que muchos piensan que, aunque vivimos separados, tenemos relaciones... Sin embargo Dios, tú y yo sabemos que no es cierto.
-¡Abuelo! ¡Elsa!, voy a nadar –la pequeña se desnudaba para meterse en el agua- ¿Puedo?
-Voy a su lado hasta que termine de bañarse. Acabas el cuadro y merendamos. Ya seguiremos con este tema. –Al levantarse dejando su labor, le rozó la cabeza con una mano, temblaba como una quinceañera en su primera cita. Chencho se la sujetó besando la palma con amor. Elsa, mientras caminaba hasta el río, miró al cielo, al sentir el aleteo de una bandada de tórtolas. Él no; tenía puestos los ojos en otros paraísos que yerguen el espíritu.
Al volver definitivamente no le habían faltado indirectas candentes de alguna urraca entrometida, insinuaciones captadas o quizá fomentadas por amigos Celestinas, como él les llamaba, sobre el mujerío célibe y hasta alguna viuda remozada, mejor dicho: remozeada que estaría dispuesta a iniciar una relación con él. A todos les dejaba con la palabra en la boca cambiando de tema y, como máxima disculpa, se vanagloriaba de ser un: empecinado soltero de nacimiento.
-¿Sabes quién, hace unos días, me preguntó por ti? – Colás ejercía de Relator Oficial de Noticias del Chismorreo Local.
-¡Pschhh…! No sé…, inspector Colombo...
-¿Te acuerdas de Consuelo; aquella chica endiabladamente hermosa y un tanto oronda que iba a la escuela de música con nosotros?
--¿Consuelito? ¿Te refieres a la que usaba pantalones y camisetas de la marca “Ya sé que me entalla bastante, pero me cabe todo”?
-De la misma, aunque el verbo era estallar. Hubo una época en la que te hacía tilín.
-Ya he oído ruidos por el pueblo. Tiene gracia: la apodasteis Pissamorena, para chinchar a una rubia, toda caderas. Tomaba, creo, clases de violín, ¿o era de piano? Y tilín, tilín..., como tú dices, nunca me hizo. Presumía de una altivez natural que intimidaba, y era difícil hablar con ella mirándola a los ojos sin turbarse; me acuerdo de que hacía gala con exquisito descaro de un chasis bien carrozado, y de que, con el poderío y los ardides de una reina, paseaba su potestad por “su tablero de ajedrez” ante vosotros, simples peones, que os derretíais dando rienda suelta a una imaginación febril y ella, exultante, os miraba con divertida sonrisa, y con las desparramadas melenas al viento -cual potra salvaje con sus crines-, o una cola de caballo que parecía tener vida propia, y al unísono con dos insinuantes... razones que acentuaban su precoz sensualidad...
-¿Y tú, que...? –vano intento de frenar su verborrea.
-..., y vosotros, pobres aprendices, ya hombreabais a pesar de que sólo se os escuchaban maullidos lastimeros como gatos en celo. ¿Y yo..., preguntas? Yo era el más estúpido de la clase, y, oculto tras un fingido retraimiento, nunca ambicioné acercarme a ella. Llevó la primera ortodoncia que se vio por aquí. ¿Te acuerdas?
-Sí, claro que me acuerdo; y que tanta belleza debía haber estado prohibida, además de la sonrisa en sus carnosos labios. A mí me gustaba más que el queso a los ratones; aspiré a infundirle algo y, mal encasillado en aquella partida que pudo ser histórica, no conseguí un jaque mate, y futbolísticamente agregaré que siempre fui proclive al fuera de juego; por lo que ni siquiera rocé aquel larguero.
-Di la verdad y confundirás al de enfrente, pero no a mí... Pues ahora, en la plenitud de su vida, da clases y conciertos…
-¡Sí!..., y decíais que tenía el record de interpretar “El vals de las horas”, en unos minutos menos que sus compañeros. –Chencho evidenciaba su vena bromista. Colás ni caso, y terminó la parrafada:
-...tiene una figura de cine; sigue siendo una rubia que se cimbrea como un carrizo; y aún son palpables sus mismas... razones...
-Colás..., ¿dijiste palpables...?
-Chencho..., ¡quise decir: evidentes...!
-¡Ah...!
-... y llegó hace días, pues su padre está muy enfermo. Continúa soltera, como tú, y...
-¿Y...? –Chencho levantó la ceja izquierda, como de costumbre.
-Está aún como para mojar en chocolate; tú aullabas por ella, y tengo la sensación de que busca algo.
-Esa afición a dar pábulo a rumores de vecindario te dará algún disgusto Flanagan; uno tiene su orgullo, y creo que ni disimulando me gustaría Consuelito como premio de Consolación, ¿Captas los matices? Además la línea de flotación de mis preferencias impide que pueda templar las cuerdas de ese violín –fue su complicada respuesta, aunque no exacta. Tenía sus motivos y a nadie le interesaban.
-No, no los capto, macho, ni siquiera ese galimatías. ¿Qué coña quieres decir con eso de que la línea...?
La expresión facial de Chencho era de guasa en estado puro.
-¡Colás, Colás...! –Meneaba la cabeza a los lados-; déjalo estar, y no me toques...
-¿Los cosenos...?
-Ni los senos, ni la bisectriz; que no tengo el humor para escuchar ruidos de esa clase...
-Bueno, marinero, déjate de ironías… -se encogió de hombros-; que yo..., yo no investigué nada; sólo pretendía…
El duro gesto de su íntimo amigo surtió el efecto deseado para que Colás, el Virutas, cerrase con dos dedos la cremallera de su boca.
Todos lo conocían por ese apelativo con el que apodaron a su abuelo. Era uno de sus inseparables; un lujazo de amigo, aseguraba. Desde una infancia peliaguda, juntos o con otros chavales, participaron en increíbles juegos, montaraces correrías y alguna trastada de las que tuvieron que salir por pies. Ebanista en ciernes, de aquella: aprendió en el taller que tenía su padre a manejar los escoplos, gubias y otras herramientas, que, más que cincelar, tienen que besar la madera con paciencia monacal, hasta concluir la faena; les decía él, y agregaba: requiere, además de disfrutar con esa labor, una pletórica paz interior, sin permitir que el malhumor arruine inexorablemente la obra. Chencho lo imitaba con escaso aprovechamiento, hasta que desistió; Colás casi consiguió llenarla de caricias mejor que su antecesor y de sus manos salían primorosos muebles.
Tomar una copita con el café, e intentar ganar la consumición al tute-cantar triunfos otro día, decía él- o al mus -odiaba pagar a escote- eran sus únicos vicios. Buena percha e impecablemente maqueado –nunca se dejó vestir por un sastre enemigo- trato correcto y pulcro, aunque le delataba un leve aroma a barnices y disolventes, de la misma forma que a los fumadores les acompaña, casi siempre, el característico aroma del tabaco. Licenciado en Filosofía Barata; es decir filósofo de vía estrecha –así se definía-, que sabía interpretar su papel ante la sociedad, era el organizador-baratero del principal corro de chapas que tradicionalmente se formaba en la cafetería de Agustín todos los jueves y viernes santo, aunque nunca apostaba.
-En estos años he visto a muchos quedarse tiesos, o sea: sin blanca, soy el único que gana algo sin arriesgar, -solía decir- nunca seré rico ni demasiado pobre; los ganadores me pagan, poco, por doblar muchas veces el espinazo manteniendo la tradición. Y hasta para mis clientes también soy baratero todo el año; qué digo: toda la vida. Debía cobrarles lo que valen mis trabajos, pero velay....
-¿Tantos años llevas en eso de las chapas?
-Trece, más uno –Repuso con sorna.
-Es decir: que no eres supersticioso.
-¡No…! que da mala suerte. Y hablando de suerte: ¿La tendrá la nueva candidata a alcaldesa?
-Si le gusta lamer el plato la tendrá. Y me parece bien que se presente una fémina, ya que en los anales de este Ayuntamiento solo hubo miembros viriles.
-Jo, macho, parece que empleas palabros...
-¡Que te veo venir, Colás, por una calle equivocada! ¿No serás tú el que le das a éstas el significado que tu mente calenturienta precisa?
-Yo le doy el que tú...
Una mirada de hito en hito para zanjar el asunto, pero...
-Entonces la votarás... –insistía testarudo.
-Es de otro partido; y bien sabes que no me fío ni del mío, que es el bueno.
-Pues yo elegiré su candidatura, y deberías...
-Déjalo estar, amigo, que si salen temas espinosos sólo hablo del cuidado del cotoneaster y de los rosales, así que...., aire.




















Habían guardado la ropa de verano. Durante las noches ya se empañaban los cristales y era notorio el cambio de color en los árboles. Y contrajeron matrimonio un luminoso día de finales de septiembre en una ceremonia nada fastuosa y menos íntima de lo deseado. Todo el pueblo estaba presente, y la mayoría de sus convecinos aplaudieron la decisión largamente esperada; y hasta las lenguas de doble filo –las que arremolinadas a la salida del templo entrecruzaron sus miserias con miradas maliciosas; las que, propensas a cazolear en cocinas ajenas, tendrían, al regresar, quemada su comida-, encontraron normal esa unión.
Aunque no hubo botes atados al parachoques, sólo un ágape para los íntimos, y baile después; Marita disfrutó más que nadie de ella, convencida de que habían tenido en cuenta sus consejos.
Alguna vez, tiempo atrás, le sugirió a su abuela:
-Elsa..., a que te gustaría que el abuelo viviera con nosotras. Está tan solo en la otra casa, ¿y si se pone enfermo por la noche y no puede avisarnos y se muere?
-¡Coime con la cría!, no seas ave de mal agüero y deja de marearme. Nos llamaría, y le cuidaríamos, lo mismo que él a nosotras. No te preocupes, anda. Vete a jugar.
-¿Y si no puede andar o gritar? –Marita insistía.
-Al abuelo le gusta vivir así. Hace lo que quiere sin dar explicaciones a nadie. Déjalo estar. Oye, y ¿por qué a él le llamas abuelo, aunque no lo es, según dices, y a mí, que soy tu abuela, me llamas Elsa? –Quería, deliberadamente, cambiar de conversación.
-Todos te llaman Elsa. Y a él, en el barrio, todos abuelo.
-Es cierto. Y tú no ibas a ser la excepción.
Marita comprendió que esa sugerencia caería en saco roto, aunque nunca se sabe. Por tanto, en la primera oportunidad empleó la misma táctica con él.
-Abu..., ¿No crees que Elsa está muy sola? –sentada en sus rodillas le hablaba al oído acariciando su pelo.
-No, claro que no. Te tiene a ti. Y a mí muy cerca. Y a todo el pueblo, que la quiere.
-Ya..., abu, pero no me entiendes. Yo soy pequeña y con el cole no le hago compañía, tú vives al lado, y ésos que dices..., pues cada uno está en su casa; ¿y si se pone enferma?
-Me avisa, llamo al médico y la cuidamos. O me avisas tú.
-¿Y si yo también me pongo malita? –seguía zalamera, aunque muy seria, mirándole con aquellos ojos del color de la esperanza.
-¿Y si nos ponemos los tres al mismo tiempo? –el abuelo la apretó apasionadamente contra su pecho para que no viera que una lágrima desobediente pugnaba por escaparse. -Anda, no pienses en eso y vete a jugar un rato.
-¿Pues sabes qué te digo?: que los mayores hacéis cosas que no son lógicas, y que debíamos entender los pequeños. Y que no te quiero. ¡Chínchate! –Evidenciaba a cada momento su desparpajo. Le sacó la lengua y marchó con la rabieta que pillaría si le hubieran roto su muñeca preferida.
Se unió al guirigay de sus compinches. Él notó el estirón que había dado su patito.
Estaban juntos.
-Elsa... ¿eres feliz?
-Tan feliz como una lombriz, amor mío –con gesto cariñoso le cogió las manos.
-¿Y las lombrices son felices?
-No sé. Pero la frase rima –y rieron a coro.
-¡Te quiero, abuelota!
-Yo más, abuelete – y aquel beso les supo a primera vez.
-Como dos adolescentes –musitó ella en su oído.
-Lo que somos, amor.
Pasó un buen rato. Una con sus labores y su radio; él, reflexionando, intentó desovillar palabras para elegir las idóneas para la ocasión. Elsa reparó en que fingía leer con el mentón apoyado en su pecho.
Con la cabeza ladeada la miró por encima de sus gafas, carraspeando ligeramente para hacerse notar:
-Elsa...
Ella alzó la vista de su labor con un ligero sobresalto y se quitó el auricular del oído invitándole a seguir.
-...que digo yo..., que podíamos vender la chopera –apuntó en voz baja, tamborileando con sus dedos en la mesa, aunque temeroso de su reacción.
-¿No la vendiste hace unos años? –respondió con la labor en su regazo y apoyando en él las manos para no manifestar un nerviosismo desobediente. Jugaba con los dos anillos de su anular y clavó la vista en un punto de la pared.
-No; vendí la finca cercana al plantío. Es un erial de unas cinco fanegas. La arboleda es más pequeña y tengo una buena oferta.
Elsa estaba al tanto del cariño que Chencho tenía a la finca heredada y le extrañó algo el comentario.
-Bueno, es asunto tuyo. Si lo crees oportuno, no tengo nada que objetar –repuso, algo decepcionada y sin mirarlo, intentando recuperar su aplomo.
-¡Mujer!, creo que es asunto nuestro. ¿O no?, y me agradaría conocer tu opinión. Podríamos emplear el dinero para comprar un piso moderno.
-¿Para alquilarlo?, pues no lo entiendo. Seguramente le sacas más rédito a la finca -Ella, obviamente, comprendía aunque simulaba lo contrario.
-Para alquilarlo..., para alquilarlo. ¡Para vivir nosotros! Con otras comodidades de las que carecemos.
-Y que no necesitamos, abuelo. Si quieres, pones ascensor para subir a la planta superior... ¡No te fastidia! –Tuerce el morro- Yo no me muevo de aquí, faltaría más. Así que puedes hacer lo que te apetezca; aunque habías jurado no talar nunca el viejo olmo.
-Y no se cortará mientras nosotros vivamos. En el trato puse esa condición y el interesado no pone reparos. ¿Has ido a verlo últimamente? –la miró con el rabillo del ojo.
-Uff. Hace mucho que no voy por allí -Elsa evitó mirarle. No quiso decirle que iba con mucha frecuencia dando un paseo con su hija, y últimamente con su nieta. Que, sentada en una piedra y con la espalda apoyada en el tronco, rememoraba etapas de su vida, disfrutando del momento y de la sombra que el árbol le regalaba. Que depositaba un beso en las dos iniciales talladas por él un día muy lejano, cuando él dijo muy serio: que el colmo de su felicidad sería poder hacer una cuna con la madera de alguna rama de nuestro olmo; y regresaba.
-De todas formas aunque no necesitamos perentoriamente el dinero, la voy a vender, y si no quieres ir a un piso, ponemos calefacción en tu casa, y nos mudamos a ella; Marita está en esa edad en la que no quiero que le falte nada. Ni a ella ni a ti. No te regalé nada por casarte conmigo.
-Recibí algo muy valioso: a ti –Elsa ya podía exteriorizar el amor del que nunca quiso liberarse- y…
-¿Y?
-Nada, nada. Lo dicho que tengo el mejor regalo.
Elsa prefirió disimular dedicándose a su labor aunque a Chencho no lo engañaba, así que pasado un rato, éste le espetó:
-¡Venga, suéltalo…!
Sin contestarle se levantó. Él aprovechó para saborear el último sorbo de café, y la vio con una carpeta abrazada sobre su pecho, sin atreverse a mirarlo de frente.
-¿Y bien…? –le animó con sorpresa, y cierto sobresalto.
Elsa tragó saliva un par de veces y...
-Te voy a enseñar algo –su voz titubea al posarla sobre la mesa. Aquellas manos firmes, en otros tiempos, ahora temblaban al calarse las gafas-, y sé que comprenderás: con mi pensión de viudedad podría haber vivido con holgura, aunque sin lujos, pero al fallecer Sara y Berto, el mundo cayó sobre mí. Tras muchas noches sin poder pegar ojo, llegué a la conclusión de que Marita era lo único por lo que estaba obligada a luchar y pedí asesoramiento a Tino -el hijo del señor Mariano-, muy entendido de estos asuntos. Y vendí mi casa y la huerta, quedándome con el usufructo de todo hasta mi fallecimiento y una generosa cantidad mensual vitalicia. Tenía que seguir entretejiendo la cesta de mi vida con los únicos mimbres que me quedaban, y así dispondría de los recursos necesarios para que Marita tuviera una vida asegurada y cómoda, o una asignación hasta su mayoría de edad, si yo me iba antes. Y no sea el demonio que me pase algo-, aquí tengo los documentos, comentó mientras movía la cabeza de lado a lado- y si sucede, tomas el testigo. -La portada decía: “Marita: Con esto te quiero dar todo el trigo de mi era…” Y como está todo aclarado, pones calefacción y haces las mejoras en la tuya, si te apetece, pues en ésta sería dinero perdido.
Chencho se levantó, tomó su rostro entre las manos, contemplándola con los ojos ligeramente empañados; y, compartiendo la respiración, le dijo:
-Quisiera pagarte con este beso todo lo que te debo, pero no lo haría ni con miles de millones. Tu medallero carece de hueco en el que prender otro galardón, y tienes un corazón de talla especial que no te cabe en el pecho.
-Pero, por favor, no lo comentes nunca con Marita –casi suplicó, devolviendo la caricia.
-Estate tranquila, Elsa, mis labios quedan sellados. Eres un sol. Mi sol –le susurró al oído-. Por instantes como éste ha merecido la pena haber vuelto, y vivir.
Él ayudaba en las labores domésticas y seguía con sus pasiones: la pintura, el cuidado de la huerta y del jardín de la otra casa, que en baldío y llena de abrojos desde años atrás, pregonaba el tiempo perdido. Lo remodeló: quitaba los agavanzos, zarzamoras, gatuñas, hierbas foráneas cuyas semillas llegaron algún día a lomos del viento y se arrogaron los mismos derechos que las indígenas; y plantó numerosas flores anuales y perennes, cupresáceas enanas en rocallas, un cedro señero y elegante, y una no menos señera araucaria, -especie de la que estaba enamorado desde su primer viaja a Chile- a la distancia idónea para respetar ambos territorios si colisiones; varios pinsapos, hiedras y enredaderas por las paredes, y multitud de plantas que darían, en poco tiempo, un aspecto muy agradable a la vista y devolvería el esplendor que tuvo antaño. Y encargó el vallado que anhelaba desde hacía años.
-¡Buenos días, abu!
-Muy buenos, Marita. –El patito feo evolucionaba a cisne adolescente- ¿qué comes?
-Tortas de chicharrón, abuelo; están riquísimas. Y calentitas. ¿Te apetece una?
-No. Un mordisquín de la tuya. Mmm, ¡Deliciosa! ¿Las preparó Elsa? –Le gustaba paladear el inconfundible sabor de algo tan familiar.
-No. La madre de Vega nos trajo la prueba del sanmartín; ya sabes como es de agradecida.
Se quitó ella la cinta y la rubia melena se desparramó, desafiante, sobre sus hombros. Como le gustaba al abuelo.
-Es un lujo como vecina, con unas hijas tan encantadoras como ella.
-Vega, ya sabes, toca muy bien la guitarra, su hermana acaricia la bandurria con maestría, y además cantan. Me cuentan todo lo que le pasa: ¡Qué si Marita, esto; que si Marita, aquello…! ¿Sabes que quieren formar un dúo?
-¡No me digas!
-Sí, te digo; y hasta tienen ya el nombre artístico: “Las Hermanas Sister’s” ¿A qué es chachi?
-Lo es. Sonoro y originalísimo. ¿No serán canciones machaconas de las que nos flagelan los oídos en la radio?
-¡Que carroza eres, abuelo! Son de las modernas..., de las que gustan a todo el mundo.
-Ya veremos... ¿Me echas una mano y plantamos esos bulbos? –volvió su cara hacia ella, que se había sentado en el suelo abrazándose las rodillas.
-Claro que sí, cariño mío, -se levantó de un salto- estoy deseando. A ver, ¿qué hago?
-Aduladora, si al final tendré que agradecértelo –el abuelo seguía de chacota.
-Abu..., ¿notaste que el rosal de la entrada tiene una floración con una belleza y olor incomparable?
El vetusto rosal sabía mucho de las alegrías, y más de las penas, de su devoto jardinero ya que, emulando al de los Hermanos Álvarez Quintero, vaciaba a diario su alma al cuidar con esmero del vergel.
-Se engalana, y florece en absoluta armonía con su entorno, pero envidioso cuando llegas y compara sus flores virginales, que son de un día, contigo.
-¿Quién lisonjea ahora?
-La sinceridad no adula, ¿lo sabías? –Repuso a quien era un tesoro, de más quilates que el oro, para él.
-¡Claro, aunque qué sería de ti, de tu huerta y de tus flores, sin mi ayuda!
-Mi huerta, y mis flores, son: “tu” huerta y “tus” flores, jovencita; y tú eres la que más disfrutas de todo. Yo sólo soy tú hortelano y tú jardinero..., gratuitos.
-¿Gratuitos? ¿Y los mimos que te doy no pagan el trabajo? ¡Qué poco los valoras!, y tiene razón Elsa, cuando dice que cada día eres el gruñón más desagradecido –refunfuñó entre dientes, pero con el tono preciso para que él oyera.
-Qué farfullas. ¿No sabes que estoy un poco sordo?
-¡Que me digas cuales son los primeros bulbos que entierro! ¿Y a qué profundidad? –le gritó ella.
-Bueno lista, tampoco te pases; estoy algo sordo, y si gritas así seguro que me pondré mucho más. Comienza en esa rocalla, con tulipanes al lado de las plantas de lavanda; a unos diez centímetros retrocede con jacintos y narcisos y, en la parte inferior, van los crocus. Están rotuladas las bolsas y en menos de media hora acabas. Entretanto, yo iré volteando esta tierra estercolada hace días para que se mezcle bien.
-Termino de plantarlos en un periquete –comentó resistiendo la mirada incrédula de su abuelo- ¿te apuestas algo?
No obtuvo respuesta; sí el roce de un beso esquimal en su nariz. Complaciente, empezó su tarea y al poco rato le señaló:
-Abu...
-¿Qué?
-¿Por qué te hiciste ese tatuaje?
Chencho intentaba no mostrarlo, pero al remangar la camisa se destacaba en la piel morena de su antebrazo izquierdo. Era un caballito de mar de apenas seis centímetros, que le grabaron en la primera visita a Shanghai. Levantó la vista y, aunque no era proclive a dar explicaciones sobre ello, le dijo:
-Todo marino que se precie, lleva uno, o varios. Yo sólo éste, y muy orgulloso de él, ya que es mi ángel de la guarda.
-Los que he visto tienen alas, como los pájaros…, y yo tengo dos…
-Son tan polifacéticos –agregó sin dejar que continuase- que toman la forma que la persona protegida se imagine. ¿Dos…tatuajes? Abusona…, me engañas…
-Dos ángeles; uno que veo y otro que no; y creo que me engañas tú a mí, como con el retrato.
-¿? –Le sostuvo la franca mirada con curiosidad.
-Sí. ¿No ibas a pintar mi retrato? Te olvidas de las promesas y seguro que no te atreves. Mucho bla, bla, bla..., y nada de nada –Marita no perdía ocasión de zaherirlo.
-¿Que no me atrevo? Oye, guapita de cara, te puedo pintar hasta con los ojos vendados. Y lo voy a empezar tan pronto que mis otras ocupaciones lo permitan. Y prepárate para posar. Quiero inmortalizarte para la posteridad.
-¿Sólo de cara? –Marita lo miró con los brazos en jarras, la típica actitud de cría desafiante y algo desvergonzada.
-¿De qué cara?, ¿qué... qué quieres decirme? -Él, distraído con su faena y un gesto interrogativo.
-Que si solamente soy guapita de cara. Eso te preguntaba..., feo. –se recogía el pelo en una coleta, que enroscaba y desenroscaba una y otra vez con los dedos, sabiendo que a él no le agradaba; además de una picarona risita de oreja a oreja, y un exagerado balanceo de hombros con rebuscada coquetería.
-¡Psscchh! Supongo que..., quizá..., no sé..., quién sabe..., puede –divagó- quizás a alguien le parezcas atractiva y te llame guapa. En esta vida todo es posible y, según indicaba mi madre: nunca falta un roto para un descosido. –Exageró las sutilezas, puesto que, si se lo proponía, era un zumbón.
-Supones bien. Los tengo así –abría y cerraba los dedos de ambas manos para enfatizar sus palabras- y con lo importante que debo ser, muchos más. El insigne artista quiere inmortalizarme –seguía y seguía pinchándolo. Él aparentaba mosquearse.
-Ni insigne, ni artista. Modesto y aficionado, pero me laten unas inquietudes pictóricas que “otras” no tienen.
-¿Sí?...
– ¡Toma ya! De seguir así, acabarás escaldada, -cavilaba el abuelo.
Se cruzaron una señal de armisticio.
-¡Guapetón!
-¡Preciosa! -Continuaba la metamorfosis de patito a cisne que predijo-. ¿Te acuerdas cuánto te enfurruñabas conmigo por llamarte patito feo?
-Como si fuera ayer; ¿y tú lo que yo te odiaba?
Chencho apretó los labios en una mueca y se dejó remover el poso de la nostalgia salada, para, con los ojos cerrados, verse por dentro; meneó la cabeza asintiendo mientras evocaba otros momentos que navegaban por los ocultos mares de la memoria, o encaramados en las repisas de su almario. Y era cierto. Se estaba convirtiendo en una belleza fuera de lo común; su blanca piel con un pequeño toque de olivo y una pizca de ese exotismo caribeño tan agradable a los ojos de todo el mundo que la conocía.
Así que inició el retrato. Con unos escorzos previos, se decidieron democráticamente por uno en el cual se veía a Elsa en el fondo del jardín; a Marita en primer término sentada con un libro sobre la falda; y a la izquierda al artista con la cabeza vuelta, ante un caballete con lienzo y los pinceles en la mano. La figura de Marita era dominante, y así quedarían los tres inmortalizados.
El cuadro tenía un buen tamaño y en diferentes sesiones le daba forma. La niña protestaba, con mohines, por el cansancio de la postura estática, pero él la obligaba a permanecer quieta, especialmente si se dedicaba a pintar la cabeza que destacaba sobre un cantero de pensamientos violáceos en la plenitud de su floración que él cuidaba, en el fondo del jardín, casi con veneración. Eran muy importantes los matices de luz y sombras para conseguir plasmar el color de su rostro, la viveza de la mirada, atrapando, además, la tonalidad del trigo maduro en su cabello, ¿o quizá era la de la miel recién catada?, que heredó de su madre.
-Tengo una idea, Marita –Chencho, si estaba enfrascado en la pintura, apenas decía una palabra.
-¡Vaya!, si llegué a creer que te habías quedado mudo. Ya veo la bombilla encima de tu cabeza.
-¿Crees, impertinente, que puedes pincharme a cada momento?
-¿A que estás a punto de descubrir la pólvora o algo así?; aunque has de saber que lo hicieron los chinos hace muchísimos años.
-Ya lo sé. No es idea de inventor, y no te metas tanto conmigo, que no merezco tus indirectas. Eres desalmada, lo sabes, y te agrada burlarte de mí.
-¿Desalmada?, mira quién habla. ¿Y no lo eres tú conmigo al tenerme aquí, quieta y entumecida, posando miles de horas para tu cuadro? No te lo perdonaré. Nunca. Pero dime que idea tienes; anda, dímelo.
-Nada. Déjalo así –si ella no se bajaba del pedestal, o le prodigaba alguna carantoña se quedaría llena de curiosidad, sin saber de qué se trataba. Se puso serio y comenzó a recoger-, lo dejaremos por hoy, se está nublando y no me gusta este tono de luz.
-¡Abu! ¿tasfadao? –sumisa se acercó a él, y le pasó la mano por su cara.
-¿Yo?, en absoluto –intentó un mohín hosco bajando la barbilla.
-Pues me lo parece.
-Pues que no te lo parezca –rezongó mientras simulaba sequedad en la respuesta.
-¿A que sí?, estás enojado conmigo; pero si era de coña, tonto.
-¿Y crees que puedes burlarte de mí en todas las ocasiones que te apetezca? –hizo gran esfuerzo para no soltar la risa.
-¡Si además te gusta! Elsa dice que sería muy aburrido hablar siempre en serio –ya le había echado los brazos al cuello y se frotaba contra su cara, como el gato que implora caricias.
-Me rascan tus barbas, viejote. ¿Qué has pensado? Anda canta.
Siempre le tocaba claudicar ante los gestos cariñosos de su joya más preciada. Con el índice sobre su boca y bajando la voz para que Elsa no se enterara:
-Al terminar el retrato voy a tallar el marco en madera, y quiero meter en un compartimiento de la parte posterior una cajita con dos mechones de cabellos, uno tuyo y otro de Elsa. Así habrá algo vuestro en él para siempre. ¿Qué opinas de la idea?
-Mmmm, estupendo, y la acepto siempre que metas otro del tuyo, aunque te quedes peladito; ya que no tienes más de cuatro pelos... en cinco sitios.
-¡Ah! No. Eso no. Las ideas no pueden ser modificadas por otra persona. Pierden originalidad –la miró reacio.
-Es posible, pero pueden ser compartidas. Y la mía es tan válida como la tuya, y si no aceptas..., pues no me dejo cortar ni un pelo. Así de fácil.
-Ya veremos. ¿No Ibas a ir con Elsa de compras? creí oírlo al mediodía.
Al quedar solo, se acordó, una vez más, de los consejos que recibió de Xia Ling durante las clases de óleo.
Se veían casi todos los días. La dulzura que ella emanaba, el usual lenguaje español, que a uno le servía para gozar de la ciudad, y a ella, al practicarlo, para recordar, fueron abrochando una hermosa amistad. Al principio fueron las visitas a lugares pintorescos de la mano de aquella cicerone bilingüe: pagodas y templos adonde, cual Meca del Budismo, acuden diariamente millares de fieles a sus salas de oración. En el Templo del Buda de Jade, pudo contemplar esculturas de Buda en jade blanco, una en posición yacente y otra sentado con incrustaciones de piedras preciosas en sus hábitos; y grandes estatuas, en madera, de la Diosa de la Compasión.
Y museos. Grandiosos y atiborrados de piezas únicas de bronce, vasijas, instrumentos musicales, armas, espejos de varias dinastías, pinturas, jade, porcelanas, esmaltes, sedas...
-El jade –comentaba Xia Ling- es un reflejo de la vida espiritual y material de este pueblo milenario y se relaciona íntimamente con el florecimiento de su cultura. La mayoría de estas piezas tienen inscripciones de los emperadores Ching y otros. Miniaturas de sándalo rojo, y objetos esmaltados, completan las exposiciones de estos museos. Necesitaríamos toda una vida para contemplar con el necesario detenimiento estas joyas de incalculable valor. ¿Y las sedas? ¡Ah, las sedas…! ¿Sabías que la conocida Ruta de la Seda contribuyó a un intercambio científico y tecnológico entre Oriente y Occidente y llegó a desarrollarse al amparo de las rutas de las especias?
Chencho repuso con un ademán y siguió contemplando la mixtura de aquellas riquezas en un lugar donde predominaba lo sensorial y, por un santiamén, advirtió que, borracho de sensaciones, su espíritu se saturaba del arte de aquella cultura ancestral que anegaba sus dilatadas pupilas, como las playas se inundan de algas tras la pleamar.
-Vení, y prestá atención a esa vitrina. Es una obra milenaria en sándalo, con adornos en forma de dragón. Y observá esas cajas en miniatura; servían de cofres para que los emperadores guardasen en ellas sus joyas –el semblante deslumbrado de Xia Ling era, a veces, más sorprendente que las antigüedades expuestas.
Xia Ling llegó al éxtasis ante la exposición de instrumentos musicales autóctonos, algunos con una antigüedad de hasta cinco siglos antes de Cristo, y continuó:
-Mirá, que casualidad. Ese de ahí es un erhu, mucho más antiguo que el que me dejó mi madre, a pesar de que pertenecía a su bisabuelo. Te hubiera encantado conocerla; pues era la dulzura personificada –se advertía un raudal de orgullo y devoción-; yo cerraba los ojos cuando, con sus manos guiadas por diosas, obligaba al instrumento a mostrar los sonidos más sublimes que guardaba en el interior como nadie que lo intentó pudo conseguir; yo, con el alma ensalzada y los oídos de espía, me sentía flotar como un ángel sobre su nube y absorbía su música, como las plantas el rocío, por todos los poros de mi cuerpo. ¿Sabes que fue requerida en numerosas ocasiones para dar conciertos, y no sólo dentro de este país, sino de otros cercanos y llegó a rozar la perfección a juicio de numerosos entendidos? Con el erhu se tocan melodías tradicionales cargadas de simbología, casi siempre anónimas y producto de la inspiración del pueblo, que se pierden en la lejanía del tiempo. Interpretarlas, y especialmente escucharlas, sirve para abstraerse del desaliento, de la pena o de los sufrimientos. Sedan el ánimo y consiguen que el espíritu se eleve hasta cotas sublimes. Nosotros lo sentimos así.
-Mi alma enmudece, amiga mía, y comienzo a entender cuándo una persona habla con la suya, como tú ahora, y me despoja de las gafas ahumadas que impedían admirar este tesoro que se ha incrementado a través de los siglos; aunque te diré que la sensibilidad artística no es patrimonio exclusivo del pueblo chino. Cada cultura tiene la suya y depende mucho de los instrumentos que le son propios. Sería impensable conseguir un solo de trompeta o de saxo con alguno de los vuestros, y viceversa, obtener con esa trompeta o saxo la exquisitez de algunas composiciones chinas. Y es cierto; me habría gustado conocer a tu madre, aunque es imposible que nadie te mejore -había franqueza en las palabras de Chencho.
-No es cierto, Cheng –le rozó una mano y el color tiñó sus mejillas-, lo dices para adularme.
-Sí lo es, Xia Ling, soy sincero; y quisiera asistir, si es posible, a uno de tus ensayos. –Aventuró, después de una pausa.
-Me sorprendés con tu ocurrencia. Pediré permiso y ya lo comentaremos. Ese instrumento parecido a un laúd se llama pipa- seguía gozando de la exposición-, y aquella es una di, similar a una flauta travesera; y el que tiene forma de luna un yeuqin. Podrás observar que son piezas únicas.
Comulgaba del entusiasmo que transmitía su chinita –el apelativo cariñoso de la que llegó a endulzar su vida por divina casualidad- a través de los suaves matices de su melódica voz y de unos ojos vivísimos que expresaban sentimientos imposibles de pronunciar; mientras, codicioso de gozar con la grandiosidad de lo expuesto, absorbía ingentes dosis de cultura milenaria.
Paseaban mucho por la ciudad. Y a veces pedaleando lentamente en bicicleta.
-Otro día dejamos la bici si te cansás, y tomamos el colectivo.
-En absoluto, me gusta, y así hacemos ejercicio.
-¿Y qué opinas de esos modernos rascacielos o de los callejones donde se mezclan el presente y vestigios del pasado? Es una simbiosis de modernidad occidental-oriental con el legado de los tiempos coloniales -comentaba Xia Ling-. La población autóctona es conocida por su habilidad para los negocios, en una ciudad que compite en modernidad y poderío con Hong Kong y eso la distingue del resto de la población china. A Shanghai se la llamaba El París del Este y, abierta al capital extranjero, mantiene la primacía sobre otros colosos orientales -se desplazaban con parsimonia por algunas de sus calles sin que Xia Ling dejase de hablar.










































¿Dónde diablos las habré puesto? –Chencho farfullaba al escudriñar entre periódicos, revistas y menudencias a la cálida luz de la chimenea.
-Abuelo, ¿qué buscas?, ¿acaso las zapatillas? Deja de dar vueltas y dime qué haces –Marita lo miraba de reojo.
-¡Las malditas gafas, coñe! No las encuentro.
-¡Ja,ja,ja! –Elsa se desternillaba- ¡Ay..., qué viejo estás, abuelo! ¡Si las tienes puestas!
-¡Es cierto!... No las veía, y eso que miro por ellas –Chencho arrugó el ceño al notarlas sobre su frente, riendo con el juego de palabras-. Viejo, sí. ¿Y qué?, todavía puedo dar lecciones a muchos jóvenes; no os quepa duda.
-El tiempo no pasa por ti, por lo visto; así que siéntate que te calzo las zapatillas –Marita se había arrodillado, entre aduladora y guasona- ¿Ves? Estoy a tus pies, idolatrándote. Eres mi santo favorito. Y aunque a los santos se les piden muchas cosas, a ti nunca te pido nada.
-Ya. ¿Qué me vas a pedir? Si es todo tuyo, quizá sería yo quién tendría que pedirte algo. Y, a propósito: atiza la chimenea. Venga, que hace un frío de mil demonios.
Marita dejó de escribir versos en el cristal empañado de la ventana y echó un manojo de urces que crepitaron con escándalo al avivar el fuego y salpicaron el suelo de charamuscas; los tarugos de roble convertidos en brasa eran primos-hermanos de otros que escucharon, allí o en otros millones de hogares, lo que el acervo popular nombró siempre como: Cuentos hilados al pié de la lumbre. Había llegado el invierno; las rachas del implacable viento, que se filtraban por las rendijas de la techumbre, creaban un monótono soniquete al mover alguna teja, o maullaban como gatos en celo al unísono con miles de demonios enfurecidos; y las temperaturas se medían en grados negativos.
-¿Está chachi mi rey? ¿Elsa, te doy una manta para los pies? –paseó la mirada del uno a la otra.
-No. Prefiero arrebujarme esa toquilla a las piernas –se había puesto unos escarpines de gruesa lana, tejidos por ella misma, que mantenían el calor.
Chencho aseguró con un beso en la punta del índice y del pulgar que estaba chachi, y quedó abstraído con amontonadas añoranzas de difícil olvido; veía, sin ver, arder los leños en la chimenea con la danza de las llamas en la cara de Elsa, ya que su mente sobrevolaba la realidad acaecida en un mundo lejano:
Ascendimos, caminando hacia el cielo, a un monte donde la madre Natura derramó con largueza una lujuriosa magnificencia, y fuimos transportados a una extraña dimensión en la que se espera cualquier signo sobrenatural o abstracción esotérica imposible de explicar con palabras. Compartíamos un plato de arroz, un cuenco de leche, y frutos silvestres, con un hospitalario grupo de pastores nómadas, que vivía la noche sentados en círculo al calor del fuego, cuyas lenguas ígneas con mucha intensidad infundían en sus rostros luces y sombras que proporcionaban a la estampa un impenetrable halo de misterio, el cual se acrecentaba ante un firmamento constelado de millones de cercanas e insultantes estrellas hacia las que viajaban las lenguas de fuego de los dragones que habitaban en la hoguera -según narraba con habilidad de tramoyista el patriarca del clan- que, flanqueadas por las blanquecinas volutas de humo, parecían pregonar en silencio esa insignificancia del ser humano; y en aquel instante supe que mi humildad se tornaría perdurable. Xia Ling desmenuzaba en castellano las leyendas ancestrales conservadas en relicarios que recibieron ellos en herencia desde tiempos inmemoriales, y que ésta entretejía con irreales imágenes, trufándolas con sonidos o gestos con tales visos de realidad que apenas se necesitaban esfuerzos de imaginación para ser comprendidas. Llega a mi memoria una excepcional: Un emperador era maestro en el juego de ajedrez; lo practicaba a diario en un tablero con figuras de ébano y marfil y se encargaba personalmente en su cuidado, mimando la de la ebúrnea reina con un fervor casi religioso, con ello conseguía que mientras el resto de las piezas, y él incluso, soportaban los embates del tiempo, ella –su dama- fue el prototipo de la eterna juventud. Agradecida correspondía a sus halagos hasta que un día, después de muchos años, el achacoso monarca notó la falta de un alfil negro, de un caballo blanco y de su consorte, sin que nadie, ni en palacio, ni en el reino, tras infructuosa búsqueda pudieran hallarlos, lo que le llevó a un estado te congoja tal, que prefirió dejarse morir. De pena y de amor.
Acabadas las narraciones, los más jóvenes, y en honor de los convidados, entonaron canciones que hablaban de flores de loto, de cosechas copiosas, de amor y de amista; y de que aquel lugar –y tenían toda la razón- era la antesala del puente para llegar al cielo…, en fin, de la vida; y terminaron bailando alrededor de la fogata antes de acostarnos al raso, apenas cubiertos por unas pieles y de cara a la bóveda celeste; ese gran paraguas en el que se podían contar, pasando el dedo de uno a otro, aquellos titilantes astros que: en sideral armonía serenan el ánimo; y plagaban la concentrada belleza del firmamento, con los que aprendí a vivir, sin haber dejado de soñar. Era tanta la magia de aquel etéreo regalo, con un seductor envoltorio, que embargaba los sentidos al percibir al unísono, y como música de fondo, los mil y un sonidos de la naturaleza; al aspirar la mezcla de aromas de la fauna y de la flora del entorno, como colofón a unas viandas sencillas e irrepetibles, que de su humilde y satisfactoria forma de vivir nos ofrecieron unos hospitalarios seres que allí las disfrutan, y para los cuales la montaña es su casa, sin puertas, sin paredes ni límites; ya que el compendio de su felicidad son unos buenos pastos para el ganado, poder bajar al valle cuando el cielo comienza a desbordarse derramando el plumón de cisne; y alimentar la confianza del retorno en primavera para tener la capacidad de sumergirse en un mundo desde el cual contarán de nuevo las rutilantes estrellas y, aupados en la roca más alta, poder pasar las yemas de los dedos de una a otra en suave caricia, a la vez que, ante la ancestral oscuridad, musitan una ferviente oración con el fin de intentar descubrir los ocultos enigmas del luminoso rompecabezas estelar. Nada más.

El salón era rústico, amplio y acogedor. La pintura de las paredes en una tonalidad más clara que los membrillos, y un gran ventanal orientado al mediodía le proporcionaba luminosidad. Enfrentada a éste una enorme chimenea de ladrillo rojizo con dos decorativos platos de Talavera encima; y el resto de ese tabique con una surtida librería y en el techo vigas vistas de roble. Algunos muebles antiguos entre los que destacaba un gran sillón orejero y una lámpara esquinera de nogal torneado con apliques en bronce y pantalla de pergamino, que proyectaba la luz directamente sobre la butaca y difuminada sobre el resto de la estancia. Una mesita de pino y el antiguo reloj de pared –el que acompañó con el sonoro carillón tantos momentos de sus vidas-, completaban el rincón preferido de Chencho, para leer o escuchar algún disco, dentro de aquel santuario que rezumaba intimidad. El único privilegio moderno consistía en un equipo Surround Dolby que con unos altavoces bien disimulados proporcionaban una difusión armoniosa de la música. Elsa, si estaba sola y en estación invernal, optaba por quedarse sentada en el enorme escaño de la cocina, ensamblado allí mismo a la vez que la gran mesa de pino, a la que podían sentarse hasta una veintena de comensales. Un vasar antiquísimo y una camilla, la cantarera de tres huecos, en desuso, que servía ahora para alojar dos macetas y un escriño en el hueco del medio con flores secas, eran los principales muebles de su reino.
El retrato se secaba y Chencho Iba tallando unos listones de madera de nogal, dúctiles al cincel y con hermoso veteado idóneos para un marco que armaría, pidiendo prestada a Colás una sierra.
-¡Hola chato…! –Chencho saludó, recostado sobre el vano de la puerta, sin que el saludado oyera nada. Aunque tras levantar la mirada amenazó:
-Penetra, si te atreves. –El tono daba a entender que el horno no estaba para bollos.
-¿Estás bien...?
-¿Debía estar mal? ¿Y tú?
Chencho encogió los hombros, y gritó:
-¿Puedo llevar ése aparatín que tienes para cortar en ángulo?
-¿La sierra de inglete?... ¡No! –Respondió con un grito más fuerte, y desconectó la máquina.
-¿Bromeas?
-¿Se me nota tanto en mi cara?
-No. La tienes de yeso, quise decir de palo, pero no sé, quizá hablas en serio...
-Exacto, muy en serio; y la tengo de palo, de madera de árbol. Todo se contagia.
--Ya veo. (¡La madre que lo parió…, me quiere aguijonear!) –Mirada incrédula de Chencho.
-¡Nanay…, que no! ¡Que no te la presto, leñe! –Colás lo miraba con cara de circunstancias, tras subirse a la frente las gafas protectoras. Era consciente de que su amigo le provocaba adrede, aunque se reía interiormente a pesar de la decepción que mostraba en su semblante.
-(Juston, tenemos un problema). Pero hombre, no seas pelma..., que la necesito. Quiero hacer un marco.
-Me lo habrás contagiado. ¡Pelma tú, que ya chocheas…! ¿Un marco?, ¿quieres hacer un marco?..., ¡Tamos apañaos…! –Se limpió las manos-. Lo que quieres es: deshacer un jodido marco. ¡No te jo...roba! La llevarás, los cortarás en inglete, y al ensamblarlos verás que la chapuza ya no tiene arreglo. Unos milímetros de error, que seguro lo tienes, y la jodimos –razonó con evidente movimiento de manos.
-¿Tú crees? – Chencho, obligado por el temporal, asió con fuerza el timón para hacerse con su barco; así que respiró hondo.
-No lo creo. ¡Lo aseguro! En esto eres más inútil que el cenicero de una moto –intentaba que la mordacidad no pintase mucho su rostro.
-Eres poco original, yo suelo decir: más inútil que una dentadura de segunda mano; pero, ¿sabes lo que te digo?: que ya sabré apañarme, así que… ¡aire…, me echo yo solo! –olía a cuerno quemao, y se despidió con la mano en alto, eso sí, dándole la espalda para que no advirtiera el alborozo que la escena le proporcionaba.
-Quieto…, parao, enano. Qué epidermis más fina. ¿Tienes urticaria?
-Que no, colega, que no…; que tienes razón. El quinto mandamiento es no estorbar, así que… ¡alíviate, que falta te hace; y a lo tuyo!... –respondió sin volverse, por obvios motivos.
-Espera un poco, hombre, dame la cara y dime: aunque te deje la sierra, ¿cómo pretendes, sin otras herramientas, cajear la parte interior para que se aloje perfectamente el bastidor del lienzo? Dímelo anda, dímelo; y admite que estás más verde que Carracuca –insistía testarudo.
-Algo royo si que estoy, aunque lo haré como Dios me dé a entender.
-Claro, y ¿a saldrás airoso de la prueba? Ni de chiripa, macho.
La tormenta quedaba en una simple brisa.
-Jo..., si me la prestas corresponderé, en justa reciprocidad, con cualquier cosa que me pidas –Chencho puso cara de circunstancias para intentar ablandarlo.
-¡Ahí te quería ver yo! Cu..., ¿Cualquier cosa? ¿De veras? –la sonrisita que brillaba en el rostro de su amigo, le puso en guardia.
-Palabrita del Niño Jesús –jurando al modo indio-; sobreviviré, una vez más, a tus ultrajes, así que: lo que me pidas...
Su amigo no pudo encubrir el regocijo, y...
..., menos que acepte otra encerrona, como la que me propinaste hace tiempo, para descogollar esos caracoles que tú...
-¿Prefieres estragarlo por no degustar otra vez los famosos “Escargots á la bourguigmone” que preparan estas rudas manos de ebanista? Pues, colega, tú mismo...
-Perdona que te lo diga, Colás, pero invitaciones como ésa, además de ser prescindibles, trasgreden las normas de nuestra amistad. Y dime algo: ¿son famosos, quizá, porque aquella casi novia francesa que tuviste te dio lecciones para cocinarlos?
-Exacto, y aquella novia, que lo fue, y que me enseñó el exquisito arte, como tú dices, tenía nombre. Se llamaba Francóise, y era una chica excelente. –Repuso con excesivo retintín.
-Pues poca cosa te enseñó..., y supongo que no mucho más... –Comentó sin anestesia; por lo que el imperceptible gesto de guasa en la cara de Chencho, anunció a Colás que comenzaba a pisar terreno resbaladizo, así que...
--C'est la vie ¡Y por los hijos de Eva, amigo; déjame en paz de una vez, que yo trabajo para comer y no puedo estar toda la mañana soportando majaderías! O te dejas de pamplinas, o... te aireas..., como dijiste –fue patente el gesto de despedida con ambos brazos-, así que...
-¿Y si te pago un precio...? –Al ser interrumpido, se le escachó a Chencho la irónica sonrisa apenas esbozada; y le sostuvo la mirada vislumbrando un resquicio de esperanza.
-... razonable claro que sí. Te los sierro, los encolo y remato las uniones con el esmero que me ca-rac-te-ri-za; y si no te gustan, los pones en remojo –repuso con ostensible ademán- y te cobraré lo que sea ra-zo-na-ble, naturalmente. ¿O crees que trabajo gratis?..., ¡Ah!..., y son lentejas.
-¡Será por dinero!... –Repuso Chencho impertérrito.
-¡Ele ahí!... ¡Siempre rumboso! Te costará un café y...
-Y, por tus querencias, copa de Napoleón, ya lo sé; si te atreves con ella -le interrumpió.
-Soy..., te diré: algo chauvinista. Prefiero Carlos Primero.
-De acuerdo, Colás, pues, con esto y un bizcocho..., mañana te los traigo. –Se dio la vuelta, presuroso.
-Veo que hay fuego por ahí. Me pondré a tu tarea, en cuanto mis otras obligaciones lo permitan.
-¡Entonces, largo me lo fiáis compañero...!
-No me subestimes, hombre de poca fe...
-No me atrevería. –lo miró de reojo.
-¿No? ¡Pues arrea, muévete de sitio, que no me dejas ver, y vete, de una vez, aunque sea por la sombra! –Conectó la sierra y continuó trabajando.
-Yo también te quiero…-Fue mejor que Colás no le oyera.

El cuadro pregonaba la destreza del artista, pues el maestro se esmeró en el remate de los ángulos y en el ajuste de las figuras talladas sin que se notase la ruptura del corte.
-Tiene cera. ¿Captas? –lo miraba con cierto recelo- Que el barniz, ni lo huela. Gamuza, jarabe de muñeca y si es necesario otra capa liviana de cera –te dejo este bote- y más jarabe. ¿Dónde lo vas a colgar?
-¡Capto, o crees que soy bobo! Encima de la chimenea, ¿te parece bien? –Chencho admiraba la obra de su amigo –A Elsa le gusta ahí.
-¡Oye!..., que si os parece mejor otro lugar..., por mí... –Intervino ella encogiéndose de hombros.
-Hay unanimidad. Es donde más luce -a Colás le maravillaba el lienzo posado sobre la repisa.
-Creo que la escafandra impide verlo en su plenitud –Chencho la retiró manteniéndola apoyada en la cadera- aunque no sé donde ponerla.
-¿A que sabes, Colás, cual es el lugar idóneo? –Elsa no perdía comba.
-Sí, pero él tiene un calvario, nunca mejor dicho, de tamaño natural, y no le cabe.
-¡Vaya pareja...!, -Los miró de hito en hito- Como humoristas sólo dais pena...
-¿Quieres tomar algo, Colás? ¿Cerveza? ¿Una copita? -Ella generó una cambiada.
-Gracias Elsa, me la debes. Cada día estás más guapa, ¿verdad Chencho?
-¡Umm...! –Y el aludido, aún huraño, se encogió de hombros.
-Como quieras, ya sabes que estás en tu casa. –Como si Chencho no existiera-. Voy a seguir, o acabaré ruborizándome, y tengo esperando un cesto de ropa necesitada de plancha.
Salió. Momento idóneo para confidencias.
-Oye, carota, que no me has dado las gracias –Colás hurgaba en la matadura.
-No me habrás oído… -Se conocían tanto que iban de puta a puñetero.
-Quizá.
-¿Sabías que vendí la chopera?
-¡No me jodas...! ¿Con el cariño que le tenías?
-Y que le tengo. Es cierto. Pero los árboles están en el momento óptimo de aprovechamiento y así una preocupación menos. ¿A que hace años que no vas por allí?
-Ni meses. Sabes que hago bicicleta y si el camino deja de estar intransitable, como en tiempo de lluvias, cruzo el puente nuevo, y asciendo hasta la cimera de La Collada.
-Jo. Es que las bicicletas son para el verano, decía alguien... ¿Y no te da la pájara al subir?
-¡No, qué va! Es cierto que llego con la lengua fuera. Desciendo despacio y bebo agua en La Fuentina.
-¿Qué bebes agua de La Fuentina? ¡No te creo!
-¡Claro que sí! Me detengo, bebo de bruces, y lleno la cantimplora. ¿Por qué no iba a hacerlo?
-¿Que, por qué?; porque sentías aversión al viejo manadero –Chencho no salía de su asombro.
-Ya. Pero eso era antes; de guaje tenía mis fobias –contestó Colás, recordando.
-NI fobias, ni leches. Tú y tus fantasías.
A veces, de pequeños, iban con el padre de Chencho a la chopera, y mientras éste trabajaba, ellos jugaban a indios y vaqueros. El agua brotaba en La Fuentina -así le llamaban desde que él recordaba- con vaho y a borbollones en invierno, como suele brotar el agua viva en la mayoría de los manantiales, aunque en verano éste era imperceptible y resultaba muy fresca. Colás, muy dado a las lecturas fantásticas, empezó a decir que salía tan caliente porque los demonios la impulsaban a soplidos. Nunca bebió de ella, ni siquiera mojó las manos. Y aunque para Chencho era El Manantial Sagrado Sioux; él la despreciaba como El Agua Maldita Que Arde.
-¿Y no crees que, con o sin fantasías y fobias, éramos más felices? – No obtuvo respuesta directa.
-Vamos hasta el bar. –Chencho se levantó-. Es sábado y “hoy canta Gardel”.
Mirada interrogativa de Colás.
-Que querrás cobrar, chaval; que hay plata fresca, pibe... La frase es chilena.
-Pues el cuerpo me pide un buen tango.
Se despidieron de Elsa que, sentada en su silla de paja al calor del brasero de picón, se afanaba en terminar unos gruesos calcetines de lana para su nieta.
-Vuelvo pronto –comentó Chencho desde la puerta, con la mano levantada. –Elsa, parece que hay tufo. ¿No lo notas?
-Acabo de quitar un tizón que humeaba; marchad tranquilos; Colás –éste se acercó a besarla- dale un besín a Mari.
El brasero tenía demasiada cernada y no calentaba mucho. Se agachó, le echó una firma y puso a calentar un cacillo de leche para merendar.
-Y vamos a instalar calefacción en mi casa. –Seguía contándole a Colás sus proyectos-. Pasaremos durante las obras a la de Elsa y al terminar la cerramos Ya sabes que la provisión de brezo y de leña, para caldear el hogar, se convierte en algo cada vez más fatigoso; y los años pasan factura.
-Es una idea muy acertada. Y si necesitas algo de mí, ya sabes.
-Ya sé que también ejerces de Otilio, así que no te libras de alguna chapuza de las que tanto te agradan –aprovechaba cualquier ocasión para zaherirlo.
Colás se colgaba del brazo a su mejor amigo, dos años mayor. Esta pequeña diferencia de edad fue suficiente para sentir por él, aparte del aprecio innegable, un respeto rayano en la idolatría, y desde chicos supo que Chencho era un líder; apreciación conservada durante toda su vida y que se afianzó con un fluido trato epistolar durante las ausencias. Chencho lo trató siempre como al hermano pequeño que no tuvo.
-Buenas tardes doña Ceci. ¿Qué tal está? –Era Colás quien interrumpió el paseo de una vecina de toda la vida, para saludarla.
-Nastardes, hijo. Estoy bien; y conozco tu voz aunque casi no te veo: ¿a que eres el niño de Serafín, el carpintero?
-El mismo, señora, el mismo, aunque de niño...
No le hizo caso, ya que estaba mirando con atención mal disimulada a su acompañante.
-¿Y tú quién eres?
-Fulgencio, señora, no sé si me recuerda...
-Chencho; claro que me acuerdo de ti, pillastre; y de la cantidad de novelas que te cambié en la vieja librería. Y he sabido que, emulando a los protagonistas de Salgari y de otros, has viajado por todo el mundo.
Había sido, doña Cecilia, una persona importante en su vida y en la de muchos otros de varias generaciones. Mujer soltera, y encantadora, que como dueña de una librería de lance, le surtió de toda clase de libros que él, con avidez, devoraba. Por unas monedas, y en la mayoría de las ocasiones sin ellas ya que la economía del rapaz no le daba para los canjes, le cambiaba una novela por otra, y, de esta forma: “le preparo refritos de Salgaris, Vernes, Stevensones; y de otros autores menos necesarios que le proporcionan la dosis diaria con la que acallar sus necesidades literarias, y le invitan a soñar”, solía comentar con otros clientes.
-Es cierto, y por muchos países.
-¡Qué tiempos aquellos, granujas! También me acuerdo de Tasio, de Geli, de Pichi el Cagacohetes..., pobre chaval; y claro está de las chicas: de Asun, de Elsa, de Colorines, y de tus hermanas –se dirigía a Colás- que no las he vuelto a ver. ¿Están bien?
-Están muy bien, aunque vienen poco, ya sabe: la lejanía y sus trabajos...
-Que nos hacemos mayores, doña Ceci, aunque yo cada vez que vengo la veo más guapetona; como si por usted no pasase el tiempo.
-Gracias hijo; ya me gustaría, ya; y sé que es un inmerecido halago.
-No lo es, y usted lo sabe; y yo porque estoy casado, si no hasta le tiraba los tejos... –era Colás quién le contestó.
-Me pondré colorada, así que voy a seguir mi paseo, si no os importa.
-Claro que no; hasta otro rato doña Cecilia –se despidió Chencho.
-¡Vaya pareja de atorrantes, que ganas me quedan de revolveros las greñas, como antes...! –Les acarició la cara con sus dedos.
-Pues no se prive, aunque se han convertido en cuatro pelos; y haga el favor de cuidarse, que necesitamos verla muy a menudo –remachó Colás.
-“Este contumaz mozalbete lleva tiempo pisando la línea de salida, y va a llegar lejos...”, lo dije siempre, al leer su mirada ávida de sensaciones fuertes, y acerté.
No entendieron la frase que farfulló la anciana al irse, y también siguieron su camino.
-¿Qué quiso decir con... pobre chaval? –Chencho indagó-. En uno de mis paseos cogí el camino del sierro y me di de bruces con su cementerio de espantapájaros. Ya ni me acordaba de Cagacohetes.
-Ahora está muy cuidado. Con rosales silvestres y todo.
-Es cierto, limpio y desbrozado, y me percaté que hay una pizarra escolar de aquellas de nuestra niñez que tiene una frase esculpida: Vendo injusticias. Pichi Cagacohetes. Y me suena raro.
-¿Y no sabes...?
-No, claro que no. ¿Por qué vende...?
-Cambia el verbo, amigo mío: vender por vendar... Creo no es de él esa expresión, pero se le ocurrió a alguien y como homenaje póstumo lo dejó grabado allí. Era un tipo peculiar.
-¿Póstumo..., era? –Chencho comenzaba a suponer.
-¿No sabes que emigró a Francia con sus padres y al poco tiempo murió atropellado?
-No. No lo sabía; se van los buenos y quedamos la morralla.
-Tienes razón y hace tanta falta gente como él en esta puta tierra.
Y era cierta la reflexión de Colás. Pichi, El Cagacohetes, apelativo ancestral de su familia, y que él mismo utilizaba como apellido al presentarse, participó en las andanzas de la pandilla; era un corazón más grande que un trigal lleno de amapolas, con el que se abrazaba a las penalidades ajenas; si veía llorar a un niño y era incapaz de consolarlo, le caían unos lagrimones mayores que los suyos; si tenía que lanzar un penalti, lo fallaba para que no perdiera el equipo contrario, y si hacía de portero del que iba venciendo le entraba un intenso dolor de barriga al ver llegar al delantero contrario y, claro, marcaba. No toleraba ninguna injusticia; y lo que de ninguna manera soportó era ver espantapájaros crucificados en las fincas. Se las arreglaba para, en pleno día o con nocturnidad, arramblar con ellos y ocultarlos en una zona frondosa y no muy concurrida. A los perplejos labriegos de manos entrecalladas por sudores infructuosos y fríos inclementes, y bastante mosqueados por las misteriosas desapariciones, no les llegaba la camisa al cuerpo cuando la bruja que cuidaba la ermita propaló, y no mentía, que llegó a contemplar como uno de ellos se balanceaba al caminar, y sobresalía su cabeza sobre las mieses. Aunque entre el mocerío existía una tácita Ley del Silencio en íntima connivencia con el rapaz.
Llegó a disimular entre ramajes o zarzas a decenas de ellos, y en algunos aún hoy pervivían, como testigos mudos de épocas más felices, los raídos sombreros y sus brazos en cruz.
-Pues ya ves –continuaba Colás- parece ser que una señora se torció un tobillo o algo así y se le escapó cuesta abajo el cochecito de su bebé; él en un arranque espontáneo corrió para empujarlo hacia la acera contraria y salvó al niño, pero no pudo recuperarse de las lesiones recibidas. Sus padres conservan el recuerdo de un hijo ejemplar, una medalla póstuma y disfrutan, si así se puede decir, de un buen empleo concedido por las autoridades de la ciudad.
-Jo, hay gente predestinada para hacer el bien hasta muriéndose.
-Por aquí fue muy comentada la triste noticia, se desveló el misterio y, desde entonces, aquel es un camposanto de diabluras perpetuadas que cuida todo el mundo.
Chencho no contestó y siguieron paseando.
-¿En qué piensas? –La pregunta de Colás hizo que Chencho se bajara de la nube.
-En la cantidad de coetáneos nuestros que faltan...
-Más de los que quedamos, amigo, muchos más. Unos se fueron y vuelven a menudo –le apuntó con el dedo-; otros quizá algún día, aunque sea por Navidad, y alguno nunca más.
El aludido movió la cabeza asintiendo, con el rictus que requería el momento.
-Pensemos en algo menos triste –Colás dio una cambiada.
-¡Que no me había percatado macho: vas que lo viertes! –se echó hacia atrás para mirarlo de arriba abajo-. Buen traje, gabán de entretiempo, chalina, guantes; ¿olvidaste el sombrero?
-Mi encimera no lo precisa; la chalina la heredó mi padre; yo de él, y la dejaré a una de mis secuelas. Lo demás sólo es cáscara o escayola; vamos, apariencia para dar el pego.
-Al paso que vamos, ni de coña la usarán tus secuelas, como las llamas. Como no vayas por un secuelo...
Su padre, al quedarse viudo muy joven, tuvo que trabajar duro en su admirable y admirada profesión para sacar adelante a: las secuelas que le quedaron de un matrimonio demasiado breve y feliz, como aseguraba a cuantos pudieran interesarse por su vida y milagros. Eran tres las citadas, dos mujercitas, gemelas y encantadoras y un anhelado mamoncete –tardó casi tres años en llegar, y otros tantos en dejar el pecho, y así le fue a su madre, aseguraba-. Las vio crecer, hasta que al llegar a una edad en la que era preciso tomar decisiones trascendentales, y ante las perspectivas que vislumbraba, pactó con ellas lo siguiente: “Me voy haciendo mayor, y aunque supongo que me queda bastante cuerda laboral, quiero que seáis personas preparadas para luchar por vuestro futuro de la forma que creo es la más idónea: Vosotras, tras un bachillerato superior terminado con notas muy aceptables, podréis estudiar la carrera que elijáis en la universidad de nuestro país más idónea para ello. Yo sufragaré todo hasta el final, y hasta que consigáis un trabajo; y ésa será vuestra herencia. No os va a faltar de nada, pero os exijo un aprovechamiento equivalente al esfuerzo empleado. La tuya, Nicolás, y en vista de las ramplonas notas que me has traído - y sin que este comentario sea un reproche, sino al contrario-, será el taller, con su maquinaria y todos los elementos necesarios para continuar un oficio que te gusta y para el que te creo muy capacitado. Estarás a mi lado hasta que sea yo el que siga al tuyo, y cuando creas conveniente tomarás las riendas del negocio. ¿De acuerdo? No contestaron, mejor dicho sí: lagrimones como melones –no se intenta la rima- rodaban por las ocho mejillas.
El pacto que resultó según lo previsto, pasó como un flash por la mente de Colás antes de responderle:
-Sería póstumo. La legítima me lo ha jurado.
-Entonces, ya sabes: ese pan ni se toca. ¿Me admites un consejo?
-¿Sexual? No. Pero me lo darás, estoy seguro.
-Cambia de peluquero, Colás, y vete a uno de pago.
-Pero..., ¿de qué me hablas? Ni que El Peinetas me lo cortase gratis.
-Pues así lo vas pregonando, y lo peor es que la gente no se atreve a decírtelo; yo sí, porque soy tu amigo.
-Déjate de bromas. Pues a ti no sé quién te lo arregla, pero vas como un pincel. ¿Nunca usaste guantes? –preguntó a quién iba pulcro y trajeado, aunque con las manos desnudas.
-Hace tropecientos años me regaló Elsa un par. Al mediodía los había perdido, conque hice promesa solemne de: guantes no. Soy un chicarrón, no como otros presumidos soplagaitas…; oye: sin mirar a nadie… ¡Eh!
-Ya lo sé; y claro que lo eres, se te nota la buena crianza, pero el sol ya racanea su calor y los últimos pájaros están pasando en su viaje hacia el sur. Así que ya sabes lo que quiere decir.
-¿Qué se adelanta el invierno?; estate tranquilo, sé cuidarme.
-¿Te das cuenta, amigo, de que los humanos iniciamos las conversaciones casi siempre hablando del tiempo? ¡Que si vaya helada que está cayendo; que si hace un calor del demonio…! Por cierto, hace días –siguió Colás- me contaron un chiste de indios y de fríos, que me hizo retroceder decenas de años. Quizá lo hayas oído.
-O quizás no –le animó a seguir, levantando las cejas.
-La tribu estaba intranquila; el otoño lucía exultante unos colores que emborrachaban los sentidos, y auguraba un invierno inclemente. Los más ancianos preguntaron a Toro Erguido, el hijo de tu sucesor, ¿Te acuerdas? Dinos, Gran Jefe: ¿Cómo vendrá el invierno?
-Implacable. Hay que ir recogiendo leña –les dijo tras unos minutos de concentración para consultar a Manitú.
Y los indios se pusieron a la tarea. No obstante, Toro Erguido llamó al Servicio Meteorológico para interesarse, como cualquier ciudadano anónimo, y le dijeron lacónicamente:
-Entrevemos un invierno frío. El viento seco que arena los ojos da fe de ello.
Y siguieron con el acopio de todo lo que llegase a arder. Apenas una semana más tarde le comentaron:
-No hay trazas de nieve, Gran Jefe. ¿Crees que vendrá tan gélido como dices?
Después de nueva consulta a los dioses, lo agravó algo:
-Muy riguroso. No tenemos más remedio que seguir cortando leña. Mucha madera y todo lo que arda. Y que rebose la caza en nuestros congeladores. ¿No escucháis que la ventisca aúlla como mil coyotes? -Aunque haciendo uso de las ciencias, volvió a telefonear y obtuvo una respuesta parecida:
-Muy frío. Y mucha nieve, señor.
Se afanaron para recoger todo lo que tuviera posibilidad de arder en los alrededores del campamento. Los primeros copos comenzaban tímidamente a caer. Y:
-Gran Jefe: ¿Tendremos bastante?
-¡No!..., -vociferó, elevando los brazos en gesto implorante- ¡necesitamos más; mucha, mucha más, y pronto; sino se cerrarán los caminos!
Y otra consulta. Y otra respuesta más acorde con las previsiones:
-¡Se espera un invierno glacial, largo y muy frío!
-¿Cómo cuando los grajos vuelan bajo? –Toro Erguido preconizó.
-Exacto. Es la definición técnica más acertada –al otro lado de la línea estaba, sin duda, alguien que compartía con él su sentido del humor.
-Oye Colás de Milano: –interrumpió Chencho animándole a seguir-. ¿Es un chiste de cercanías?; o de largo recorrido. ¿Acabarás de contármelo antes de que lleguemos al bar? –Éste lo miró y..., ni caso.
-Ingentes montones de troncos y ramajes al lado de las tiendas y en los alrededores del poblado, abastecidos de caza y, efectivamente, el invierno, crudísimo y largo, marcó un hito en la historia de la zona, tanto que ni los más ancianos de la tribu se acordaban de otro igual; y les sobró de todo: comida y mucha leña. Toro Erguido, muy previsor y ufano de no ver truncadas sus profecías, se ganó el agradecimiento de la tribu, aunque él, algo mosqueado, telefoneó una vez más:
-Aunque disponen de esos artilugios de última generación: ¿me pueden decir cómo supieron ustedes que el invierno iba a ser tan horriblemente frío?
-Pues mire usted: esos aparatos nos facilitan una previsión científica y veraz, pero hay algo que es infalible para nuestras predicciones y está por encima de toda la técnica informática: observamos la conducta de los indios que son muy sabios, y así tenemos la certeza de no fallar. Cuanta más leña y provisiones vayan acumulando, más gélido e inclemente será, y a las pruebas nos remitimos –le respondieron.
Penetraban en el bar, riendo a dúo; tanto, que el dueño preguntó:
-¿A qué se debe este júbilo?
-¡No te lo vas a creer, Agustín! –Chencho se retorcía de risa, con su mano en la mandíbula, como si su amigo le hiciera cosquillas- Invité al prójimo –le puso el índice en el pecho- a tomar una copa de coñac de marca y dice: ¡que la quiere de garrafón!, y no sé si en este tugurio la tenéis.
-¡Naturalmente! Es una evidencia, pues ya sabe él, y mi clientela, que pidan lo que pidan el contenido de las botellas es el mismo, sólo cambian las rimbombantes etiquetas –Agustín señalaba las repisas, desternillándose como ellos. Y es que, a veces, hasta llorando se hacen amigos.
-Ya decía yo... –Chencho intentaba empapar sus lágrimas.
La ocurrente entrada contribuyó a crear, como por arte de magia, una chispa de hilaridad entre los clientes de la cafetería.
-¿Qué pa..., qué pasa? ¿Qui…quién gritó? ¿Dónde hay fue…, fue…., go? ¿Me he per, perdido algo? – Preguntó Rogelio con un ojo entreabierto; apuró el vaso de vino, pasó los dedos por la barba de dos días sin esperar respuesta, y con la prisa del que nadie le espera se arrebujó en el abrigo de color indefinido que nunca se quitaba recostándose en la mesa del fondo, y volvió a una mudez bien ganada.


Chencho, subido a la escalera que sujetaba Marita, terminó de incrustar dos tacos en la pared y procedía a colgar la pintura.
-Abu, abu… –Marita, muy satisfecha miraba hacia arriba y le daba tirones de la pernera del pantalón -¡Abu!... –grito-, ¡que ha quedado muy bonito! Elsa, ¿te gusta?
-Sí, es muy decorativo y llena esa pared, aunque estamos muchos en él –a veces opinaba con su peculiar gracejo-. Pero sí, es magnífico. Anda, baja pronto de ahí, no te vayas a caer.
Bajó, echándose al fondo para mirarlo con perspectiva.
-¿Demasiados? Cierto. Para ti tres son multitud, aunque estamos los precisos –Chencho acusaba la puya.
-Sí tú lo dices... –Y Marita los miraba regocijada.
Dos apliques de luz indirecta, previamente colocados, realzaban la obra.
El artista recibió halagos de cuantos tuvieron la ocasión de contemplarlo. Sabían que era una caja de sorpresas y muy hábil con sus manos, sin embargo desconocían su pericia con la paleta.
-Abuelo, me prometiste algo cuando creciera.
-Ya lo sé, preciosa. –El rictus que asomó a su cara era de satisfacción y de pena, a partes iguales.
–Abu -Marita estaba intrigada-, tienes que contarme como aprendiste a pintar. Y podrías enseñarme. Si quieres…, claro.
-Ya tienes edad, cariño, para leer mi diario. En él encontrarás con detalle, aparte de muchas otras vivencias, cómo y cuándo conseguí aprender algo de este difícil arte y del de la miniatura, aunque éste con menor aprovechamiento; pues tiene una enorme dificultad, a pesar de que tuve a un gran maestro. Puedes, si te apetece, empezar su lectura y me preguntas cuantas dudas tengas sobre la armonización de colores y sus radiaciones cromáticas, ya que no se trata: de juntar colores de manera aleatoria, sino de que unos resalten con la proximidad de otros; o sea como las personas que, en la vida, ganan protagonismo, o lo pierden, dependiendo de las compañías que tengan a su alrededor. Sólo te pido que lo cuides, sin desprenderte nunca de él, ni del cuadro por nada del mundo. En ellos está toda mi vida. Mi historia en el primero y mis tesoros en el segundo. Me lo has de prometer.
-Te lo juro, abuelo. Por nada y pase lo que pase se irán de mi lado. –Repuso Marita convencida y sincera- ¿También Elsa es tu tesoro? –estaba muy emocionada, al ver un puchero dibujado en su rostro. La emoción le impedía hablar. Únicamente asintió...
-¿Puedo empezar hoy? -una lágrima se fundió con otra que resbalaba por la cara del viejo al besarlo y pasó con disimulo un dedo por su mejilla.
Tenía el cuaderno en sus manos con la emoción indescriptible de estar a punto de violar algo; aunque un chorrito de curiosidad desvanecía ese efecto. En un vistazo rápido, saltando páginas, observó una caligrafía no muy cuidada; parecía un borrador; varios párrafos estaban tachados; otros, sin terminar y con espacios en blanco, como dejados para añadir algo más adelante. Pedacitos de papel en el espiral delataban alguna hoja arrancada.
Su abuelo le había marcado un pasaje en el cual comentaba las enseñanzas que recibió:
Sigo viendo a Xia Ling casi todos los días, y creo sentir por ella algo más que amistad. Rezuma simpatía, con la cadencia de su voz cantarina y esa pronunciación portéña tiene un algo que la hace adorable. Para no desairarla he iniciado las clases de pintura con gran entusiasmo por su parte y bastante escepticismo por la mía. Disfruto ejercitándome con los pinceles y al mezclar pigmentos: siena tostado con azul cobalto, por ejemplo; mancho lienzos y admiro los efectos que producen las distintas gradaciones. Por qué ganan intensidad dos colores complementarios estando próximos. Practico la técnica de las veladuras; otra para crear atmósfera en las diferentes horas del día; el efecto distorsionador que la luz y la sombra imprime a los colores, y de qué forma, en algunos detalles lejanos –montes, casas, barcos, etc. -debido a la perspectiva, se suavizan los contornos con modificaciones tonales y de color, con tendencia al azul que es por antonomasia el de la lejanía, del mar, de la sangre aristocrática y de la música “blue”. Rojos, verdes, amarillos, que mezclados entre sí, y en distintas proporciones pueden producir; miles de matices.
Absorbo las lecciones como una esponja el agua derramada. Voy comprendiendo el importante valor de las sombras; el contraste del amarillo con el violeta; del verde con el rojo; del azul y del naranja, etc. La importancia que tiene la perspectiva para conseguir profundidad en un cuadro, y los reflejos en el agua con sus efectos maravillosos. En fin; llevo más de un mes y creo que avanzo de la mano –nunca mejor dicho, ya que a veces sujeta mis dedos con los suyos- de esta chinita que está entrando en mí. Y yo también en ella.
Soy feliz si está cerca de mí. La acompaño, a veces, a los ensayos musicales que, con una docena de alumnas, dirige una profesora-directora contemporánea de su madre y muy estricta. Esos ensayos son, para mí, auténticos conciertos de resonancias ancestrales ejecutadas por especialistas de alto nivel que invaden con sonora armonía todo el lugar. Tengo la sensación de que se dedican, más que a tocar, a acariciar su instrumento, y amalgaman, así, sonidos bellos y delicados con los que ejecutan melodías con títulos que hablan de bambúes al lado de un río; pescadores enamorados; gorjeos de canoras aves en las montañas, bonitas flores, redondas lunas, etc. Aún, en silencio, soy la nota discordante en aquella parafernalia artística y sólo al terminar, las condiscípulas de Xia Ling llenan el ambiente de risas y hablan en tropel. Por las miradas que me dirigen, sé cuántas preguntas le hacen sobre mí, y noto que alguna de ellas produce el color de los atardeceres en el rostro de Xia Ling. En esos momentos sonríe; me siento protagonista de ese intraducible sentimiento al que llamamos amor, y contesta algo que les causa una mezcla de asombro y presunciones indescifrables.
-Es genial ver con qué sencillez comentas las primeras nociones que recibiste de Xia Ling –Marita abordó al abuelo al poco de dejar de leer-. ¿Era guapa, además de buena pintora?
-Era, mejor dicho es, encantadora, además de extrovertida y risueña. Irradiaba, en aquel tiempo, una personalidad risueña y extrovertida, y hasta creo que contagiosa. Muy apegada a sus ancestros, eso sí. Aunque se notaba algo distinta al resto de sus compatriotas por el hecho de haber vivido en directo la cultura occidental. Te enseñaré alguna foto para opines de su físico.
Sacó el primer álbum que llenó en Shanghai.
-Tiene una cara muy bella; y parece que tiene iluminada su mirada de achinados. ¡Fíjate: tiene separados los incisivos igual que los míos! –a Marita le alumbró otra mirada con chispitas.
-Es cierto. Y, como ella, vas a tener mucha suerte en la vida, tesoro.
-¿Suerte? ¿Por qué lo dices? –estaba intrigada.
-Porque ellos, los chinos, a esa separación dentaria le llaman el hueco de la suerte, o los dientes de la suerte; no conozco con exactitud el dicho.
-Soy muy afortunada de tenerlos y de teneros, a Elsa y a ti –se acercó y frotó la mejilla contra la suya. Le gustaba sentir el roce de sus barbas-. Es muy chata y algo más baja que tú, aunque hacíais buena pareja... ¿Tuviste relaciones con ella? –lo miró sin pestañear, aunque un rubor, como cuando las rosas comienzan a florecer, invadía aquel rostro cubierto por un montón de pecas.
-¿Íntimas?
-Claro..., de afecto ya sé que las tuvisteis.
-Mentiría si lo negase. Fue pan para mi hambre. Vivimos largas etapas de pasión, y gozamos de una ansiada fusión íntima; de dulcísimos momentos y amargas despedidas motivadas por mis viajes; aunque más tarde estuve en una naviera que llevaba turistas desde Shanghai a Pusan, en Corea, y ello nos permitía vernos cuando menos una semana al mes. Estar con ella fue un regalo, inmerecido, de días dorados. Nuestra vida era como una labor de pespunte con sus idas y venidas; sin embargo los retornos hacían las distancias más cortas y compensaban con generosidad las ausencias. Nunca sentimos la mordedura de la rutina ya que nuestro amor se estrenaba cada vez que al amanecer poníamos un pié en el suelo. Así estuvimos varios años y fue la única mujer de la que estuve prendado y que tuve la suerte de hallar sin haberlo planeado. Bueno, casi la única.
-¿Hubo alguna más? –Marita estaba expectante.
-Alguna, sí –asintió ensimismado-, pero –se encogió de hombros con un gesto de sus labios cerrados- ésa es otra historia.
-Cuenta, cuenta..., no te prives de mencionar momentos agradables. No tengo prisa.
-¿Por qué crees que pudieron ser agradables?, ¿y si no lo fueron? –Señaló él, sin cambiar de tema.
Un suspiro resignado de Marita, y continuó.
-Al conocerla teníamos alrededor de 40 años. Siempre fui un inconformista: Nunca quise cantar partituras escritas, ni a coro con otras personas. Y aunque la música que ella interpretaba era de mi agrado, me acordaba de otra ancestral y, aunque lejana, más familiar; no sé si captas. Discutíamos numerosos planes viables para el futuro, como todos los enamorados. A veces eran quimeras, y aunque necesitábamos vivir el día a día de las realidades, flotaba en el ambiente la diferencia étnica, nuestras propias raíces y percibíamos que algo importante podría sucedernos. Nos dimos tiempo. Vivimos como pareja, dedicados a nuestros trabajos, yendo cada uno por su sendero y entrelazados, no atados. Agradezco las lecciones que me dieron: ella de pintura al óleo y su padre de miniaturismo. Las primeras con cierto aprovechamiento; las otras, no: los occidentales carecemos de esa innata paciencia oriental. Me rocé un poco con la historia de aquel país, embebí su milenaria cultura y admiré muchas de sus más preciadas obras y costumbres..., ¡respira, tesoro, estás catatónica! –Marita seguía la narración con los codos apoyados en sus rodillas, el mentón sobre sus manos, y con la atención que se pone ante una lección magistral.
-Ya lo hago, abuelo. Es muy interesante y lo cuentas con tanto realismo... Sigue.
-En fin..., que viví allí la segunda etapa de mi vida con plenitud. La primera, en mi adolescencia; no quería vivir adocenado, ni dentro de una botella y rumiaba la necesidad de conocer costumbres y experiencias nuevas: descubrir por qué un caballo, harto de piafar, se fuga del establo; la esquiva perspectiva que se abría ante mí, y más allá de las carencias que se paliaban atropando cuatro patatas, y harto de espigar en los rastrojos de mi pueblo. Tampoco aspiraba a heredar la dura monotonía labriega y romperme la crisma destripando terrones, como mis antepasados, por unos andurriales resecos, en un obligado deseo de vivir. Harto de pisar barriales en los álgidos inviernos; de soportar la sequía en tórridos veranos que nos cocía a fuego lento, aparte de regalarnos algún pedrisco inmisericorde que arruinaba el trabajo del año; y como auguraba un futuro más negro que la sotana de Don Moisés, decidí cambiar de senda y escapar; aunque me doliera, pues creo que nací con una dosis excesiva de trotamundismo.
Tomó un sorbo de agua:
-Antes de soltar amarras hice de todo: peón de albañil; cobrador de recibos de luz; suplí al cartero en sus vacaciones; aprendiz de pintor...
-O sea, que aprendiste a pintar aquí –le interrumpió Marita.
-No. Pintor de...
-Brocha grande –saltó la niña como una lagartija. Él se echó a reír.
-De brocha gorda, querrás decir. Sí. Parecía un cromo cuando llegué a casa el primer día. Y muy cansado. Órdenes por doquier: ¡pinche, trae esos botes de pintura del color de los membrillos maduros!; ¡ésos no, los que están a lado...! ¡Pinche, aguarrás!, ¡pinche, raspa esa pared!, pinche, pinche, pinnnnche... A primera hora del día siguiente, martes, el oficial me envió a buscar una escalera para pintar los zócalos.
– ¿Me lo anota en un papel?, es que se me olvida la palabreja –le insinué, pues había olido la tostada.
Lo hizo. Y sin arredrarme marché a recogerla; allí, en la nave, con algunas risitas mal disimuladas, me enjaretaron una larga y bastante pesada; la cargué al hombro hasta la fachada posterior, donde quedó oculta. El miércoles fui a la oficina a cobrar, y a despedirme, con la nota de la orden recibida. El contable, moviendo la cabeza con gesto de disconformidad por algo tan evidente, me pagó los dos días de trabajo, y dos de propina y dijo, muy serio:
-Muy bien, chaval, las novatadas, además de soportarlas, se cobran y alguno pagará ésta.
-Fui pionero en la venta de libros de puerta en puerta con resultados inversamente proporcionales al entusiasmo derrochado (no vendí ni uno). Aunque en aquellos momentos mi verdadera pasión era el boxeo y tenía la convicción de poder emular a púgiles famosos. Un vecino, que veía en mí cualidades excepcionales, comenzó a entrenarme. Mi padre le negó el saludo; a mí me abroncaba a diario, y mi madre, la pobre, no cesaba de quitarme por las buenas esa idea de la cabeza, con nulos resultados. Así que inicié mi carrera, previa pegada de carteles –siete- con gran prosopopeya, que anunciaban para la víspera de Santa Ana, patrona de nuestro barrio, en el frontón: Gran Velada Pugilística. Subí, por primera (y única) vez a un improvisado ring. Mi escuchimizado (¿) rival me propinó, nada más empezar, un persuasivo gancho con el que di un beso a la lona –nada que ver con dárselo a una chica, puedes creerme- y el segundo guantazo resultó más fuerte y concluyente que cualquier razonamiento –mil veces más que todos los sermones de mis padres-, y me dejó inmunizado. Para siempre. Te juro que no me hizo cosquillas en la nariz y no hubo tongo, a pesar del abucheó descomunal y la gran mini-velada que veló, además mi ojo izquierdo, pues lo tuve oculto más de una semana, todas mis aspiraciones pugilísticas.
-¿Voy a hacer un pis? No pierdas el hilo –Una Marita encandilada llevaba un rato conteniéndose.
Sin que se lo propusiera, el abuelo se crecía ante las dilatadas pupilas de la enana.
-Sigo, cariño: Sin resabios gratuitos, no me resultó fácil decidirme, porque necesitaba ver lo que había más allá del horizonte, donde los viñedos de ese collado, tan lejos del mar, se funden con el cielo. Marché, buscándole significados a mi vida, con unos incontenibles deseos de comerme el mundo y descubrir caminos sombreados, aunque sin ninguna meta preconcebida. Sólo era un reto. Y aunque desollé los nudillos llamando a innumerables puertas, fui un viajero incansable..., y hablando de puertas: mi vida se parecía a una giratoria, con etapas de quietud y satisfacción intensa y otras de plena vorágine. Si buscaba espacios: los vislumbré a millares, y a cuál más diferente. Si placeres: gocé de todos con los que el ser humano puede deleitarse y aunque fui torero en grandes ferias; creo que finaliza la última campaña y asoma el sexto toro.
-Quieto ahí, mariñeiro –Marita lo abrazó-, si eres lo más precioso que existe y tienes cuerda torera para rato.
-No creas, tesoro –arrugó la nariz-, de veras me siento acobardado al final de una travesía tan larga e inexorable hacia poniente, y creo este barco necesita un buen carenado. En cambio mi interior está saturado de paz y de sosiego; he vuelto, tras sentirme enano ante tanta inmensidad en la que he participado, para reconciliarme con lo que fue cotidiano, con lo mío y conmigo mismo, aunque aún conservo el sonido del mar, que era mi fuerza, en la pequeña caracola. Te vemos convertida en una mujer y estamos satisfechos de haberlo conseguido. Hablando en plural: Ahí llega Elsa, bien cargada.
Marita salió corriendo para ayudarla.
-Pude ir contigo al mercado –la amonestó airada cogiendo las bolsas-, pareces una burra de carga. Ya sabes que me gusta ayudarte familiarizándome con la compra, y tú siempre me ignoras como si fuese una inútil –si las miradas matasen, Elsa habría quedado fulminada.
Se sentó, desfallecida, sin contestar. Ellos preocupados.
-¿Estás mala?, ¿te pasa algo?, ¿qué... qué notas? –se quitaban la palabra el uno a la otra.
-¡Pero bueno!..., como si estuviera en las últimas. Vengo algo alicaída, y suele pasar a mi edad, eso es todo. Dame un vaso de agua, Marita. –El sol otoñal, el camino y el peso de la compra hicieron causa común para que se encontrase agotada-. ¡Venga!, a poner la mesa. –Palabra mágica para despejar la inquietud de sus seres queridos-. ¡Ah!... Compré unas nuevas galletas recubiertas de chocolate que están de oferta, aunque si no te gustan nos sacrificamos y las comeremos nosotros.
-¡Abuela!..., ¿bromeas? Si me siguen volviendo loca. Las llevo mañana para invitar a mis compis ¿Sabéis que ya tenemos nombre para el grupo musical?
Ambos le dirigieron una mirada interrogativa.
-“El dúo trifásico”. ¿Os gusta?
-No mucho, aunque es original –repuso Elsa.
-¡Pssschhhss! Y ese grupo rimbombante ¿cuándo me paga la luz del desván que gastáis en los ensayos? –Chencho intentaba hablar en serio.
-¡Nunca nos obligamos a pagarla, no seas tacaño!
-¡No es cierto!: Tú misma me dijiste: Si nos dejas ensayar te pa-ga-mos la luz.
-Tú, y tu sordera, abu. Dije: te a-pa-ga-mos la luz. Y lo hacemos siempre al marchar.
Resonó una carcajada… trifásica.












































-¿Te gusta el diario? –le preguntó Chencho a Marita ante un tablero de parchís.
-Si te he de ser sincera no veo que tenga un interés..., no sé si me explico –expresó su opinión sin rubor-. Es..., no te ofendas, un rollo.
-No es una obra literaria similar a las que estás acostumbrada a leer, cariño. Sólo amontono palabras en él; relato momentos y situaciones no buscadas de mi vida; algunas como tatuajes imbricadas entre si; otras inconexas y quizá nada interesantes para alguien que no las vivió. Nunca pretendí darle forma de novela o algo similar, aunque de asuntos más nimios se han conseguido guiones muy atractivos. ¿Lo guardo para otra ocasión?
-Sí, abu. Si quieres me das alguna lección práctica de pintura... ¿T’enfadas?
-¿Cómo crees que voy a enfadarme? Ya ves que no encierra nada interesante para otras personas. Un día salimos, escogemos algún rincón fácil, llevamos dos lienzos y los pintamos al alimón. Sentada a mi vera; te indico lo que hago y tú me sigues. ¿De acuerdo? -Chencho llevaba cinco minutos agitando el dado.
-Es una idea estupenda; tira, que te toca.
-¡Cinco! Te voy a zampar esta ficha y cuento veinte..., ¿y qué tal tus amores? -Estaba Marita en edad de merecer, y él quiso enterarse de la relación que había iniciado con Santiago, un joven que, por su fanfarronería, nunca le agradó.
-Abuelo, eres un tramposo, sacaste un cuatro; y ya tengo edad para salir con un chico. ¿O no? –le respondió algo molesta.
-¿Tramposo yo? Pero si las dos partidas anteriores las ganaste con trapacerías. Y no opino lo contrario, reina, y te diré, aunque no te guste, que ese noviete, a pesar de tener el nombre del Apóstol, no es santo de mi devoción. Creo que lo has notado. Hay otros muchachos mejores que él..., aunque sólo son temores de un viejo chocho que te quiere. –El viejo chocho –lelo de puro cariño-, como él decía, expresaba en su mirada lo que sentía en su interior.
Elsa desenchufó la plancha y se mantuvo atenta, sin querer intervenir.
-Nada serio, abuelo –agitó el cubilete con fuerza-, dos. Meto ésta, y cuento diez. Estoy de suerte. –Intentó cambiar el tema pues no soportaba los sermones del abuelo.
-La tienes... al parchís. Ojala sepas separar el grano de la paja y ten en cuenta que no es oro todo lo que reluce. –A veces acudía al refranero.
-Ya lo sé. Que no soy tonta.
Era cierto. Sin darse cuenta habían pasado los años y Marita se diplomó y ejercía de A.T.S. en el hospital de la ciudad. Eficiente en su cometido, muy apreciada y agradable en el trato con enfermos o compañeros, tenía a flor de labios una palabra de aliento para quién la necesitara. Esbelta y muy agraciada, era ya el cisne que había preconizado Chencho. Sabía que era guapa, y que gustaba a los chicos, aunque lo llevaba sin presunción, y con la misma naturalidad que el ave. Muchos pretendientes y algunos muy majos, pero Marita había puesto sus ojos en el menos idóneo para el gusto de sus abuelos.
Elsa y él hablaban de la niña –sería siempre la niña- con el orgullo que siente cualquier padre al poder decir: misión cumplida; pues no en vano habían ejercido de madre y de padre. Cambiaban impresiones a menudo sobre su porvenir y sobre los pocos años que, quizá, les quedasen para disfrutar de ella. Marita había llenado un hueco en la veintena anterior y presentían que pronto echaría a volar y la perderían. O que eligiera algún camino poco conveniente, aunque sabían que poseía la cordura suficiente para no equivocarse.
Santiago era uno de los amigos, ni mejor ni peor que los demás. Siempre se erigió líder indiscutible de la pandilla. Se jugaba a lo que él decidía, y si organizaba alguna trastada se adherían a ella casi todos los chavales. Marita era su chica.
Un poco gamberrote, y con una malicia sana.
Se acordaba de cuando en un dictado de evaluación ortográfica puso liguero en lugar de ligero, en un necio alarde, sólo para molestar a la profesora. Es posible que ella hubiera pasado por alto aquel desliz, pero más adelante escribió ligueramente, y eso colmó su paciencia. Intentó mostrarse algo obtuso y gallito al ser amonestado y, por no querer comprender la diferencia entre los dos términos, lo castigó a escribir trescientas veces: el galgo corría avizor, delante del ligero cazador.
Obediente, llenó varias hojas del cuaderno. La maestra echó un vistazo a la primera página –le agradaba su caligrafía, y en especial las peculiares tildes de sus eñes con tres ondulaciones- y, aunque él insistió mucho en que se lo devolviera, lo dejó a un lado algo y escamada se negó. Sabía de buena tinta de lo que era capaz, y flotaba en el ambiente alguna picardía, inocente, eso sí. Al terminar la clase y antes de irse, contó las páginas escritas y calculó. Había cumplido: copió la frase más de trescientas veces. De repente soltó una risotada tan grande y sonora que hubiera alarmado a cualquiera de haberla oído.
-¡Es la releche!..., no puedo con él –brotó el exabrupto a plena voz; lacrimosa por el hartón de risa y el resfriado que estaba cogiendo, sentía retortijones en el estómago. Se sentó apretándolo con las manos. Con un clinex, se sonó ruidosamente –estaba sola, ése creyó, y podía permitírselo- y lo tiró empapado.
Desde la segunda hoja hasta el final, había escrito: el galgo corría avizor delante del liguero cazador.
Marita y él, que agazapados adrede no perdieron detalle de la escena, salían de puntillas del colegio tronchados de risa. Ella, al subir el cuello del abrigo, se dio cuenta que no llevaba su bufanda roja, y volvió a buscarla.
La maestra, ya serena, había guardado las cuartillas en la atestada carpeta de Las Perlas, junto con otra que conservaba del mismo alumno y que explicaba así lo que él tituló: Teoremas y Teorías.
Teorema de Pitágoras: “El Cateto y la Cateta son muy rectos y han tenido una hija a la que llaman Hipotenusa, y ésta tiene el mismo valor que el de sus padres juntos, ya que si se multiplican los cuadrados –pues no son redondeados- por sí mismos, y se suman los resultados, el producto es igual al de multiplicar la Hipotenusa por ella misma. Y por ser tan rectos el triángulo se llama rectángulo.”
Teoría de la Relatividad: No la voy a desarrollar ya que tras haberla descubierto, resulta que un tal nosecuantos lo había hecho antes.
-Es tremendo este chaval: los trabajos que me hizo sobre la conjunción copulativa, el pintor de churras y meninas, o del marxismo grouchista-leninista son de una fina imaginación erótico-festiva elevada al grado superlativo –musitó-, y me gustan estos chicos; me han hecho pasar malos ratos mezclados con amplias satisfacciones; vamos creciendo juntos y...
-Hola Marita –se sorprendió al verla- ¿algún problema?
-Ninguno, señorita, que olvidé la bufanda.
-Vienes sofocada. No me iba a quedar con ella... –le dijo sonriente.
-¡No!... –contestó jadeante-, ya lo sé…, es que vine corriendo. Estoy bien.
-¿Sabes?: te encuentro distraída. Quería esperar para decírtelo, pero me brindas la ocasión; y si no reaccionas tus notas van a bajar. ¿Te puedo ayudar?
Muy cierto. En varias ocasiones se movía inquieta, sin encontrar acomodo en la silla; tamborileaba el lápiz sobre su pupitre, y lo mordía con avidez como en trance; o soñaba despierta y ausente de todo lo que le rodeaba, hasta que el timbre, algún ruido o una voz más alta la devolvían a la realidad. Sus compañeros cambiaban miradas significativas.
Marita, algo moruga, se miraba los pies.
-¿Te ha comida la lengua el gato?
-No..., no me pasa nada, en serio; es que..., bueno -titubeó atorada y tan mohína como si no la quisieran llevar al circo-, es que me siento algo incómoda con los cambios –siguió; y el pudor le tiñó las mejillas-, y los chicos me miran con descaro..., y hacen bromas.
-Es innegable el cambio que habéis tenido todos vosotros en estos años. Tú, como los demás, estás inmersa en la aventura de crecer, lo hace tu cuerpo, tu mente, y tus pasiones. Y observo que te despides a pasos agigantados de la niñez.
-¡Y yo no quiero crecer! –casi imploró, con voz quebrada, al mirar de reojo a su profesora.
-Sabes que todos nacemos con una dosis de algo parecido a la levadura que nos obliga, queramos o no, a ello, y la tuya, aparte de generosa, es de buena calidad. ¿Quieres llamarme, cielo, el sábado al mediodía y quedamos para hablar por la tarde de mujer a mujer?
Marita asintió con un ademán que destapó en ella la sonrisa más encantadora.
-Ve con cuidado y saluda a tu abuela. ¿Está bien?
-Sí, señorita, muy bien. Gracias. ¿A que es un encanto? – relucieron los ojos al contestar.
-Cierto que lo es. Y tú no le vas a la zaga. Derechita a tu casa, y no corras que hay placas de hielo.
-Y carámbanos colgando de los aleros, como chupilargos. Adiós, iré despacio. –Se marchó con la cabeza gacha, quizá debida al frío, aunque tranquilizada. La breve entrevista le sirvió de sedante.
-Edad complicada… -Cerró la puerta del colegio viendo alejarse a una Marita abrigada a más no poder, hasta quedar engullida por el evanescente celaje, que, como un palio de gasa, lo cubría todo desde la semana anterior; en la que bajo la luz plomiza la ciudad había perdido sus colores, difuminaba las esquinas, e imprimía, además, caprichosas formas a los árboles y arbustos al pintarse sus ramas de blanca escarcha cual azúcar espolvoreado. Julián, el vendedor de la Once, frotaba sus manos para entrar en calor, con un lamento interior por haber olvidado los guantes. Llegaba, cumpliendo a diario con un ritual: algunos padres, casi siempre madres, que iban a buscar a los pequeños, le compraban el cupón.
-¡Hola Julián!, ¿Qué haces aquí con este día? Ya no hay nadie, y estás dando diente con diente… –Saludó al tiempo que se levantaba el cuello del abrigo.
-Sí, estoy aterido. Es que no la vi salir, señorita, y temía que se quedase sin el premio de hoy..., ¿un cupón?
-Nunca me toca nada, Julián. Pero: ¿quién me puede privar del derecho a soñar?
-Yo no, desde luego, usted ya lo sabe.
-Es cierto, dame dos; hoy es un día especial y he de agradecer tu fidelidad. Estuve distraída y pasó el tiempo sin sentir. Y venga, caminemos, que no queda nadie en el colegio, así te acompaño hasta el cruce.
-¡Gracias! Muy amable, señorita, y permítame decirle que para fidelidad: la suya. El día especial, ¿es porque llevamos casi una semana sin que haya cielo?
-Tengo curiosidad, Julián, ¿Cómo sabes eso?
-Uno sólo es ciego, señorita; y cuando la niebla se esparce no se ve el cielo, ¿a que es cierto?
-Lo es, amigo mío, creo que vosotros tenéis percepciones de las que otras personas, como yo, carecemos.
-No lo dude. ¿Entonces por qué es un día especial? –Se percibía su intriga.
-Algunos de mis chicos me hicieron reír.
-¡Ah!, bien.
Lo cogió del brazo y se acompasó, en silencio, a su lento caminar. Pensaba en la frasecita... “casi una semana sin que haya cielo”. ¿Se podrá definir la niebla cerrada de otra forma más sublime? Llegaron al cruce de las cuatro calles.
-Ahora ya puedes seguir tú solo, yo me quedo en la tahona; pero dime antes: ¿Por qué me llamas señorita, si sabes mi nombre y estoy casada?
-No sé. Todos le llaman seño, y yo no iba a ser menos. ¿Le molesta?
-En absoluto; me agrada. Gracias, Julián, y buena tarde.
-El agradecido soy yo; y salude a su esposo.
-Lo haré. Gracias de nuevo.
Dejó al ciego y continuó su camino, incluso apresuró el paso, ansiosa de llegar a su casa. Compró un cucurucho de castañas asadas, al sempiterno castañero que se refugiaba en su vieja locomotora de lata. Caían ligeros copos de nieve, tenía los pies helados y casi toda la mañana estornudó con una forma peculiar heredada de su padre: nunca menos de diez replicas consecutivas a la primera; tanto que el director del colegio, asomado a la puerta, la felicitó con voz carrasposa:
-Bienvenida al club.
-¡Gracias Julio! ¿También tú? ¡He pillado uno!...
-También yo. Es fruta del tiempo y ya conoces el dicho, cuatro ces: cama, copita de leche caliente en tazón de coñac y a sudar.
-Sí, ya sé. No estoy para tópicos. O al revés. ¿No? ¡Cuídate!
-Y tú, Carmen.
El calor que traspasaban las castañas a través del papel y de sus guantes a los arrecidos dedos le permitió abrir, con menos torpeza, la puerta. Le sacudió un escalofrío al pasar de los grados negativos de la calle a la temperatura agradable de su pequeño apartamento. Colgaba el abrigo cuando sonó el teléfono; era su marido para tranquilizarla.
-Hay un camión cruzado a unos cinco kilómetros de ahí. Creo que llegaré antes de media hora. ¿Tú estás bien?
-Claro que estoy bien, mi amor. ¿No lo notas? ¿No hueles? Tengo castañas recién asadas para ti..., y un beso.
-¿Sólo uno?, ¡Tacaña!...Mil para ti.
-Te espero. Impaciente. Y te contaré por qué hoy no hay cielo...
-¿De qué me hablas?
-¿Ah?...
-En minutos estoy guarecido a tu lado, amor.
Se quitó la ropa de calle poniéndose cómoda; sus pies reaccionaban con las pantuflas calentitas que dejaba al lado del radiador, y remiró las botas. Las manchas del salitre empleado contra la nieve, apenas disimuladas con el betún; el frío y la leve sensación de humedad que percibió durante todo el día, le indicaban que necesitaba regalarse un par.
-El sábado, cuando deje a Marita, las compro –decidió.
Miraba a la calle. Le encantaba ver arreciar la nevada tras los cristales. Odiaba pisarla, además de parecerle una profanación. Ensimismada con el espectáculo blanco sonrió al acordarse del mismo alumno un día que le corrigió por haber escrito mal la palabra zanahoria y él, mitad serio y mitad insolente, contestó:
-Es que no me di cuenta que lleva hache intercallada.
-Ya, claro. ¿No será intercalada?
-¡No!..., intercalada es en gallego. Mi abuela para que deje de hablar me dice: cala un poquiño, y en castellano como es una letra que, bueno, no suena..., es muda, vamos, que no..., que no habla, aunque adorna mucho decimos: intercallada –sentenció, petulante, dirigiendo una circular mirada a sus compañeros.
-Bien. Desarrollaremos tu tesis en otro momento -cortó la profesora esforzándose en no soltar otra risotada ante sus alumnos.
Conocía de oídas las cotidianas picardías del díscolo alumno y de su pandilla. Sobre todo la que pergeñaban año tras año.
El último verano resultó más o menos así:
-Las claudias de la “señá María” están casi maduras. Entre dos luces saltamos y arramblamos con ellas –embaucaba Santiago con aire de repelente mandamás, aunque, engolosinados, anhelaban el momento.
-¿Y si su hijo nos guipa y nos envisca el perro como hace dos años? –Julito intentaba desacatar las reglas, mientras el resto de los chicos y chicas aprobaban la faena.
-¿No te amuela con el gili...? Pues echamos a correr, Calimero; que pareces un agonías –respondió un Santiago, petulante, desde el pedestal de su alto rango.
Le llamaban Calimero, y era el eterno descontento que carecía de ese aire desenvuelto de los otros compinches a los que volvía tarumba. Pecoso, zarabeto y crédulo; tanto que había visto volar un burro; un pazguato que se pasmaba con el vuelo de un insecto, con el ir y venir de las hormigas, o ante cualquier efecto cotidiano de la naturaleza; y cuando éste no existía, lo suplía, por ejemplo: sin quitar ojo al dedo gordo del pié cuando éste oteaba el horizonte por un agujero de la zapatilla. O sea un tontorrón que se lamentaba de todo, y por todo, además del desdoro que seguía sufriendo por parte de los suyos: “naciste unos minutos después que Santiago”. Hubiera dado lo más valioso que tenía por haber nacido unos minutos antes que su casi amigo –soy un incomprendido, se lamentaba-, aunque asumía su apodo, y se adaptaba, con protestas, a cualquier situación.
-Como eres más pijo que yo, corres más. Yo estoy más gordo; y la última vez desgarré el pantalón al trepar por la pared. ¡Anda jolines, si yo tengo una escalera! –Se le había encendido la bombilla con la solución más cómoda para el asalto.
-¡Y yo un paraguas, en casa, y un botijo que conserva el agua fresca, no te joroba…! –Habló con los ademanes de un pavo real.
Sostuvo, algo perplejo, la insolente mirada de su casi amigo, y le preguntó con la mejor de sus muecas bobaliconas:
-¿Y para qué necesitamos un paraguas y un botijo?
-Por si llueve, gili, y tenemos sed en el camino de ida y vuelta, ¡No te joroba! -La seriedad conque un Santiago belicoso eructó esta frase, desconcertó a Julito; que no quiso entrar en detalles, aunque necesitaba escaquearse.
-Gili y graciosillo serás tú ¡...ieeerrda...! Y que te den por saco…
-Presumo de serlo, tarugo. No como tú, repugnante sanguijuela, que eres más muermo que el tío del Tuerto, y no haces gracia ni cuando te dan cuerda –sentenció altanero, y propinándole un empujón.
-¡Que no me emburries, chaval!... Que yo no salto a la huerta, ¡Hala…! El año pasado me di una pancuada al escolingarme desde la picorota del árbol; y mi madre me zurró la badana, y me dijo que si volvía a provocarle otra situación igual de embarazada con la señora María, me daba otra azotaina; y que ella me compraba todas las ciruelas que quisiera. Y si están royas me dan dentera. Y están los perros. Y… -optó por cortar la retahíla, ya que...
-¡Cállate de una vez, inmundo mendrugo...! ¿Veis cómo la mamita del chaparro le comprará todo lo que quiera para cebarlo, y a nosotros no nos compran nada? ¡Buaaa! –Alardeó mirando a la concurrencia, y con exagerados ademanes chulescos- ¡Yo quiero tener una mamita igual que la del Calimeroooo!
-¡Y yo!; ¡y yo!, ¡y yoooo! –el resto de la pandilla, aplaudiendo, coreaba las palabras de su cabecilla.
-Los perros; los perros, ni ladran; así que cállate ya; que andas a uvas, y tú si que eres como el perro del hortelano –no existía improperio que Julito dejara de recibir.
-¿Y cómo son esos perros? –se atrevió a…, sin esperar respuesta.
-Pues son..., bueno, no sé. Supongo que especiales. El otro día la Patro, muy enfurecida, le gritó a la señora Damiana: “Y usted es como el perro del hortelano”, así que... –Santiago siempre explicaba todo concienzudamente.
-Pues el abuelo es hortelano y no lo tiene –Marita se aventuró a meter baza.
-Se le habrá muerto. –Machaca, serio, y espontáneo.
-¡Nunca lo tuvo, listo! –sus facciones se asemejaban a las de un gato escaldado.
-Y tú qué sabes. Lo tendría cuando era joven –Santiago jamás quedaba debajo.
-¿A que no lo tuvo?, de joven trabajaba en el mar. Y no es viejo. Viejo será el tuyo –seguía rabiosa. El resto de los chicos asistían expectantes por saber quién claudicaba.
-¿A que sí?, ¿qué te apuestas?, anda, apuesta algo, gallina. Que eres más cobarde que el gallo de mi tía Felisa.
-¡No apuesto nada con idiotas! ¡Vete a la mierda...!
-Seguro que lo tuvo –pontificó el chico, mirando a sus colegas con cierta presunción-; los hortelanos son muy misteriosos, fijaos: la “seña María” y sus dos hijos, suman tres, y mi padre habla mucho de los profundos secretos que encierra el triángulo de las verduras.
-Pues le podemos preguntar al abuelo por las dos cosas –habló Julito, ensimismado y con la lengua asomando entre la comisura de su boca, mientras se afanaba en machacar un plomo, mirando de reojo a una lagartija que asomaba su cabeza entre dos piedras.
-¿Por qué cosas? –lo miró con el ceño fruncido, emulando al Pato Lucas.
-Pues..., por eso, por los perros de los hortelanos y por el triángulo ese.
-¡Cállate otra vez, Calimero!..., que no dices más que chorradas. Por las dos cosas, por las dos cosas...; que te crees tú que el abuelo habla de esas cosas; como si no tuviera otras cosas que hacer y muchas más cosas de las que hablar.
El aludido lo miró con gesto de fastidio, y decidió seguir preparando el lastre para la caña de pescar, hasta que la lagartija salió de estampida, y él, del susto, se dio con el martillo en un dedo...
-¡¡Leche!! –gritó rompiendo a llorar, y llevándoselo a la boca.
-¡¡Cacao!! –Santiago se regocijaba con la escena.
-¡¡Avellanas!! –exclamó Vega, contagiada.
-¡¡Y azúcar!!... –Remató Marita con el soniquete del anuncio.
Aunque acudiendo todos a consolarlo, le restañaron a su manera la sangre; así que restriega los mocos con la manga de la camisa y florece en su boca una sonrisa más bobalicona que la del profeta Daniel en el Pórtico de la Gloria, para decir entre hipo e hipo:
-Si ni siquiera me duele...
-¡Mira que darse con un martillo en el dedo...! Si es que, Calimero, sigues siendo el más tonto del pueblo…
-Que no me llames Cal…-Osó interrumpirle.
-¡Que te largues de aquí, Ju-li-to…, y sin rechistar!… -remató Santiago con el índice en los labios. Y, entre lastimado y mohíno, echó a andar.
Y la tarde siguiente, sábado y entre dos luces, estaban preparados para acometer la treta que llamaban: Operación Ciruela, ya que los hijos de la señá María solían disfrutar de la noche en la cafetería.
Los chavales percibían los efectos de la adrenalina y del miedo; especialmente el que tenía Julito, que temblaba como una vara verde.
-Pos yo no voy. Ya dije que esto es robar, y me duele el dedo –tartamudeaba.
-Esto no es robar, ¿lo sabííííías?..., ¿y sabes lo que te digo marica? Que: ¡Chitón!..., -puso el índice sobre sus narices- que si no quieres venir, te quedas, pero calladito. ¡Cagueta! Que te cagas por menos de nada en los calzoncillos, aunque creo que debajo llevas braguitas, de color rosa, como las nenas –Pepé, el segundo de la panda, apoyando al líder, zanjaba la cuestión. Se llamaba Prudencio Pérez, y nunca hizo honor a su nombre, y para abreviar, le pusieron Pepé. Hasta en su casa utilizaban este apelativo.
-Y si mi madre se entera, me va a zurrar otra vez –el pobre Calimero intentaba escaquearse.
-¡Y una mierda!..., tu madre está ingresada, lo dijo mi hermana anoche. ¿Qué le ha pasado? –Pepé, comenzaba a apiadarse de su amigo.
-Posí; tuvo un cólico dentífrico; y creo que es muy doloroso. Debió ser que tragó bastante locutorio, de ése que da un frescor..., al enjuagarse los dientes –al final, con la explicación y una cara como la del chiquillo que dice “yo no fui”, mientras mira de reojo la caja de galletas vacía, saldría con la suya.
-Ni aunque se tragara el frasco entero, cenutrio. Frescor, frescor..., cómo se nota que nunca te limpiaste el culo con unas hojas de menta; y eso de tu madre se le hubiera pasado con una aspirina fluorescente.
-Pos, a ver, listo, dime qué se lo produjo, ¡no te joroba! Y quiero ir al hospital, que la van a meter en una bañera llena de piedras.
-¿Pa’qué?- Santiago quería irritarlo.
-Y qué sé yo pa’qué; será pa’que se cure; lo dijo el médico… ¿Pa’qué va a ser? ¡Listillo!– Supo que, como alguien dijo: no se puede evitar lo inevitable, y además es imposible, o algo así; este año no saltaría la tapia.
-Más listo que tú, que cada vez que abres la boca demuestras tu falta de ignorancia. Y, ¡ahueca el ala!, o te doy tal patada en el culo que aterrizas en la camilla del hospital. Y sin chistar, que cuando tenemos algo a punto de caramelo te pones a mear en la hoguera, como dice mi abuelo -cacareó, al pasear su mirada por la concurrencia esperando algún aplauso.
-¡Chulito, que eres un chulito!– contestó entre dientes el pobre Calimero, y, para desahogarse, marchó dando patadas a un bote de pimientos, vacío.
-¡Os lo dije…! Se caga en los pantalones. –Un petulante Santiago se refocilaba con su propia vanidad.
Las conversaciones de los críos eran, y son, en cualquier tierra de garbanzos, tan ingenuas y espontáneas como geniales.
Era la hora.
-¡Vamos, que está anocheciendo y el perro está atado!– el cabecilla, presumiendo de su dudoso cargo, ordenaba el ataque.
Y, retozones, treparon al tapial de adobe por la esquina opuesta a la casa. El can pugnaba por soltarse, y aunque sus ladridos atemorizaban al más plantado ellos siguieron con el reto anual, y en breve carrera llegaron al árbol. Las chicas agachadas y atisbando; ellos aupados en el ciruelo arramplaban con todas las frutas que podían, llenando a toda prisa sus bolsillos y los faldones de la camisa previamente anudados en la cintura a modo de bolsa. Hasta que algún vigía, o la graciosa de turno dio la señal:
-¡Queo! ¡Queoooo!– y salieron por piernas, perseguidos por las alargadas sombras del miedo y, en otras ocasiones, por alguno de los hijos de la dueña, con el obligado susto necesario, los arañazos en el cuerpo y desgarrones en la ropa; todo lo cual propiciaba algún coscorrón al llegar a casa.
El daño, al pisar las hortalizas, superaba con creces al de los frutos rapiñados. Aunque era inenarrable la emoción que sentían.
Y comieron claudias hasta el cólico; acabando con cagalera colectiva.
-Tengo a Santiago con el vientre descompuesto –comentó su madre al encontrarse, al día siguiente, con la de Isaías.
-Anda, el mí Isa está lo mismo. Y Elsa tiene enferma a Marita, Vega y Bego estaban igual, y le parecía raro que a Pepé le pasara otro tanto, según le comentó su madre por teléfono. ¿Será algún virus?
-Es posible. Yo le doy al mío agua de arroz y zumo de limón.
-Sí. Corta mucho la diarrea. Bueno, voy a la tienda, que no tengo patatas y van a cerrar. Cuídate. –Se notó demasiado que no tenía ganas de pegar la hebra.
-Y tú. Saludos en casa. ¡Oye, que tengo que devolverte los patrones que me dejaste! –Ésta no tenía prisa.
-No te preocupes, tengo otros más modernos. ¿Los quieres?
-Ya te los pediré, y…
-¡Hija, que me cierran…! -El gesto de fastidio era evidente.
-¡Jesús, qué carácter…!
Intercambiaron un amago de sonrisa y siguieron caminos divergentes.











-¿Te acuerdas, abu, de la trama que, con tu ayuda, preparamos en la última Operación Ciruela? –Revivía su adolescencia- Yo la hubiera descrito así:
Un año más –ya éramos mayorcitos-, veíamos el árbol en la huerta de la “señá” María cargado de claudias, con ese color dorado que toman cuando están como el almíbar. Así que, siguiendo la tradición, iniciamos los preparativos para el asalto anual, en los primeros minutos de oscuridad del sábado más idóneo, aunque no sabíamos que el “enemigo” estaba dispuesto a defender su plaza, mejor dicho su árbol, y a castigarnos con un escarmiento ejemplar, sin violencia alguna, pues tenían asumido que aquello era: la acostumbrada travesura anual.
De alguna forma tu servicio de espionaje actuó con eficiencia y pudiste conocer a priori el plan, que con ciertas sutilezas había urdido el enemigo. En una cita solemne y con el máximo secreto, como no podía ser de otra manera, nos pusiste al corriente del mismo:
-Marcelino y Felipe, en contubernio con su madre –expusiste ante la concurrencia-, lo han urdido para pillaros la próxima vez sin emplear ningún tipo de violencia aunque éste os dejará seriamente humillados: Saben que el próximo sábado –alguno de vosotros se fue de la lengua; igual que ellos, así que estáis empatados-, saltareis la tapia al oscurecer como en otras ocasiones. Van a cavar la tierra alrededor del ciruelo mezclándola con greda y resbaladiza arcilla; la regarán con exceso para que al llegar os atolléis con serios apuros para poder salir. Yo he vivido algún trance parecido y cuando se levanta un pie para zafarse, más se entierra y trastabilla el otro; luchas, te caes, te manchas, y al final hay que salir a gatas y con barro hasta en las pestañas. Bien; sigamos: Cuando os vean saltar llamarán por teléfono a cada una de vuestras casas, para que vaya rápidamente alguien hasta allí, ya que su madre tiene para ellos una sorpresa. Os imaginareis el resto, llegan los vuestros, encienden ellos los faros del tractor, os ven batallando para salir del barrizal, y las risas de algunos se mezclarán con vuestros llantos. Al final os ayudarán a salir, sucios, abochornados y con vuestra vanidad maltrecha. No habrá ni un tirón de orejas y..., sorpresa: tienen preparada una bolsa de ciruelas de regalo para cada uno de vosotros. Volveréis embarrados, vencidos y directos a la bañera.
-Pero..., siempre hay un pero… –proseguiste, arrugando el ceño-, tengo un plan para chafarles la fiesta. Ya que conocemos como quieren actuar, vamos a...
Te escuchamos, absortos y en cuclillas; y, aunque achicados por el miedo, lo aceptamos sin pestañear, haciéndonos cargo del papel que, cada uno de nosotros, debíamos representar. Y si algún periodista imparcial hubiera estado presente, la crónica de los hechos habría sido, más o menos, ésta:
Estoy invitado a presenciar, y narrar, unas peripecias que, preveo, no tendrán desperdicio.
Declina la tarde del sábado; en la huerta de la señora María sus dos hijos han acabando la faena. Duchados y con ropa limpia de disponen a cerrar para compartir un rato de tertulia en el bar con sus amigos. Han visto de reojo que la pandilla merodea por los aledaños de la huerta como otros días, alargando algo un partido de fútbol. Saben que es el día D y que se acerca la hora H, en la que los chavales, tradicionalmente y una sola vez al año, saltan para robar unos puñados de ciruelas. Tienen un plan para pillarlos y pasar un rato divertido a costa de los incautos; así que se montan en sus bicicletas y se van, llevándose al perro.
Marita y Vega, vigilan la marcha no muy escondidas –es parte del plan.
-¿Advertiste que están vigilando dos chicas agazapadas detrás de las sebes?
-Pobrecitas –reprimieron una carcajada- vamos a dar su merecido a esos mocosos depredadores.
Las chavalas no se movieron, procurando ocultarse mejor hasta que Tomás, el hijo mayor de la “seña” María regresó dando un rodeo. El otro siguió con el perro para atarlo en otra finca por si sucedía algún percance lamentable. Al final habían preparado una gamberrada que contrarrestaría a otra que sufren –es un decir- desde hace años.
Es la hora, y Tomás inicia una llamada telefónicas a todas y cada una de las casas de los chicos.
-¡Hola!, soy Tomás, el hijo de la señora María. De parte de mi madre que venga alguno de ustedes ahora mismo, que tiene una sorpresa.
Los que la reciben preguntan si pasa algo, o qué tipo de sorpresa, etc.
-No, no pasa nada. Y las sorpresas no se explican. Perderían la originalidad y su encanto. O vienen o se quedan si conocerla –es la respuesta casi idéntica a todos los convocados.
Entretanto no pierde de vista la esquina del huerto por el que irrumpirán los ladronzuelos. Ve la silueta de un chico a horcajadas en la pared, y otros que están trepando; pasan unos minutos de ojeo, se encaraman todos, y que comienzan a saltar. La oscuridad es total y Tomás intuye que andan agachados y despacio hasta el ciruelo, sin saber que ellos saltaron, sí, pero hacia afuera. Su madre desde la ventana de la cocina, y él en la puerta trasera, con la mirada en la tolla, reprimen la risa y se frotan las manos. Parece que tardan algo en llegar; mira a su madre y le hace una seña con el índice en su ojo; ella niega con la cabeza. No tienen más remedio que esperar, tal vez han sufrido algún percance, y los retrasa... Y ese momento alguien llama a la puerta de la calle. Empiezan a llegar familiares de los chavales, que se miran entre ellos y cuchichean extrañados por la insólita cita; la dueña de la casa los recibe tan estupefacta como los convocados, sin saber como ha de reaccionar. Cierra las contraventanas y les invita a entrar. Tiene preparadas unas pastas y refrescos, y entre saludos, preguntas y medias contestaciones, intenta que pasen los minutos hasta que reciba la señal de su hijo que no es otra que el encendido de los focos del tractor para que alumbren a los embarrados intrusos. La gente se inquieta, mirándose preocupados, alguno divertido, otros piensan en una inocentada a destiempo, hasta que casi media hora mas tarde, la señora María saca las bolsas de claudias, y se las va dando a cada uno de los presentes, con estas palabras:
-Son ciruelas, y es un pequeño obsequio por la fidelidad que tienen hacia los productos de nuestra huerta.
Agradecidos, aunque atónitos, reaccionan cada uno a su manera, y se van despidiendo; aunque al desandar el camino se hacen cruces por el raro proceder de su vecina.
Los chicos, entretanto, estuvieron frente a la casa de Elsa jocosos y vocingleros, y al son de guitarras, bandurrias y una lata de escabeche en la que redoblaba Pepé, el tamborilero y surrealista de la pandilla, cantando y repitiendo hasta la saciedad:
-¡Abuelo!, ¡abuelo!, abuelo es cojonudo. ¡Abuelo!, ¡abuelo!, abuelo sólo hay uno...; ¡Abuelo!, ¡abuelo!, abuelo es cojonudo. Como el abuelo, no hay ninguno...
Al llegar con las ciruelas a sus casas, todos y cada uno de los chavales llevaban unos minutos viendo la TV o leyendo.
Un tebeo de Mortadelo y Filemón, que Marita tenía ante sí, justificaba su alegría.
-¡Vaya juerga que estás pasando tú solita...! –Comentó Elsa- Mira: que bolsa de ciruelas me regaló la señora María.
-¡No sabes lo divertido que fue...! -no paraba de reír con el rostro metido en el cuento.
-Debe serlo. Sí. Y más leyendo un tebeo al revés –Dijo Elsa, sin percatarse de que la niña no hablaba en presente.
Y el abuelo, “ignorante de todo”, charlando en el bar, tras la cotidiana partida de mus.

Una pandilla prototipo como la mayoría que existían en otros pueblos limítrofes, ni mejor ni peor, aunque todas ellas marcaban con fronteras invisibles su territorio, y si algún osado –más que osada- se atrevía a cruzarlo con ánimo de campar en tierra ajena, salía, a veces, algo escalabrado.
¡Ah!... Y en la primavera buscaban nidos.
-Aprendí un nido –apuntaba alguno. Los otros callaban, cruzando miradas.
-¿De carbonera? –preguntó Vega, la Sideral, como la apodaban en la panda, ya que el llevar el nombre de una estrella, por capricho de su padrino astrofísico, dio pié para el mote.
-No. De colibrí, con dos huevitos y el pirulí.
-¡Mira que simpático es, ya sabe divertirse solito! –Marita se puso furiosa defendiendo a su amiga.
-¿Qué pasa?... –Pepé se plantó fanfarrón- ¡Ñoña!... ¡Que eres una tontita presumida!...
-¡Y tú un payasete! –era evidente que no hacían buenas migas.
-Mejor, me pongo delante del espejo y no tengo que ir al circo para reírme.
-Seguro que sólo te das pena.
-¡A que te casco...! El ademán agresivo del chico, con una mano levantada, la puso en guardia.
-¡Ni se te ocurra! –le advirtió amenazadora, y sin moverse.
-¡Si no tienes ni media leche! –intentó empujarla.
-¡Atrévete!, anda atrévete. Y vas con el morro untado y no tiene la farmacia tiritas suficientes- seguía plantada enseñándole las uñas. Otras chicas tenían hermanos que las defendieran; ella no. Tampoco los necesitaba.
-¿Untado?.... Menos lobos, Caperucita.
-Soy Marita, que también rima y menos simplona que ella. Y que tú. –A veces hay que sacar pecho de valentona.
-¡El morro…, y la cara marcada!.... ¡Ja..., ja! Todos las mañanas le corto las uñas a una gatita. ¿A ver si te toca a hoy a ti?
-¡No me digas, guapo…! Prueba, si te atreves, y tendrás que pedir a los Reyes una cara nueva, y más agraciada, no te joroba...
-¡Ja, ja, ja!... Habló la bella durmiente del barrio. ¡Te odio! –Pepé se creó fama de insoportable; disfrutaba haciéndola rabiar, hasta que Santiago zanjó la disputa, ya que a veces se enzarzaban en discusiones tan tontorronas que terminaban con empujones, arañazos y algún chichón; es decir, nada que no pudiera curarse con un toque de Mercromina o una tirita. Era diferente si se enfrentaban a pedradas con alguna banda rival; siempre atendían en urgencias alguna descalabradura.
-Mentira; te encanto.
-Ni en bikini.
-Ya lo sé, mira como lloro. Vete a la mierda..., rico.
-Se dice: a la porra. Queda más fino. ¡Riiica!, ¡y, anda, ahueca el ala!
Marita le sacó la lengua con un mohín e invitó a las chicas a dejarlos solos. Ellos, más precoces y procaces, quedaban riéndose.
-¡Menos mal!, ya se fueron las chavalas. No quería que viesen dónde descubrí el nido. Vega es una chivata gordinflas. Es de carbonera y no hagáis ruido que la hembra está güerando –se acercaban despacio y callados, aunque al presentirlos salió despavorida.
-¿Y por qué sabes que es de carbonera?
-Porque tiene la pechuga naranja y el resto negro. Creo que en otros lugares le llaman petirrojo.
-¡Ah…!
-Y no toquéis los huevos, que los aborrecen.
Eran cinco, muy pequeños y con manchas marrones. Y los chicos siguieron el proceso: la eclosión, con los polluelos en cueros vivos, los veían emplumarse día a día, hasta que de adultos echaron a volar. Nadie de aquella banda destruyó nunca un nido. Algunos hasta les dejaban cerca migas o granos de trigo cerca, ignorando que la mayoría de aquellos pájaros son insectívoros.
A Marita siempre se los enseñaba, reclamando cuidado. Era su amiga preferida, ella lo sabía; se sentía protegida y satisfecha, aunque a alguno de la panda no lo soportaba.
Un día Julito propuso:
-¿Y si vamos a gamusinos?
-¡A gamusinos..., a gamusinos!, ¿tú eres tonto del culo? –Pepé lo miró con superioridad-, ¿y haces tú de gancho?
-Del culo serás tú. Que siempre estás en la inopia, chaval.
-Cuando llegue tu primo a veranear, le damos la novatada y ya está.
-¿A mi primo? De eso nada. Con lo listo que es: lo huele. –La familia, es la familia, pensaba Julito.
-¡Listo...! ¿Liiissto él?; si es más tonto que un perro pequeño.
-¡Anda ya!..., para ser más listo que tú..., que estás siempre en las alpabardas.
Seguían sentados sin saber a qué jugar.
-¡Ya lo tengo! Jugamos a jichos... –alguien propuso.
El morro fruncido de la mayoría fue la respuesta.
-¿Y si vamos a grillos? –Julito insistía.
-¡Ni de coña! –Santiago sentía la necesidad de oponerse a las ideas de Calimero, aunque estuviera, en principio, de acuerdo con ellas
Marita titubeó, no muy segura de poder ir. Debía estudiar.
-Bueno, vamos –se decidió y todos aceptaron- voy a buscar una jaula que me hizo mi abuelo con varitas de mimbre y bramante, y tiene una cancilla de tela metálica de fresquera.
-¡Oye, rica! tu abuelo es mi abuelo, y de Pepé y de Calimero, y de Vega, y de todos. No presumas tanto.
-Pos yo tengo un bote de tomate, vacío y con agujeros -Pepé hacía honor al surrealismo que le imputaban.
Julito, el niño rico, siempre fardaba de algo:
-Yo compré el lunes dos grilleras, amarillas, como el submarino, en la ferretería de Damián. Y a toca teja. –Comentó con el toque de pedantería que proporciona una holgura económica.
-Amarillo era el tractor, gilipuertas, que no eres más tonto porque no te entrenas.
-Era el submarino...
-¡El submarino..., el submarino! Era el tractor. Como el de la señá María– y se puso a tararear: Tengo un tractor amarillo que es lo que se lleva ahora...- Y yo pude comprar más de una docena de grilleras iguales a las de Calimero, pero no quise... –Santiago siempre intentaba apabullarlo. Era odioso- ¡Jo..., qué plasta! –lo dijo al oído de Marita.
-Entonces, ¿tienes monis? –le preguntó ella curiosa y en voz baja.
-¿Pelas?, ¡Qué va, estoy tieso! Gasté las últimas en los cromos que necesitaba para completar el álbum, y hasta el domingo... ni una. –Santiago se sinceraba con ella-. Y me joroba el Calimero ese, con sus aires de grandeza. ¿Cuántos cromos te faltan?
-Ocho o nueve, creo.
-Mañana te llevo al cole los que tengo repe. A ver si lo completas.
Marita sonrió entusiasmada.
-Julito –cuando Santiago quería “algo”, no le llamaba Calimero-, te doy cinco canicas de ágata y el chiflato de bambú, por una grillera de ésas.
-¡Ya te gustaría...!, pero tengo más de mil canicas de ágata y hasta una blanca irisada, y un peón mejor que el tuyo.
-Diez canicas, el trompo con espigoherrero y la cuerda de pita, unos gusanos de seda y vas que chutas -Santiago casi suplicaba.
-Las canicas, el peón, pero con cuerda de cáñamo, que no se deshilacha, y tu pata de conejo; y si no, nada. Gusanos tengo más de mil, y hasta caracoles amaestrados…
-¿Amaes…?
-Sí. Les canto eso de: caracol, col, col, saca tus cuernos al sol…, y me obedecen…
-Pues de eso, nada; tú lo dijiste. ¡Ni que la grillera fuese de oro!
-Es amarilla.
-Claro. Y el oro también... como el tractor, así que..., venga: ¡Arreando...! –Santiago lo miró provocativo.
-(¡Como el submarino!, mamón; que eres un mamón) –contestó mudo, con un esbozo de carcajada que era lo más parecido a una mueca de terror.
- Entonces… ¿vamos a grillos? –preguntó uno.
-¿A la de tres...? –se oyó.
-¡Maricón el último…!
Y al final de la tarde volvían cada uno con sus insectos cantores y provistos de un buen puñado de hojas de trébol para alimentarlos.
-¿A qué mola mi grillera? Los vuestros son chiquitajos –Julito enseñaba ufano el único que pudo sacar del agujero.
-La cagaste burlancaste. Calimero, gili; ¿no ves que cogiste una grilla? ¡Y las hembras no cantan!
-¡Anda la órdiga!, ¿y tú qué sabes?..., –lo llevaba muy contento a su casa. Y era cierto, nunca cantó.
Los mayores, terminada su faena, disfrutaban del frescor vespertino. Con las luces apagadas para librarse lo más posible de los mosquitos y observar mejor, sin contaminación lumínica, la bóveda celeste, escuchaban el machacón y familiar cri cri de los animalitos. Practicaban unos, y absorbían ávidamente otros, el correveidile, con ácidos y picarones fisgoneos de convecinos, más bien de convecinas, lavando la honra de alguna, de la misma forma que a ellos los criticarían en otras reuniones; narrando episodios de la vida, y ancestrales historias de apariciones y brujas que invadían el sosiego necesario para conciliar el sueño. Los pequeños jugaban al escondite o a guardias y ladrones.
A cenar, y a la cama.
¡Hermosos tiempos! ¡Cuántos recuerdos grapados en el alma, y cuantas sensaciones arracimadas con millones de imperdibles travesuras...!














Chencho, durante sus caminatas, siempre encontraba algún crío con quién intercambiar unas palabras; les preguntaba de quién eran hijos y por las notas que sacaban, animándoles a gastar las coderas y repartía entre ellos chicles y otras golosinas. Para él algunos caramelos de menta que tanto le gustaban.
-Buenas tardes –le saludó uno, al toparse con él sentado en una piedra del camino.
-Y lo son, muy buenas…, chaval. Te gusta la pesca, ¡eh! –se irguió, cortés.
-Me chifla más que comer con los dedos, señor Chencho.
-¡Vaya!..., ¿sabes quién soy?
-Jobar..., claro que lo sé; todo el pueblo lo conoce. Dice mi papá que usted es más popular que Trancho, el del carrito de los helados. –El perro que lo acompañaba se sentó sobre sus patas traseras sin perder de vista a su amo.
-Muy agudo él; sí, muy agudo; casi tanto como tú, ¿pescaste mucho? –dirigía una ojeada a la cesta.
-¿Mucho?, ¡Ná, toda la tarde mojado, y para lo que llevo!... –le enseñó dos barbos de una cuarta, y media docena de otros peces más pequeños.
-¡Ah!, son barbos; creí que eran truchas.
-¡Si no las hay!... -sus palabras sonaban a sorpresa-; algunos presumen de que antes las pescaban, pero mienten.
-Puedes creerles. Yo, a tu edad, conseguí coger bastantes, y alguna así de grande.
-¡Si usted lo dice!... –aunque su incrédula mirada quería decir: “Habría que haberla visto”– ¿con cucharilla?
-No. Hacía moscas con las plumas de un gallo que tenía mi madre. ¿Y tú?
-Éstos los cebé con lombriz, y a veces les pongo gusarapín.
Con pinta de pilluelo. El cabello cortado a cepillo, camisa arremangada, sin abotonar y anudados los faldones en la barriga; pantalones cortos, mojados y embarrados en la culera. Caña de pescar de fabricación casera con tanza, sin carrete y una cesta de pescador muy ajada. Estampa idónea para ser plasmada en un lienzo.
-Me parece que tú eres de los que toma las uvas de tres en tres…
Le sostuvo la mirada con una interrogación en sus ojos.
-Déjalo así, es que me recuerdas a un lazarillo que conocí. ¿Te caíste en el río? ..., ¡eh!
-No. En el regato que atraviesa el camino, ahora al venir. Me gusta saltar por lo más ancho, resbalé, y..., pataplum –perspicaz, sus ojos rieron, al tiempo que le mostraba la culera embarrada.
-Ya veo, ya..., ¿y esas ronchas?
-Está todo lleno de cardos y ortigas, y...., dan un gustirrinín…
-Sí que lo dan…; tienes un perro muy listo: ¿cómo se llama?
-Comotú –el chico estaba serio, sólo por fuera.
-¿Chencho?
-No. Comotú –repuso, intentando no explotar.
-Me tratabas de usted y ahora..., ¿me tuteas?
-No me atrevería, señor Chencho, le tengo mucho respeto.
-¿Entonces..., pequeño malandrín? –El abuelo, estoico, no entendía nada. El mozalbete, se encogió de hombros, divertido como siempre que alguien le hacía esa pregunta, y miraba al protagonista del momento, que daba vueltas persiguiendo su propio rabo.
-¡Comotú..., a por ella...! –Y el can echó a correr detrás de la piedra que su amo le tiró. Chencho soltó las amarras de una fuerte carcajada, que terminó en un ataque de tos. David había vencido, de nuevo, a Goliat.
-¡Atorrante!... –le recriminó, mientras blandía la cacha por encima de su cabeza, sin dejar de toser-, hace mu..., mucho que nadie me había embromado con tanta desenvoltura. ¡Choca esa mano! –Extendió la suya que fue aceptada, con un guiño de complicidad- ¡Oye!, no te conozco, ¿de quién eres padre? –Chencho, que pretendía utilizar la pregunta como arma arrojadiza, no lo consiguió.
-¡Jobar!... ¿me quiere tomar el pelo?, soy el hijo pequeño de Miguel, el de la tienda de la Plaza Nueva –contestó, con desenfado.
-Ya. De Miguel; el hijo del altísimo, el de la confitería debajo de los soportales. Allí compro los caramelos. –Era la vieja zucrería que endulzó con mil sabores las últimas generaciones infantiles-. ¿Sabías que tu abuelo fue un buen jugador de baloncesto? – tanteó.
-Lo sé…, pero que no, señor Chencho, que no…, que se lía; que ese señor no era mi abuelo. Yo soy hijo de Miguel, el de La Galocha; la zapatillera que está enfrente –y lo miraba otra vez, entre burlón y perplejo.
-¡Ah, ya!..., de Pepe, el de La Galocha, claro. Eres clavado a él.
-Que no, señor Chencho, que sigue liado: de Miguel; Pepe es mi abuelo, y tiene razón que soy su vivo retrato -Remacha con gesto de conmiseración.
-¡Tú sí que me embrollas, mozalbete!, Pepe, o sea tu abuelo, sólo tuvo un hijo: Pepe, el que regenta ahora la tienda –le asomó un destello de ira mal contenida- ¿no?
-Que no, señor Chencho, que no. Mi abuelo es José Miguel, siempre le conocieron como Pepe. Mi padre también José Miguel, y siempre le llamaron Miguel. ¿Se aclara ahora?, ¿sabe de quién le hablo? –tolerante y solazado soportó su repaso, suponiendo que comprendería. Aunque empezaba a tener sus dudas.
-Claro que sé de quién me hablas, ¡ditasea...!, de Pepe, El Galochas, al que vosotros llamáis Miguel. Sí, ya dije que te pareces mucho a él y a tu madre, que es pecosa como tú. ¿Qué tal están? –le gustaba el desparpajo del rapaz, a pesar de la cara de póquer que tenía.
-Están bien, gracias; y trabajando, como usted se figura. Bueno, me piro, que mi madre está intranquila si tardo. ¡Ah! Y ella es muy guapa y nada pecosa –con premeditación enfatizó la última frase.
-Anda, vete, pero este placentero encuentro merece unas golosinas. Saluda a tus papás. ¡Y no quería molestarte con lo de las pecas! –comentó ofreciéndole unos caramelos.
-Sólo cojo uno, gracias. -Lo sacó presto de la boca simulando un ataque de tos, al notar el fuerte regustillo a menta-. Y no me ha molestado –prosiguió atragantándose- si viera lo que le gustan mis pecas a las chicas. Bueno, me marcho ¡adiós señor Chencho!
-¡Otro saludo de hombres…, venga esa mano de nuevo, amigo! Eres un chaval muy…, pero que muy majo.
Y en ese momento fue Chencho quien tuvo que disimular, tocándose la nariz, al sentir el tacto pegajoso, con olor a menta, del caramelo rehusado.
-¡Oye!..., ¿y tú cómo te llamas?
-Me llaman: El bala. A lo mejor adivina mi nombre -se percibía un exagerado regocijo en el guaje al detenerse y volverse para contestar.
Y, silbando, con la caña al hombro, retomó su paseo tan campante; precedido por Comotú, que se unió a su carrera en salvaje libertad o se desviaba del camino persiguiendo libélulas.
-El bala... Apodo muy atinado... –masculló con un aire reflexivo, moviendo la cabeza- ¡Oye!... –Tomó una pausa para vocearle-, el domingo es el bautizo de Marita y hay una chocolatada para los chavales en el frontón. ¡No faltes!
-¡Ya lo sé, estoy invitado desde hace unos díaaaas!... –exclamó, mientras que con saltos, emulando al chucho, le trenzaba un adiós en el aire.
En el suelo brillaba algo parecido a una azucarada esmeralda con polvo adherido a sus bordes.
Quedó pensativo; sin olvidad que también fue niño. A su edad, indócil como él, volvía de pescar con una caña parecida a la suya, persiguiendo, al canturrear, imaginarias mariposas, y orgulloso de los peces que llevaba a su madre.
Y es que había crecido demasiado deprisa y tuvo poco tiempo para jugar en aquellos años tan difíciles, cuando empezó a leer libros y a soñar con viajes.
Continuó su familiar caminata por aquellos campos de tierra labrantía que le vieron nacer, antes tan arados y regados con el sudor de sus antecesores, ahora mecanizados, menos yermos y más prósperos; en ellos sembraron ilusiones y miedos inclementes mezclados con semillas que se aventaban como las hojas en otoño; en los que recolectaban frustraciones y algo más, que apenas daba para comer un cacho de pan.
Llegó a la chopera. Dejó a un lado la chaqueta y con parsimonia se remangó las mangas de la camisa hasta el codo. Aceptando la implícita invitación del manantial que brotaba en la parte alta de la finca, se hincó de rodillas para beber a morro y aportó, así, la hidratación que su cuerpo demandaba. Agradecía la frescor que la hierba transmitía a sus pies descalzos y cansados; tomó asiento en un cembo entre sol y sombra, en aquel lugar en el que la paz sólo era rota por el leve murmullo del agua que en su apresurado discurrir, formaba pequeñas cascadas entre las piedras; no era indiferente al perfume campestre, y elevó la vista hasta las últimas ramas del viejo olmo, las que divisaron el fluir de toda su vida, y pensó: Qué cerca estáis del cielo, bribonas, y yo qué lejos del mar....
Quiso comenzar la lectura, pero habitaba vez en tiempos pretéritos, nunca caducados; sus oídos se llenaron de los mil rumores de la naturaleza, y absorto tenía los ojos fijos en una hura en la que se movía la tierra hacia arriba, impulsada con ahínco por el presunto topo, cerca, quizá, del cepo que su padre puso el día que le preguntó: -Papá, ¿y si pongo uno en mi mesita de noche podré atrapar alguno de mis sueños?
Posó el libro. Había otros mensajes mudos que centraban su atención: revivió escenas imperecederas con la vista fija en un arco y varias flechas, hechos con varillas de paraguas, que permanecían colgadas desde antaño en aquella rama, y no advierte que las horas pasan; hasta que ecos de esquilas y balidos rasgan los tambores de un silencio casi sobrenatural que se había arremolinado en derredor; así que aprovechó la sensación de hormigas que se apoderó de sus piernas, para calzarse y caminar hasta el calvero en el que, desde siempre, se encendía una fogata. Era allí donde entraban, sin pedir permiso, otro puñado de las nostalgias que dejó al irse –esbozó una sonrisa-, cuando, silvestre como los arándanos, germinaron sueños idos sobre los que fue inútil luchar; allí donde, en los huecos de las sombras, se colaban los rayos del sol e imprimían al fresco y tupido musgo –el tapete bajo el cual habitan los gnomos; le decían cuando aún conservaba el chupete en el bolsillo del pantalón para cualquier apuro-, un claroscuro de tonalidades verdosas; entre las que resaltaban aquellas piedras renegridas por las brasas sobre la que su padre asaba, envueltos en papel de estraza humedecido, los chorizos caseros que, como munición de un curruscante chusco y regado con vino del Bierzo, o de la tierra cuando no había posibles, sabían a gloria. Allí seguía el roído banco como mudo testigo de mil batallas; engullido por una maleza anárquica, atropellado por los zurriagazos de mil heladas y, resignado, pregonaba el perenne olvido. Entre sus oquedades campaban millones de insectos, y esos líquenes verde-grises que comparten una ancestral simbiosis con la madera. A horcajadas sobre él lo acarició con un suspiro de cansancio, lo mimó paseando las yemas de sus dedos, con un deje de tristeza, sobre la rugosa textura de los nudos que no se eliminaron al ser restregado por la inmisericorde lija de los años, y que resaltaban en la superficie de un verde despintado. Al vibrar el montón de sentimientos dormidos, y repletos de instantes irrecuperables, con imágenes muy idas, destilaron una melancólica e irrespetuosa gota de cristal líquido que se escurría por sus carrillos hasta la comisura de su boca. Y se tumbó boca arriba, con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en sus manos. Era, mirando al cielo, como quitarle cuerda al reloj, en espera de una casual involución del tiempo en el espacio. Y contó hacia atrás: diez…, nueve…, ocho…, siete…, seis…, cin…
Y concluyó. El fluir de la arena cesó al caerse el reloj.
-¡Cómo duele, Chencho, cuando llega al brocal, sin pedir permiso, la soga a la que anudaste los vívidos recuerdos…! –Alguien hablaba..., ¿o su imaginación falseaba el instante?
-¿Quieres zambullirte en sus realidades? ¡No pierdas de vista el espejo que está en el fondo del pozo; si te concentras verás reflejado el presente de otros instantes pasados! Sé valiente; mira y escucha… –Con murmullos, o ecos de un ¿irreal? pasado, que hacían temblar el alma, insistía aquella voz antinatural, con timbre femenino, en off.
-¡Pero…, es que…, no sé…, quién me habla!…, ¿De donde viene esa voz? Contestó y preguntó perplejo, mirando a todos los lados y temeroso de haber enloquecido, hasta que un culpable silencio que atravesaba la escena se apoderó de su voz. Con los ojos perdidos en el infinito contuvo el aliento ante el esotérico momento, en el que la trama de la realidad y la urdimbre de lo soñado se entrelazan; el vello como escarpias; aquel sudor frío por la espalda, y una extraña desazón que transmutaba actos detenidos años ha, y de la que convenía escapar, le impedían incorporarse. Infería que algo iba a suceder. Se le nubló la vista como en trance; y un humo sutil, quizá celaje envolvente ya que carecía de olor, comenzó a rodearlo diluyendo el resto de su consciencia.
Tenía ante sí el espejo- quizá espejismo- retrovisor en el que se vislumbraba la introspectiva realidad de su vida, tal como si flotase en el vacío; allí donde, sin fronteras, se mezcla la ficción con la realidad y, haciendo desandar la rueda del tiempo, se veía, muy al fondo del camino, corriendo con los pantalones cortos que vestía cuando crecía y creía que capturando sueños –aquellos que retenía en frascos de cristal de vivos colores- servirían para limar las peligrosas aristas de la vida, como le dijeron en la escuela; y cuando intentó cerrar con mil candados las cien puertas por las que pudieran acceder a su adorada colección. En la mente le gravitaron ecos eternos; esos momentos imborrables que permanecen agazapados en el desván del alma: como el del tren que vio por primera vez empujado por una locomotora a vapor que avanzaba -¿o, como iba de culo, acaso retrocedía?- a toda pastilla, y resoplaba hasta ahogar el silencio de la siesta;
Erguido ya, y jugando a ser adolescente, se embadurnó la cara con ceniza, cogió un tizón para trazarse unas rayas, como antaño; y el espejo, en breve simbiosis con una ráfaga de viento que hizo recular varias páginas del libro de su vida, enhebró como por ensalmo los ecos de las siguientes escenas:
Echábamos leña húmeda para acrecentar el humo de la hoguera, como una ofrenda al cielo y para que nuestros mensajes poblaran los espacios llegando a otras tribus de territorios cercanos; con el cabreo de mi padre. El sonido de los tambores de guerra se hace a cada momento más intenso y su ritmo se acelera por momentos. Durante este verano tuvimos fragorosas batallas con feroces y pintarrajeados apaches, navajos o apalaches. Yo: Tatan’ka-iyo’take; Toro Sentado para los rostros pálidos, Gran Jefe sioux, con la ayuda del espíritu de Manitú, de Cola´s de Milano, mi íntimo amigo; de Montaña Blanca, de Luna Plateada, como general de unos centenares de fieles guerreros, y los mejores vigías apostados a las entradas de los desfiladeros, llegamos a colgar miles de cabelleras de nuestras lanzas y monturas. Vencimos a Pata de Oso Moteado, que mandaba a un gran ejército iroqués; nos apiadamos de Nube Roja y de su diezmada tribu, fumando el calumet y entre incontables hazañas, de las que sólo la historia será capaz de rememorar, matamos a un aguerrido general de rostro pálido que pomposamente le llamaban George Custer exterminando a su caballería que nos hizo frente en el río Little Bighorn; y volvimos victoriosos, con nuestros tomahawks ensangrentados, la ropa desgarrada, arañados y sólo vencidos por el cansancio de tanto cabalgar, llenos de gloria, de tizne y oliendo a humo, cual intrépidos héroes –que lo somos- tras la batalla; conscientes de que la guerra no ha terminado y que habrá más escaramuzas con otras tribus o con los hombres blancos, hasta que los aplastemos, aunque ellos tengan palos que escupen fuego, y es posible que tengamos intervalos en los que fumemos con otros jefes la pipa de la paz, enterrando el hacha de la guerra.
No es que se le hubiera ido el santo al cielo ante el revoltijo de las enigmáticas y vívidas imágenes que llegaron a su alma; sin embargo un golpe de viento, ése que aviva las fogatas, hace chirriar los postigos o levanta polvaredas y el aleteo repentino de algunos pájaros, lo devolvieron, algo desorientado, a la realidad.
-Mmmm..., y parece que fue ayer cuando, colgué por última vez, los patines de aquel cáncamo oxidado. Testigos mudos de millones de piruetas con las que nos lucíamos ante “nuestros pinceles”, apelativo cariñoso que aplicábamos a las chicas de la pandilla; las risotadas por los costalazos o el placer de correr sobre ruedas y cruzar la meta en primer lugar... ¿Estarán, acaso enmohecidos, aún allí? –Se erguía, con el cuerpo agarrotado y un sabor como de almendras amargas en el paladar, del lugar que albergó millones de tardes definitivamente idas, con travesuras alocadas de legiones que jugaban a ser mayores y en el que estaba encerrado un trozo de aquella infancia que se alejó de él a la carrera. Y, al final de una extraña visión, puesto que declinaba la tarde, se lavó; mal –sin jabón-, y salió pitando –qué más quisiera él- tras desandar caminos y tiempos y haber disfrutado de una de sus horas mudas, como solía llamar a esos momentos en los que todo se detiene, o se acelera sin piedad; y los candados sueltos invitan a remover las existencias que penden de oxidadas alcayatas en la atestada trastienda interior. Le habían inculcado el amor al terruño, a sus gentes, a su alfoz; y nunca sintió la picadura del desarraigo, así que, acodado en el pretil del puente romano desde el que intentaba contar, en vano, los pececillos que bullían para coger las migas que les echaba, contempló, como miles de veces en su niñez, el lento discurrir del río que soñaba ser mar.
-¡Cuánta agua ha pasado desde entonces bajo mi puente! ¿Cuándo llegará, fatalmente, al lejano mar que es el morir, como dijo el poeta? ¿A qué distancia de ese mar estará el agua de mi vida? – nadie podía contestarle y el grito se disolvió en el aire.
Eran sólo vivencias agitadas en el cubilete del tiempo, y tenía la certeza de que al final llegaría a ese otro mar con cuantiosos deseos cumplidos, y muchos más pendientes de realizar, conque adelantó el pié derecho, después el izquierdo y continuó midiendo a pasos el camino, hasta llegar a casa con una evidente sed de siesta, y se ocupó del difícil arte de no hacer nada en la vieja tumbona de mimbre que siempre estuvo bajo la parra del porche para, como en un rito diario, sobar un rato.
-Hola tío Chencho –saluda Sara, con Marita en brazos, mientras contemplaba la sonrisa perezosa que iluminaba su rostro, en la feliz postura del duermevela, y con los dedos entrelazados sobre su barriga.
Acostumbrada a llamarlo así desde muy pequeña, debido a que su padre hablaba siempre de él en tono áspero y despectivo: “Ese tío que presume de saber hablar, y sólo descerraja palabras”; o “El tío imbécil; qué se habrá creído”, y ella, con la ingenuidad de sus pocos años, preguntó:
-Mamá, ¿Chencho es mi tío?
-Sí cielo, puedes llamarlo tío. Casi lo es –Elsa reprobó a su marido meneando la cabeza.
-Sí, hija, sí –remachó él-, siempre será un tío.
La pequeña no comprendía el desdeñoso significado que daba a la palabra.
-Hola, hermosas, qué suerte –al contacto de una mano amiga levantó la cabeza -; se suele decir que de tal palo, tal astilla. Déjame que la coja.
-Te desperté –le dio un beso en la frente mientras ponía a Marita en sus brazos-, apestas a humo y tienes la cara sucia, ¿te pasó algo? –comentó con tono preocupado.
-No, nada importante; me tizné en la chopera. Debí lavarme al llegar; pero quedé adormilado..., ya sabes el dichoso yoga… Es clavada a ti, Sara. Aunque tiene un aire..., ¿caribeño?, se notan los genes de Berto –le canturrea nasalmente una nana, y le invade, como el cálido homenaje a los primeros sabores de la vida, un entrañable aroma a leche materna.
-Si, es un cielo de cría. Preciosa, tranquila, nada llorona –sonreía la mamá más feliz de la tierra-, y nos ha cambiado la vida.
-Naturalmente, y os la trastocará aún más. Sólo los ilusos creen que los hijos llegan con un pan debajo del brazo, y lo que traen es un libro, y no de instrucciones, dedicado a sus padres, en el que figura una ristra de inquietudes, necesidades y dolores que éstos han de soportar, aunque se compensen con innumerables satisfacciones.
-Ojalá predominen las últimas. –la maternidad para ella había sido un acto excepcional.
-¡Mira que risina echa la condenada!
-Está haciendo pis, seguro. ¡Tranquilo! –El aspaviento de Chencho era demasiado elocuente- que con estos pañales no pasa ni gota.
-Y..., ¿cómo conociste a Berto? –tarareaba una nana al preguntarle.
-Pues de casualidad; a veces encuentras lo que no buscas. Te cuento: Cecilia, una amiga y vecina nuestra...
-¡Me acuerdo de ella!, a veces le sonaba los mocos. No la he vuelto a ver –interrumpió él.
-Hemos crecido, tío, y mucho; no sé si te das cuenta -comentó con descarada soltura-. Cecilia tiene familia en Venezuela, cerca de Maracay. Hartas de tener nuestras narices pegadas a la pecera oceánica, nos animamos a cruzar el charco y nos encantó aquello. Un pequeño barco turístico organizaba una excursión diaria bordeando la costa hasta una pequeña isla cercana y casi virgen. Se trataba, por decirlo así, de solazarse en una travesía de ensueño, para filmar el paisaje y un gozo añadido en la playa de fina arena hasta el mediodía que servían, en mesas plegables y a la sombra de las palmeras, una apetitosa comida recién hecha en el barquito. Consistía en tres o cuatro platos autóctonos, bebida fresca, y frutas tropicales. Quedaba la tarde para que cada uno la empleara a su gusto hasta que al anochecer se retornaba a puerto de origen, y cada cual a su hotel. Comenzaban a descubrirse aquellos paradisíacos lugares por el turismo internacional, especialmente por el de Estados Unidos, que provistos de moneda fuerte gastaban con ostentación. Y reservamos plaza para los días siguientes. Berto, el patrón, nos trató con exquisita simpatía, como a todo el pasaje, y quien sabe si al ser españolas hasta con cierto cariño.
El tercer día nos enseñó el barco, hablándonos de proyectos y de posibilidades comerciales. Con el filón turístico que emergía, necesitaba alguien a su lado para explotarlo, participando del mismo. Le insinué en broma que si quería yo podría ser su socia y cocinera-jefe. Sabes, tío, que cocino bastante bien y me brindé a preparar una paella. Aceptó -que hiciera la paella, claro- y sin meditarlo dispuso al día siguiente los ingredientes que le pedí, constituyendo, aparte de una sorpresa, un completo éxito.
-Si tienes para cocinar la mano de tu madre, seguro que alucinaron –Chencho seguía el relato con el interés de un niño- Sigue...
-Sí –continuó Sara- creo que no estoy a su altura, aunque cocino bien muchos platos. La mayoría de aquellos americanos estaban acostumbrados a la comida rápida y notaron la diferencia. Al saber que yo era española, algunos le pedían a Berto que les llevara España. ¡Muy lejos!, repetía en español e inglés, aunque algún incrédulo señalaba en el mapa de la zona la cercana Port of Spain, capital de Trinidad.
-Más lejos, mucho más lejos –respondía, con la mano indicaba la leve línea del cielo, y yo asentía.
Y la broma acabó en amor; nos escribimos, hablamos mucho por teléfono e hicimos planes para casarnos. No estuviste para mi boda, y lo sentí. Tenemos mucho trabajo, aporté mi ayuda culinaria y ganamos el dinero que nos permite vivir con holgura. Al quedar embarazada quise que Marita naciera aquí, así que vino conmigo aprovechando la estación baja..., y eso es todo. ¿Qué te parece mi odisea?
-Hermosísima, Sara, ¿y eres feliz? –le preguntó.
-Lo soy, y mucho, tío Chencho. Ni con una lupa podría haber encontrado un hombre tan encantador. Y está embobado con su pitusilla.
-Claro. Y contigo; y es para estarlo. La suerte os ha sonreído; y a él mucho más, creo –comentó, aún con Marita en sus brazos.
-¿Te la cojo?
-Está dormida, mejor la llevas hasta su cuna –una señal afirmativa y la acostó con mimo.
El bautizo de Marita resultó un acontecimiento y a la vieja usanza. Volaban al salir de la iglesia los confites, las almendras y los caramelos, que salían a puñados de los bolsillos del padrino; muchas monedas de cinco y veinticinco pesetas, incluso alguna de cien, que los chavales, y algunos mayores, apañaban golosos a la rebatiña; unos intrigados –no conocían la costumbre- y otros evocando tiempos pasados. Barra libre con vermouth y tapas para los amigos y convecinos, comida para los íntimos y chocolatada con churros a media tarde para que la chiquillería gozara del evento. Al día siguiente funcionaron a tope las lavadoras.
Y Marita dejó de ser pagana.
Elsa, Sara y Berto no abandonaban ni un momento al abuelo.
-Le hemos puesto Marita porque es el nombre de una hermana de Berto ¿te gusta?
-Mucho, Sara, aunque se llamara Recesvinta. Es un encanto, lo mismo que tú..., y que la abuela más joven y más guapa..., que ahí está, embobada.
Le pasó con ternura un dedo por la cara; era su caricia favorita. Ella bajó la mirada para ocultar su emoción.
Sara salió con la nena en brazos; Había llegado la hora de darle el pecho y quedaron solos.
Elsa le comentó a Chencho lo que sabía de su hija y del yerno:
-Sara y Berto tienen planes ¿sabes?; él es dueño de un pequeño barco allá en un pueblo de nombre raro de América Central que lleva turistas hasta una isla; parten muy temprano y retornan por la noche. Cocinan a bordo, sirven platos típicos y otros de aquí que Sara ha incorporado. Trabajan mucho, viven bien y ganan dinero. Tienen el proyecto de adquirir otro navío un poco mayor, con más servicios y comodidades, ya que el negocio lo demanda.
-Sí, ya sé. Me dijo algo.
-Ella quiso que Marita naciera aquí, y al ser ahora época baja vinieron hace casi un mes. Berto vuelve para allí en breve y Sara dentro de poco. Yo la animo a que deje a la niña conmigo tan pronto le quite la teta. La cuidaré los primeros años ya que están en la edad ideal de trabajar duro y deben aprovecharla. No sé lo que decidirán.
Chencho asentía.
-¿Y tú piensas estar mucho por esos mares de Dios?
-No sé, Elsa –contestó, después de transformarse en una estatua con la mirada perdida- ya te dije por teléfono que a veces me hastía la pesada vida marinera y no descarto la idea de renunciar a ella y volver para siempre, pero... -se encogió de hombros-, ¿y si me canso de estar aquí? Sabes que no soy muy conformista y, como dijiste alguna vez, “un culo de mal asiento”, por eso tengo mis dudas.
-Al final atracará tu nave en este dique, y de eso no me cabe la menor duda, marinero. Sabes que su bandera es aquí muy apreciada –Acompañando una pícara sonrisa a la parrafada, Elsa empleó las palabras que él quería escuchar.
-No tengo ninguna duda de ello –se miraron viéndose reflejados en la retina del otro.















En la naviera lo recibieron muy bien y volvió a sus viajes de Shanghai a Pusan. Aunque era un trabajo más monótono gozaba de la ventaja de estar de nuevo con su amada.
La vida con Xia Ling en Shanghai transcurría sin sobresaltos. El trabajo de Chencho en el barco turístico consistía en un mes seguido en jornada de doce horas o más, y descansaba una quincena al lado de su amada. Un todo terreno muy apreciado en la empresa: ayudando en el comedor, organizaba, con desenvoltura y complacencia, actividades y distracciones a bordo, suplía al intérprete o con eficacia, en casos de ausencia o enfermedad, a la mayoría de los empleados. Con su carácter cordial se había ganado a todos; jefes, compañeros y turistas. Este empleo era la cara de la medalla de sus numerosos trabajos en el mar. La cruz: el trabajo duro de los primeros años de sal y sudores, cuando tenía que curarse las ensangrentadas manos con salmuera y vinagre.
Las charlas sin reloj con el padre de Xia Ling, un honorable anciano que apenas salía de su casa, eran siempre esperadas, sumamente amenas y enriquecedoras. Su hija lo amaba con esa veneración a los mayores que sólo parece existir en los países orientales.
Era como un baúl atestado de sabiduría y de anécdotas, además de un primoroso pintor miniaturista, especializado en marfil y jade; buen interlocutor y amigo de difundir su arte por doquier. Un día a la semana, impartía, altruistamente obstinado, clase a varios alumnos con un interés irrefrenable para que su arte no se perdiera. Seleccionaba cuidadosamente a los predispuestos a recibir y asimilar con provecho sus lecciones. Así Chencho se encontró inmerso en un mundo no buscado pero indudablemente fascinador, sin que fuera ideal, tanto que en su diario escribió:
Qué padre tan excepcional tiene la mujer tan bella y delicada que he conocido. Y tan unidos como atados por un lazo invisible, a modo de cordón umbilical de determinada longitud que si se sobrepasa puede romperse. Por eso ella nunca se aleja mucho de su casa, para no tensarlo demasiado.
Visitábamos la parte vieja de la ciudad; Xia Ling se paró ante el escaparate –creo que se miraba en él con suma coquetería- del bazar en el que había comprado el sextante.
-¿Entramos? –le dije invitándola con la mano.
-¿Qué? Oh, no; no. Sólo miraba. Venden recuerdos, y…
-¡Ah...! Los recuerdos -¿qué haríamos sin ellos-?, se evocan en la mente: para mirarlos coloreados, en blanco y negro y hasta en sepia; se ríen con ganas aquellos que contenían sonrisas; o se lloran otros, por las huellas que dejaron; se desenredan tirando de la cuerda, y van saliendo uno a uno, o en tropel, del fondo del alma, y hasta se perpetúan, pero, creo, que no se pueden comprar…-Rebatió desde dos pasos detrás de ella.
Quedó abstraída con la vista fija en las figuras que proyectábamos sobre el cristal, intentando captar en el reflejo de mi cara alguna mueca de burla.
-Todo lo agarrás por ese lado. Quise decir souvenirs. Vení y mirá el rótulo por vos mismo. ¿Entendés, o me tomás el pelo? Reíte, reíte si querés, pero dejáte ya de embromar- Al terminar la parrafada emitió un airado rugido, aunque sin perder la compostura, y creo que halló la respuesta en mis ojos.
-No quise incomodarte…, entremos, amor. Quizá hallemos algo interesante. –No pude resistir la tentación y su rostro, sin acritud, se iluminó con una sonrisa de complacencia. En la mía sólo un resplandor frío y fugaz de esperanza, pues quizá allí dentro estaría el libro mágico en el que podría leer alguna respuesta a mis acuciantes preguntas.
-Entremos, pero sos un... –hubiera preferido morderse la lengua.
-¿Un...?
-Nada, dejálo así...
-Termina la frase, anda, sé valiente –intenté pincharla con poco tacto.
-Mirá, Chen: Creéme, tú querés que diga que sos un boludo, o un pelotudo, y mi educación me lo impide, y no lo voy a decir.
-Pero lo has dicho; yo lo he oído...
-No es cierto; escuchaste algo que querías que dijera, y no dije.
-O sea que: me han dicho que has dicho un dicho, un dicho que he dicho yo, y yo no he dicho ese dicho, pues si lo hubiese dicho...
-¡Paráte boludo...!
Había sido vencido, una vez más, por una chinita con una pequeña dosis de extroversión que me empujó con su hombro, y penetramos en la tienda con sumo regocijo.
Era un batiburrillo de artículos de mil y un lugares; al rato llamó mi atención una bonita brújula del tamaño de un reloj de bolsillo, con un tigre primorosamente lacado en la tapa. Xia Ling, que parecía una ardilla curiosa, portaba una figura que representaba a un monje budista en actitud contemplativa, y una cajita con esmaltes que imitaban los tallos del loto.
-¿Pregunto el precio de tu brújula? Asentí en silencio.
Detrás del mostrador atendía un chino de mediana edad, y nos lo indicó; miré interrogativo a Xia Ling:
-No es cara, Cheng, y parece antigua. Confiá en mí. ¿Te animás? La figurita le gustará a mi padre, así que la compro. La cajita para mí.
-¿Antigua? –La examinaba con cierto escepticismo- ¿dejamos esto apartado y echamos otro vistazo por ahí?
-Encantada. No tenemos ninguna prisa.
Yo estaba más interesado en hablar con el comerciante que en adquirir algo, por tanto, sugerí a Xia Ling que le peguntase por el señor de más edad que estaba al frente de la tienda unos meses antes. Fue obvio el gesto de extrañeza tras la consulta, y que su contestación rezumaba un dolor que provinente del alma.
-Disculpá Cheng. Debés estar equivocado; dice ser el único varón que está aquí desde hace más de quince años; la pebeta es su hija –señalaba a la joven que colocaba piezas en las estanterías.
Sonriendo por los giros de su charla, quedé pensativo un momento. La suerte parecía ser esquiva o, acaso, no estábamos en el mismo bazar, sino en alguno adyacente. A veces, al ser tan iguales, se produce la confusión. A pesar de ello insistí para que le peguntara quién y como era el dueño anterior.
-Era su padre: murió hace casi doce años –me tradujo-; le pide a la niña que traiga un retrato de su abuelo.
Con una atenta reverencia nos lo mostró, comiéndolo con unos ojos que irradiaban lucecitas llenas de amor.
La imagen representaba a la persona que me vendió el sextante, regalándome el dado; y hasta podría jurar que las ropas y la postura eran las del momento de disparar la fotografía que se veló. ¿Sería aquella mi foto o yo veía lo que mi subconsciente quería que viese? Sentí erizarse el vello de mis brazos como si un hálito de misterio recorriese mi cuerpo, quedé pálido, y si Xia Ling no me hubiera hablado, acaso no habría reaccionado. Comentó, preocupada:
-¿Te sucede algo Cheng-soong? ¡Me conmovés!
-No. Nada. Quizá una mala digestión...-miré a otro lado- Diles que la fotografía muestra a un señor muy honorable, y exprésales nuestro agradecimiento.
El comerciante y su hija exteriorizaron la satisfacción que originó el halago.
-¡Vamos! Deja, corazón, que pago la yo compra y podemos tomar una taza de té –necesitaba salir inmediatamente de aquel lugar.
-Escucháme, Cheng. Tengo guita y pago yo, tomálo como un presente –empleaba, a veces, el embrujo de giros encastrados en su alma porteña.
-No lo permitiré, ya lo sabes.
-No decís más que pavadas: ¿Vos no podés aceptar nunca un regalo?
-De acuerdo; lo acepto; ya sé que tenés plata; tú pagá mi brújula; ¿Querés que yo pague tu cajita?, –la imposibilidad de darle inflexión porteña a la frase le produjo a Xia Ling una leve carcajada ante la mirada estupefacta del comerciante, que sirvió para aminorar la tensión a la que me vi sometido por algo tan trivial como contemplar la fotografía de una persona fallecida muchos años antes de mi arribada a la ciudad. Y salimos con nuestros paquetes.
-Y avivate, Chen, una taza de Puh-Erh favorece las digestiones; yo invito, con todo mi amor para vos –comprendí por el tono burlón que no se había tragado la macana, como ella decía.
Puso un gesto tan persuasivo y picarón con aquella peculiar declaración porteña de amor, que no pude negarme. Tampoco quería. Una taza de té es siempre muy bien recibida, y serviría para sedar algo mi excitación. O para excitarla, nunca se sabe.
Era indudable que ella no estaba convencida de la veracidad de mi dolencia, pero nunca sabría la verdad; intenté serenarme, y durante un momento pensé insistentemente en el asunto, incapaz de separar la ficción –o visión, quién sabe- de la aplastante realidad. Meses atrás, el Fu Man Chú del retrato me había vendido en aquel bazar el sextante, y me regaló la cajita. De ninguna manera estaba dispuesto a creer que hubiera fallecido hacía tantos años; yo lo vi, hablé por señas con él, y le hice una fotografía que se veló, por alguna razón inexplicable. Percibía el latido en las sienes y el erizado vello de mi cuerpo, ese síntoma ancestral del miedo a lo desconocido que nunca me abandonó, y que nos invade ante un suceso sorprendente.
-¡Qué curioso! –mascullé perplejo y entre dientes cual si estuviera ausente y solo en la tierra, turbándome al escuchar mi propia voz.
-¿Curiosa? –Preguntó Xia Ling, sin comprender-, ¿La brújula? La relacionás con tu vida, claro.
-No –volví inmediatamente a la realidad, sin interés en querer hacer evidentes mis imaginarias sensaciones-, me percataba de lo adicto que me estoy haciendo al té, y especialmente a éste, tan agradable..., y digestivo –contesté con una pizca de ironía que ella, creo, no captó. O sí.
-No vengás ahora a contarme que ignoras que tenemos cientos de variedades, a cuál más aromática, de penetrantes olores y sabores y todas ellas muy digestivas y sanas –enfatizó las cuatro últimas palabras mientras lo paladeaba a pequeños sorbitos-. ¡Ah!, y menos perjudiciales que vuestros cafés. ¿Te encuentras mejor?
-¿Me encontraba mal? –contesté con otra pregunta.
-Tú sabrás. He oído decir muchas veces que la cara es el espejo del alma; y la tuya hace unos momentos no era de festejos. Perdona; quizá es una impresión mía.
-Quizás -contesté distraído observando a través de las vidrieras el ir y venir de aquella heterogénea muchedumbre. Estaba lloviendo. La gente andaba deprisa y con la cabeza baja. ¿Será que nos mojamos menos si caminamos inclinados hacia adelante…?
-¡Cheng!..., ¿vos me atendés?
Di un respingo sin saber cuanto tiempo estuve mirando hacia la calle y le cogí una mano que retiró disimuladamente pues allí está mal visto exteriorizar las ternuras en público. Sentí alivio por no tener que hablar de la brújula ni de la cajita de jade, y, acabado el chaparrón, seguimos paseando por la ciudad.
Durante algún tiempo estuve obsesionado con aquel incidente, sin poder separar lo real de lo esotérico. Y tomé la decisión de llevar los negativos fotográficos por si, con algún sistema, se pudiera revelar el deteriorado. A pesar de los esfuerzos técnicos quedó ratificada la imposibilidad de conseguirlo. Solamente aparecía una mancha tenue semejante a la silueta de una persona sentada.
-Señor, es similar a un tenue fulgor, aparentemente paranormal, con el contorno de una figura humana y si me permite una opinión nada técnica y muy particular, destacan dos puntos luminosos, casi tan imperceptibles como el rayo verde, donde debieran estar los ojos; aunque quizá le doy una opinión bastante subjetiva y que se funda en lo que mi imaginación quiere ver –fue una aplastante explicación, en inglés, de aquel profesional. Salí más confuso y desorientado que al entrar. Subyacían contraseñas que se escapaban a la comprensión humana, o por lo menos a la mía. Análogas a otras de las numerosas fantasías de la literatura devoradas antaño por mí y que no eran tales, sino vivencias reales de personajes o autores. ¿A qué se refería cuando dijo: casi tan imperceptibles como el rayo verde? ¿Será él uno de los privilegiados que fotografió en alguna ocasión el huidizo fenómeno atmosférico del que tuve noticia al devorar alguna novela del insigne Julio Verne; el que busqué día a día cuando el sol desaparece en el horizonte, sin encontrarlo? Yo, pobre de mí, ni tenía poder, ni lo quería tener por nada del mundo, para dar alguna explicación lógica y normal a lo vivido últimamente, como tampoco sería capaz de explicar el misterio por el que una insignificante semilla de adormidera acaba dando una bella flor tan grande y una cápsula verde de la que, mediante incisiones, se extrae aquello que proporciona placenteros paraísos. Estos enigmas no se cuestionan; ocurren y ya está; sin más explicaciones.
Así que decidí dejar que el tiempo pasase.
Veo a Xia Ling casi a diario. Gozo de su presencia y si estoy lejos de ella siento un vacío que se llena si distingo su elegante figura. Intenta inocularme el virus de la pasión por la pintura y la miniatura, y nunca podré agradecérselo. He tenido con su padre largas charlas en castellano, menos rico que el de su hija, pero muy divertido pues maneja las frases con espontaneidad y soltura con ese acento oriental tan extraño para nosotros. Rostro enjuto, no muy alto y delgado –el talento no pesa-; sus piernas están fijadas a una silla de ruedas y tiene toda su fuerza acumulada en su cabeza y en las manos.
Lo contemplo impartiendo lecciones a sus alumnos, con una delicadeza difícil de superar; con la paciencia de susurrador de caballos y un empeño y destreza infinitas; él corrige, sugiere, expone sus métodos de forma impecable y anima a mejorar día a día, como un buen padre, a la media docena de prometedores alumnos que, con admiración mal disimulada, aprenden a manejar los utensilios de aquel difícil arte. Fui invitado especial a varias de las demostraciones de pintura tradicional al óleo de las que Xia Ling impartía armónicamente a sus discípulos. El virus artístico que flotaba en el ambiente me enganchó, animándome recibir de ellos todo tipo de lecciones. Al final de una de ellas, sentí deseos de mostrar al anciano la brújula con el tigre lacado en su tapa para que me diera su opinión. La miró con detenimiento y sentenció:
-Es una obra magnífica, aunque moderna. Ello no desmerece la calidad. ¿Sabe que desde la antigüedad, el tigre ha sido considerado el rey de la selva china, y muy venerado por nuestro pueblo?; son tan inteligentes como fieros y si comprenden que el enemigo parece superior, evitan el enfrentamiento. Su apariencia majestuosa, sus felinos movimientos y sus hermosas rayas han sido fuente de inspiración de muchos artistas y tema preferido de los pintores chinos. Está considerado como animal sagrado capaz de alejar el mal, las enfermedades o cualquier tipo de calamidad. Son de incalculable valor las tallas de estas fieras en piedra y en las vasijas de bronce de las dinastías Shang y Chou en las que se enfatizaron las afiladas garras y sus fieras miradas -Xia Ling y yo escuchamos, con un silencio rayano en la veneración, aquella parrafada preñada de imágenes que acariciaban todos los sentidos. Podría relatarle mil y una leyendas referentes a este indomable animal. Su figura nos es muy familiar y está presente en amuletos, calzado, baberos o guantes para bebés. Incluso en el ajuar de las novias: siempre hay algún detalle bordado con la figura del felino para darles descendencia y riqueza; pero será otro día; hoy me encuentro algo cansado y tenemos mucho tiempo por delante, aunque quiero terminar pronunciando una bella frase que, según la tradición popular, los elogia: “Los tigres rugen cuando hace viento”.
-En marinería se dice: No silbes, si hay viento propicio –le respondí.
-Todos los proverbios populares tienen su fundamento, así que, quizá cese éste o cambie de rumbo cuando silban los marineros –atinó, ratificando su sabiduría, con el significado que le dan los marinos a la citada frase.
Lo saludé al despedirme y Xia Ling me acompañó a la puerta deseándome buenas noches con un cálido beso.
Tuve otras muchas conversaciones con él. Más bien eran monólogos ante un asombrado oyente. Relataba, en unas charlas fluidas y amenas, en las que se pasaban las horas sin sentir, pormenorizadas y fantásticas leyendas en las cuales trufaba lo real con las visiones más increíbles, lo mismo que en un cóctel bien agitado no se pueden separar después los ingredientes.
-La escritura china con textos cortos –era un placer oírle- que se conserva en huesos, en vasijas rituales de bronce y en jades de aquella época, estaba fuertemente vinculada a la adivinación. Ya en la edad de bronce se organizó una sociedad muy avanzada que descansaba sobre el culto a sus progenitores. Se fomentó el arte, la astronomía y el cálculo, de la misma forma que la agricultura, la artesanía, la siderurgia, y especialmente el comercio que abrió la Ruta de la Seda desde la ciudad que hoy es Xian hasta la costa oriental del Mediterráneo que redundó en un gran desarrollo económico y cultural intercambiado con otros países. Y no quiero dejar pasar esta ocasión sin hablar de La Gran Muralla, de unos cinco mil kilómetros de longitud, que mandó construir el primer emperador chino para defender el imperio, ni el ejército de caballos y soldados de terracota recientemente descubierto que constituye un importante hallazgo arqueológico que proporcionará materia suficiente para que miles de estudiosos desentrañen sus secretos. Por hoy ya está bien. Temo cansarle.
Él estaba fatigado y simulé un leve dolor de cabeza.
-Señor -dije con sinceridad-, es un honor y un extraordinario placer, recibir, como un injerto, estas lecciones de la fascinante y milenaria cultura China, a través de una persona que posee una cantera inagotable de conocimientos; y que, del mismo modo, sabe encontrar las palabras idóneas de mi idioma para eliminar la ganga de ese filón cultural y que, ni por asomo, esperé encontrar.
Aunque estuve tentado en varias ocasiones, nunca le hablé del dado. Estoy seguro que, de haber conocido los rocambolescos detalles de la historia, se habría afanado en su estudio, y acaso hubiese hecho partícipe del secreto a otros colegas. Y temía que el escondido y misterioso encanto, -o, encantamiento-, desapareciera.
Dichoso dado. Cada vez que lo miraba observaba algo nuevo:
El papel que lo forraba no es del mismo periódico, ni de la misma época. En el borde de una de las caras se notan tres capas superpuestas. La exterior y la más moderna, contiene la fecha de la que he hablado. Las otras dos tienen solamente una capa, pero la textura y el color de los materiales indican mayor antigüedad. En la base, varios trozos cuadrados de papel, cada vez más pequeños pegados unos a otros forman una pirámide invertida.
No sabía leer ni una palabra de estos periódicos. Tampoco intenté que otro lo hiciera: si yo, lego en casi todo, he sacado algunas conclusiones, ¿qué podrían descubrir los especialistas en las arcaicas artes adivinatorias, o los estudiosos sabios chinos en pictogramas, si llegaran a verlos y a descifrar un secreto que quizá acabara horrorizándome? Elucubraba numerosas hipótesis y las desechaba de inmediato. En ocasiones alguna de ellas con visos de mayor verosimilitud absorbía mi imaginación con tanta fuerza que me costaba mucho separarla de la realidad. Sentía a continuación una enorme debilidad, preludio de una paz espiritual que compensaba, con creces, mi anterior sufrimiento.
Tampoco tenía que ser algo horrible, ya que hasta la fecha mi vida continuaba igual, y únicamente había conocido a una persona que me proporcionaba colmadas dosis de felicidad, sin que, a poco, cupiera más en mi corazón.































Y regresó a sus mares…
Hasta que se enteró, entre sollozos de Xia Ling, de la muerte de su padre. Acudió de inmediato a su lado por vía aérea, compartiendo sufrimientos durante aquellos días infernales. Le concedieron unas vacaciones a cuenta de las no disfrutadas, que sirvieron para hacer más llevadera, aunque no menos dolorosa, la soledad adherida en el alma de Xia Ling. Él no quería, ni podía, llenar el hueco de aquel admirable y venerado anciano.
No obstante percibió que era hora de replantearse su futuro según cambian las situaciones, y de improviso los acontecimientos daban pie para ello.
-Xia Ling, amor, ya estamos solos –la miró, tiritando por dentro- ¡No llores, por favor! –Le martirizaba el sufrimiento de su amada.
-Ya lo sé, Cheng-soon –casi siempre lo llamaba así-. Sabes que no suelo utilizar esa válvula de escape que es una lágrima fácil, pero me apena vivir sin él. Era todo lo que tenía. No lo único, no te ofendas, era mi luz y ahora sólo veo oscuridad en un porvenir monocromo y vacío.
Derrumbada, aunque encantadora, pálida y sin arreglarse, parecía mucho más frágil de lo que era.
-Ya sabes que a causa de esa oscuridad, las estrellas rutilan más cercanas y brillantes como en las noches sin luna. –Chencho intentaba, con un pensamiento aprendido, despejar de su alma las sombras de la tristeza.
-Lo sé, Cheng. Que la vida es apenas un puñadito de alegrías y un costal atiborrado de sufrimientos; y que, aunque nos empeñemos en negarlo, sigue –salían de su garganta imperceptibles sonidos guturales, ya que el dolor, como a veces el amor, no necesita de las palabras para expresar sus dimensiones-, y él no querría verme derrotada, así que sacaré fuerzas y voy a portarme como digna hija suya.
-Martín Fierro, amor mío, dice algo así:
Pero por más que uno sufra
un rigor que lo atormente
no debe bajar la frente
nunca –por ningún motivo-;
es el olmo más altivo
y gime constantemente-.
Y has de saber que: el amor, aparte ser un sentimiento jubiloso, esclaviza y tiene su dosis -sobredosis, a veces-, de llanto. Si puedes percibir el sabor salobre una lágrima, comprenderás que un padecimiento como el tuyo es casi siempre preludio de la esperanza. Vamos, amor mío, a dar un paseo por el jardín con olor a hierba recién segada. Disfrutemos de la Naturaleza en ese refugio de tranquilidad; y rezamos por él. Tú a tu Dios y yo al mío, aunque creo que Él es el mismo, con nombres diferentes.
-Es el Jardín de Yu Yuan; ¿por qué le llamas así? –con el suspiro de alivio que brotó de su interior habían dejado de fluir sus lágrimas.
-Por el olor que se percibía cuando te conocí, ¿recuerdas?
Chencho no quiso que Xia Ling participase de su secreto.
-Sí. Y que dije: ¡si se pudiera embotellar! –Xia Ling quedó ensimismada con los ojos puestos en el infinito–. Yu significa salud y bienestar, y es un remanso de paz, y, aunque frío, no en vano estamos en lo álgido del invierno, tentador. ¿Sabías que lo diseñaron en el siglo XVI, durante la dinastía Ming?
-¿De veras? Acabo de enterarme –bromeó con una mueca, que Xia Ling agradeció, mimosa.
-¡Tonto! –Hasta en los momentos más duros florece una contagiosa e inesperada sonrisa.
-A este tonto le gusta la expresión que vuelve a tu cara. Comenzaba a extrañarla.
Había llegado a la vida de Xia Ling una etapa en la que ella disponía de más tiempo para dedicarse al trabajo; y la desgracia acaecida servía como acicate para no tener un momento libre.
Bien abrigados caminaron cogidos de la mano, recreándose con la belleza que henchía sus almas al filtrarse a través de todos los sentidos. La naturaleza esperaba el resurgir primaveral y ellos, inmersos en sus pensamientos, parecían dos adolescentes enamorados gozando de los brotes de su amor.
Xia Ling estaba algo ausente, tanto que él comentó:
-Un año de mi vida por saber lo que pasa por esa cabecita…
-¿Tratás de venderme el periódico de ayer…? Dejá las adivinanzas…
-Quería decir que estás pensativa, como si yo te estorbara, amor, ¿por qué no nos tomamos unas vacaciones y te apartas una temporada de tu trabajo? Podemos ir a España, y conoces mi pueblo, o si querés te llevo a Buenos Aires y rememoras aquellos lugares...
-Mmmm, yo sí daría años de mi vida por volver allí con las nieves del tiempo en mis sienes..., volvernos locos juntos, recordar tantas y tan agradables vivencias, pero sobre todo para visitar a una familia española que, aparte de vecinos, tuvieron la delicadeza de tratarnos como a hermanos.
-¿Españoles?, ¿De qué zona? –preguntó Chencho, entre curioso e intrigado.
-Vos sabés Cheng, que allí todos los españoles son gayegos, aunque procedan de cualquier otra región. Sus bisabuelos, o quizá tatarabuelos habían emigrado desde la Maragatería, una zona del noroeste de España, ¿te suena?, junto con otras familias, en el siglo XIX, y, según nos comentó, partieron por mar desde La Coruña, como muchos otros lo habían hecho con anterioridad y fue lo que hizo creer a los nativos que todos los que llegaban eran gallegos.
La curiosidad y la intriga de Chencho se estaban convirtiendo en reprimido asombro, y la invitó a seguir con un ademán.
-El patriarca, todos le llamaban señor Crespo –que era su apellido-, rondaba los noventa años y era hijo de emigrantes. Conservaba la indumentaria autóctona y mi padre le pintó un retrato vestido a la vieja usanza de los arrieros maragatos. Supimos, por él, que aquella vestimenta, con pequeñas variantes, la adoptaron los gauchos –¿recuerdas a la de Martín Fierro?- ya que resultaba cómoda para galopar por la Pampa; y tenía la seguridad de que era cierto, pues un estudioso compatriota suyo, le había mostrado pruebas de cuando éstos se establecieron, unos en la Pampa y otros en la Patagonia. Unas singulares bragas, quizá las del gaucho algo más largas y anchas, el mismo jubón...
-Almilla, se llama en maragatería –interrumpió Chencho.
-… de acuerdo, almilla, el ancho cinto, las polainas y hasta el sombrero de fieltro, con borlas.
-Episcopales –de nuevo metió baza.
-Está bien, borlas episcopales, si tú lo dices. Oye..., ¿estabas allí cuando nos relataba ésto? –lo miró sin pestañear.
-No. No estaba. Estoy ahora aquí, escuchándote alucinado.
-Por tu expresión creo que acabas de alunizar, que suena casi igual, y que tienes enfrente a una selenita –Xia Ling, como no respondió, hacía esfuerzos por que reaccionara-. ¿Escuchás lo que te digo?
-¿Crees en la predestinación? –Le cogió las manos mirándola a los ojos.
-¿Y tú? –Otra pregunta disfrazada de respuesta.
-Cada día estoy más convencido de que existe. Pues has de saber que yo soy maragato –le espetó a bocajarro.
-¡¡Noo!!... –gritó, mientras su pulso se agitaba.
-¡¡Síi!! –voceó él mas fuerte, riendo al ver el gesto de estupor de Xia Ling.
-Nunca me lo dijiste. Sos un caradúra.
-Di por hecho que contártelo sería como si tú me hablaras de alguna región escondida de este país.
-Cada día me sorprendés un poco más. Sé, aparte de lo que te he comentado, que los hombres también usan, en las bodas y grandes solemnidades, una capa con esclavina, y las mujeres traje de paño....
-Ruedo de paño, se dice. –la interrumpió nuevamente.
-Medias blancas y pañuelo a la cabeza –seguía ella. -Y pendientes de arracada, o de calabaza.
-Y castañuelas, las de ellos más grandes, para acompañar con los clás, carrasclás, carrasclás, clás..., a la chifla y al tamboril en los típicos y atávicos bailes que se organizan por cualquier fiesta, boda, o acontecimiento bajo la vigilancia sempiterna del padre Teleno, un monte que, desde el fondo, preside la vida de estos pueblos.
-Sigue –le animó al ver que se detenía-, contámelo todo. –Ahora ella la curiosa.
-Pues eso, poco más que narrarte: que soy de esa tierra dura y hospitalaria, heredero de unos ancestros donde la hombría y la honradez se dieron la mano con el duro trabajo de unos hombres que con sus recuas de mulas y machos hicieron caminos por la nación, abandonaban a sus familias durante el tiempo que duraban los viajes de ida y vuelta, pusieron los pilares del moderno transporte. Una actividad extinguida de la que solamente quedan vestigios, costumbres y opulentos edificios con entradas en arco de medio punto, muy necesarios para el tráfico arriero, amén de numerosas historias y anécdotas tejidas en los interminables desplazamientos, pues no en vano trasegaron toda clase de productos, incluso millones de pesetas, en monedas de oro y plata durante el reinado de Isabel II, al Erario de Madrid, sin que faltara una, pagando, a veces, con su vida al defender las valiosas cargas.
-Ahora la alunizada soy yo –y era cierto los pequeños ojos de Xia Ling refulgían como ascuas.
-Intuyo que, cuando nacimos, el Destino caprichoso nos tocó con su dedo al mismo tiempo, dejándome en mi tierra, y a ti te llevo hasta América, pero decidió que un día compartiéramos el olor a hierba tan nuestro en un vergel y así se cumplieron sus deseos. Soy feliz por ello –la atrajo hacia sí, con un beso, que ella devolvió emocionada-. ¿Entonces viajamos a Buenos Aires, o a mi pueblo? –insistió.
El gesto dulce expresaba más que sus palabras. Al fin contestó con mucha dulzura y poca voz:
-Cuanto me gustaría Cheng-soon, ya lo sabes. No puedo dejar todo esto; es mi trabajo, es mi vida, son mis ancestros. Quizá pasados unos años, y ya viejecita, te visite y así lo conozco.
-¿Qué quieres decir con eso?
-Mira, Cheng, sé que tú no te quedarás aquí conmigo. Algo me dice que eres mío, pero no para siempre; lo sé y lo tengo asumido desde que llegaste a mi lado. Estos años que hemos vivido juntos han sido, para mí, un sueño lleno de felicidad; qué digo: rebosante de dicha. He intentado corresponder, tú sabrás si lo he conseguido, y ten la certeza que no los hubiera cambiado por nada..., déjame terminar, por favor. –Chencho intentaba meter baza- En el interior existen otros vínculos que nos mantienen atados a nuestros orígenes y que nos atraen. Eres muy inquieto e independiente, leal con todos y contigo mismo; te conozco muy bien, y sé que tarde o temprano marcharás de nuevo a tus mares, que son tu vida, y aunque es posible que llegues, o quizá no, a recalar de nuevo en el puerto que tengo aquí dentro –acabó poniendo la mano en su pecho- no te reprocho nada.
Quedó mudo. Las palabras que pretendió decir no salían de su boca y la miraba con los ojos llenos de agua. Era cierto que se asfixiaba en tierra; y quería que seguir volando libre, como las gaviotas, con el azul del mar por horizonte y abierto a todas las velas. Asumida la parrafada de Xia Ling, sólo supo responder:
-Pero te querré siempre –fue su forma de corroborarla.
-Ya lo sé.
Abrazados, mezclaron una generosa ración de lamentos con otra, no menor, de caricias.
Pasó la noche desvelado. Las certeras palabras de Xia Ling le machacaban las sienes. Fueron las mismas que él no se hubiera atrevido a decirle nunca. Trabajando en el barco turístico quemaba rutinarias etapas de su existencia, y deseaba reintegrarse a los periplos de norte a sur, y de este a oeste, recalando alguna vez su lado, como en los primeros años. Al menos era consciente que le quedaba poco tiempo de actividad marinera en la que había hecho de todo; empezó con las tareas más desagradables que se encargan, siempre, a los novatos, como si tuvieran alguna deuda que pagar. Llegó a ser veterano en muchas labores y supo que el mar - que es como el amor y en ambos nos recreamos, a pesar de no llegar a comprenderlos-, agota hasta dejar varada a la gente, de la misma forma que lo hace con los navíos. Acariciaba la idea de quedarse el resto de su vida con ella tan pronto sus fuerzas menguaran e hiciesen necesaria la jubilación.
La naviera con la que trabajó le hizo una oferta muy atractiva para enrolarse en un buque que zarpaba en menos de una semana para Estados Unidos con escala en Ciudad del Cabo y otros puertos europeos hasta llegar a destino. Sabía que Xia Ling, aunque comprensiva y acostumbrada durante los primeros años a esas idas y venidas, se llenaría de tristeza si aceptaba.
Su mirada se arrastró hacia el dado mágico. No lo había vuelto a girar; seguro que el olor a hierba recién segada había sido una trastada del azar.
-¡Vaya encrucijada! ¿Qué hago? –Pasó la lengua por los labios resecos, y le hablaba- Dime algo...
Y, tras una leve vacilación, lo giró con todas sus fuerzas. Temblaba y percibía el mismo leve zumbido que en la ocasión anterior mezclado con el del bombeo de su corazón, hasta que se detuvo, y señalaba el norte. Expectante, agudizó la atención para oler algo. Un aroma a pescaditos fritos invadía la habitación. Miró incrédulo hacia la ventana cerrada, la abrió y sólo entraba un aire húmedo y frío, que disipaba el aroma. Notó que un estremecimiento sacudía su cuerpo al cerrarla, con la piel de gallina y gruesas gotas de sudor que perlaban su frente. El olor provenía de la caja y su boca paladeaba el inconfundible sabor de los chanquetes fritos que tantas veces degustó en la lejana Andalucía. Era superfluo acudir a ningún adivino. Sentía la piel erizada y como un aliento cálido y diabólico en su nuca. La dura realidad, nada idílica, estaba allá lejos y la llamada de la tierra se apreciaba con claridad. Y aunque las señales eran inequívocas, se prometió tener la boca sellada. Quedaría reflejado en su diario y no le importó que alguien después de su muerte lo leyese con sorprendida atención o con incredulidad.
Partiría con la pleamar, al filo de las seis de la mañana del día siguiente. Todo su bagaje estaba a bordo y quiso enseñar a Xia Ling el navío. Bogaban a la deriva por las sinuosas y estrechas callejuelas atestadas de gente variopinta, yendo y viniendo, y decidieron cenar en alguno de los restaurantes del puerto que expelían vahos y aromas de diferentes platos que, al mezclarse, componían un tufo peculiar. De uno se desprendía un fuerte y agradable aroma a pescados fritos. Se miraron...
-¿Aquí mismo? –propuso Xia Ling. Al asentir él con la cabeza, notó un estremecimiento extraño en su cuerpo.
Estaba lleno y los acomodaron en una mesa de ocho comensales que tenía tres sillas libres. Bullían allí marineros de razas y heterogéneas vestimentas, engreídos, arrogantes, sin pasado ni futuro y con dudosos pelajes; risotadas y charlas sobre temas, quizá obscenos, que sólo él podía imaginar, así que observó su mímica con interés y los comentarios de los más próximos, que hicieron sonreír a Xia Ling. En otra mesa una mujer hipaba, con la barbilla recostada sobre sus brazos, y su acompañante le pasaba los dedos con amor por los cabellos.
-Destacas aquí como la guinda de un pastel; se asombran de la forma de tus ojos y del tamaño de tu nariz –comentó en voz baja, aunque ninguno de ellos podría entenderla.
Chencho puso la mano en su boca y tosió con la fuerza suficiente para llamar la atención. Era consciente de que, allí, el raro era él.
-¿Es grande? –se dirigió a ellos frotándola, y con una sonrisa burlesca. Al reír mostraban sus dientes, ralos y ennegrecidos por la nicotina o por la masticación de betel, y alguno juntó sus manos adoptando esa muda actitud universal de pedir perdón-.
- Para ellos muy grande, para mí perfecta. ¡Chato!
También rieron. Además de encantadora, ella estaba predispuesta a que la procesión que llevaba por dentro no aflorase en exceso.
Cenaron y poco a poco se fueron quedando casi solos en el local. Las manos de Xia se apoyaron, por primera vez en público, en las de su amado, y conversaban ajenos a los escasos parroquianos que había a su alrededor, como si el tiempo se hubiera detenido.
Ya en alta mar, escribió en su cuaderno:
“Mi barco zarpaba al amanecer. Cenamos Xia Ling y yo en un restaurante portuario –una taberna- para despedirnos, ya que se abría un inquieto paréntesis en nuestra vida. Quedamos hablando frente a frente con nuestras manos cogidas por encima de la mesa. Yo seguía atrapado por la mágica sonrisa que hacía estragos en mi temperamento habitual, y con mis ojos habitando los suyos, hasta que, a altas horas de la noche, un camarero con cara de hastío...
Siguió con el relato en la página siguiente y al terminar arrancó las últimas hojas para guardarlas de posibles miradas curiosas. Alguien, en su día, tendría ocasión de leerlas.
La travesía transcurría con normalidad, hasta que un cable de Elsa, reexpedido por la oficina de la naviera, le anunció la defunción de Carlos, su marido. Lo contestó en el acto, e hizo llegar una corona al enemigo mas querido; y aunque la pena amordazaba su alma, no podría llegar al sepelio y anunció que iría con la mayor brevedad posible.
Arribaron sin novedad a Ciudad del Cabo y una consulta que efectuó le llenó de satisfacción; tanto que decidió plasmarla en su diario, y aprovechó para tener una larga charla telefónica con Elsa en la que intentó infundirle ánimos para que continuase fuerte y segura la senda de la vida, aunque no pudiera olvidar a su esposo.
-El entrañable compañero de partida más malhumorado que tuve – intentaba quitar hierro al tema.
Ella, acongojada aunque serena le contó algunos pormenores.
-Sabes que no gozaba de buena salud. En un chequeo le detectaron una vieja y larvada dolencia, no sabría decirte su nombre, al final qué más da. Reaccionó satisfactoriamente a los medicamentos y de pronto experimentó un cambio radical que le produjo un infarto que no superó –se le quebró la voz-. Sara está a punto de dar a luz. Posiblemente para finales de este mes. Estamos muy contentos, aunque Carlos ya no podrá conocer a lo que nazca, pero la vida es así, Chencho. Se nos van, siempre, los seres queridos en los momentos en que más felices somos con ellos, y que tanto los necesitamos. No tengo palabras para agradecer el apoyo, la solidaridad de todo el vecindario y el tuyo, aunque tan lejano. Somos como una gran familia, y eso me consuela tanto que... –el llanto no la dejó acabar.
-Ánimo, Elsa. Que vas a ser una abuelita muy fuerte. Entras en una nueva etapa tan gratificante como la que tuviste, aunque sea distinta. Ya ves, ahí soy el abuelo sin haber aprobado la asignatura. Debemos tomar con resignación lo que nos llega y asumirlo sin dejarnos llevar por la desesperación. Seguro que sentirás ganas de llorar al tener en tu alma la costura que en ella deja la dentellada del dolor; hazlo si eso te ayuda, pero a continuación llénala de valor, de optimismo y de ilusiones. Aprieta los dientes y adelante. ¿Qué tal estás de salud?
-Yo bien. Los años no perdonan, ya lo sabes. ¿Y tú?
-Pleno de facultades, aunque me duelen las distancias; los años pasan, como bien dices, y tengo muchos más que tú.
-Algo exagerado siempre fuiste. Creo que no llegan a cinco, por consiguiente no presumas de mayor.
-Mucha fuerza Elsa, y cuídate mucho que estaré ahí muy pronto. Sabes que eres algo muy importante para mí. Daría años de mi vida por ser el bálsamo que mitigue tus heridas.
-También tengo deseos de verte, y sabes que mi puerta sólo está entornada. Cuídate también mucho. Mi existencia es muy normal aquí, pero la tuya..., con tanto viaje..., no sé..., no sé.
-Tranquila..., sé cuidarme; saluda a Sara y a su marido... Berto se llama, ¿no? Y un beso, muy fuerte. Nos veremos muy pronto, seguro y acabaré siendo la sombra que siga todos tus movimientos. Y, por favor, no pierdas la fe.
-Gracias Chencho. Nada de sombra, eres un sol. Adiós, y otro para ti.
Viajaba por su charco en la proa para no perder de vista el horizonte, hollando caminos aromados de soñadas perspectivas, y ligero de equipaje. Se había acostumbrado a llevar en las vacaciones para su casa pueblerina todo lo que compraba en esos viajes, aunque a veces lo enviaba por cualquier medio de transporte. Elsa lo recibía y quedaba sin desembalar. Tenía el hogar de su amigo limpio, ventilado y en revista, aunque en los últimos años éste demoraba bastante sus visitas.
Chencho tuvo mucho tiempo para reflexionar sobre su futuro. Se imaginaba la vida en su pueblo dedicado a cultivar hortalizas, frutas y flores; a emborronar lienzos, alguna partida de mus aunque su compañero no estaba, y gozar de los paseos en los que aventaba los pulmones, tras alguna velada con sus amistades. Las raíces llamaban a su puerta. Aunque...
Había otra opción con una personita delicada y encantadora con la que pasa momentos irrepetibles, tal es así que cató la miel de sus labios y aprendió que la felicidad es posible entre dos seres de diferentes razas, costumbres o religiones. Dándose amor y recibiéndolo, sin censuras y sin pedir nada a cambio; no obstante, como no gozaba del don de la ubicuidad, tendría que elegir.
Zarparon hacia Hamburgo; y arribarían en pocos días.
Al atracar decidió no seguir; se despidió de la tripulación y viajó hasta Ámsterdam, la ciudad de los casi doscientos canales y más de mil puentes que, junto con Brujas y Gante, siempre le hechizaron. Gestionó en ella unos asuntos y voló a Barajas con dos maletas llenas de gratitudes para repartir entre chicos y grandes, con una etiqueta de “el abuelo”. El sextante y la cajita para él.
Su llegada constituyó una fiesta: Elsa turbada y dichosa y el resto de vecinos alegres por recibir, una vez más, al hijo (pródigo) predilecto, así que el cava corrió como un río. Quiso conocer detalles de todo lo sucedido durante su ausencia, y contribuyó a que en esas tertulias se hablara de lo humano más que de lo divino, y narró, para regocijo y asombro de sus amigos, sucesos reales o ficticios de marinos, en sus mares y otros países extraños.
Fiel a sus principios vagó de nuevo por los lugares preferidos en otros tiempos, habló otra vez con los campos baldíos, pateó senderos y praderas, echando alguna parrafada con todos los que se topaba y contento de poder disfrutar de la tierra firme; de su tierra tan firme y querida, y jugaba una vez más la partida de mus en el bar de siempre, con cualquiera que se ofreciera.
-Ya no tienes a Carlos. Seguro que lo añoras a pesar de las grescas que montabais por cualquier minucia –comentó, campechano, el dueño del bar.
-Ya lo sé, Agustín; el viejo cascarrabias, que era más picajoso que una cataplasma de mostaza, estará dando cuentas allá. –Señaló el cielo- ¿Le viste alguna vez esbozar algo semejante a una sonrisa? Para mí que tenía telarañas en la comisura de sus labios.
-No me hagas reír –Agustín le miró de hito en hito, y agregó sin tapujos-, si era un cuitao, y nunca le alzó la voz a nadie. Tú lo provocabas y él te atacaba para defenderse. Por lo menos él está allí arriba, como dices, y estoy seguro que tú no irás a verlo.
-Ya lo sé; allí sólo vais los justos. ¿Sabes qué te digo? que no me esperéis; tengo otros planes. Y hablando de planes, ¿el dueño de esta tasca, con un rótulo tan cinéfilo y rimbombante en la fachada, y sillas en la terraza con la publicidad de cierta bebida refrescante que rompen la armonía de dicho rótulo y de esta plaza, y que si pierde hoy debería cambiarlas, acepta una partida? ¿O el ventero ya está seguro de que le puedo ganar sin mirar las cartas? –Chencho aprovechaba cualquier oportunidad para azuzarlo.
No era falso que desde la fachada hasta en la decoración interior se percibía el ambiente de la película Casablanca, y que el ventero idolatraba a Doña Ingrid Bergman, y a Don Humphrey Bogart, ya que llegó al mundo casi en el patio de butacas del cine en la que ésta se estaba proyectando. Todos los días se escuchaba, por lo menos una vez, “As time goes by” en homenaje a Doña Lisa y Don Rick, sin que permitiera que nadie les nombrase, ante él, sin ese tratamiento tan nuestro. Y lucía en la pared los dos gazapos detectados en el film: dos fotos del protagonista, una con la gabardina mojada por la lluvia cuando está esperando el tren, y otra con ella seca subiendo al mismo.
-El dueño de esta tasca, convertida en la mejor cafetería que has pisado en tus hipotéticos viajes, que no sé si los has hecho o sólo te jactas de ser un hombre de mar, te puede ganar con las manos atadas a la espalda. Quiero decir que busques un buen jugador y pregúntale si está dispuesto a cooperar contigo en la derrota. Yo ya tengo compañero, Daniel: ¿a que juegas conmigo?
-No sería necesario –respondió el aludido- cualquiera de nosotros le ganaríamos sin despeinarnos. Venga, de acuerdo, trae una baraja y dile a la camarería que nos sirva algo de beber. Hoy salí de casa sin dinero; y mira por donde: pintan oros, y vislumbro un pardillo.
-Las habilidades roñosas me resbalan; los pardillos somos tangibles y piamos; y no como otros que incorpóreos sólo abren la boca para decir fantasmadas –Chencho, con sonoras carcajadas, y echando la cabeza hacia atrás, se dirigió a la salida. El resto de clientes los espoleaban.
-Vaya, los faroles se apagan antes de encenderse –Agustín le increpó- ¿huís acobardado?
-¡Y una leche...! voy a abrir la puerta para que salgan vuestras fanfarronadas. Como Dios protege a la ignorancia, se pueden quedar dentro y podríais tener chorra. ¡Venga, un voluntario que quiera participar conmigo de los laureles!, y nos jugamos café para todos los presentes, aunque estoy seguro de que no cambiarás las sillas ni las mesas, claro. ¿OK?
Y le llovieron candidatos. Con los ojos cerrados eligió a uno y le tocó a Colás, El Virutas, su entrañable amigo. Apodo que le endilgó su colega Acacio, El Calambres; alguien que sabía mucho de la cosa eléctrica, en justa reciprocidad
Agustín aceptó muy convencido de la victoria, y…
-OK. Como dice el arrogante trotamundos. ¡Sam, marchando café para cuatro que entienden, y la copa a continuación! Y traerás tu amuleto.
-Es Colás, ¿Aún no lo sabes…? -agregó un Chencho quisquilloso.
-Menos es nada. Peor sería que fuese un cuñado tuerto- Agustín siempre tenía una salida chunga en vano intento de contrarrestar las de su oponente.
-¿Asustado? –preguntó a Colás por lo bajo.
-Aterrado, si perdemos.
-Disimula, Colás de Milano: como si no estuviéramos en territorio comanche – y agregó mirando al cafetero-; ¿Quieres rogar, por favor, a ése mal pagado que se empeña en destrozar las teclas del piano, que deje de tocar?
Le hizo una seña, y el bueno de “Sam López” apagó la radio.
La partida comenzó con una expectación que, más que flotar, se mascaba en la atmósfera de la sala. Osadía y derroche de gestos entre los jugadores ante mirones en silencio, como es preceptivo. Paso. Envido. Dos más. Quiero. Pares sí. Juego no, etc.; se iban sumando amarracos entre sorbo y sorbo.
-Jo..., ¡cuánta curiosidad! Todo cristo está pendiente de veros aniquilados –baladroneaba Agustín.
-¿No será que “la casa” juega por primera vez con alguien que sabe? –También Colás intentaba “un gambito de mus”, y ganar la partida.
Crecía la atención de los mirones…, y al poco rato…
-¡Rayos! ¿Juegas endiabladamente mal a propósito? ¿Estás ciego, o qué coños te pasa? – los ojos de Daniel despedían llamaradas.
Y, efectivamente, perdieron la partida. Con un órdago aceptado por Agustín, que no captó bien la seña.
-¡Up,up, Hurra…! –brotó un grito sincronizado y unánime de la clientela, haciendo la ola.
-¡Velay!, alguna vez tiene que perder la casa –comentó el derrotado, ofreciendo una disculpa a su colega.
-Será que hoy no le habéis cambiado el perejil a San Pancracio –Colás, socarrón, hurgaba en la herida moral de sus contrincantes.
-Ya ves, un descuido lo tiene cualquiera. –Alzó la vista hacia la repisa, y, efectivamente, el perejil del santo mostraba cierto abandono.
-A ver, esa mano –Chencho extendió la suya, estrechada por los perdedores, pretendiendo restar importancia a la ovación del resto de parroquianos-. Habéis sido unos contrincantes duros y os ofrecemos la revancha cuando queráis. Ahora, Agustín, sirve a la concurrencia copas sin duelo, o lo que cada uno quiera tomar, que esta ronda aunque tenga que romper la hucha corre de mi cuenta. Para ver si ganas algo de pasta y jubilas, de paso, esa cafetera; que resopla y pierde mas vapor que la vieja locomotora de maniobras.
-¿Un güisqui on the rocks para ti…?
-No. Sólo con unos cubitos de hielo. –Con el cúmulo de frases que intercambiaron sus mentes, en los tres segundos que sostuvieron las desafiantes miradas, habría material suficiente para abreviar una tesis doctoral sobre: la quintaesencia de guasa que tiene la tinta del calamar.
-¡Tuoché! …, ocurrente y rumboso el ganador.
-Gracias, Agustín, y no es ostentación, ya lo sabes. Vencimos porque somos los mejores. Está muy claro que lo tuyo fueron los concursos de arada. ¿Cuántos ganaste años ha?
-Tres seguidos, Chencho; aquellos, con la yunta de bueyes, eran más difíciles que los de ahora, que con los tractores son coser y cantar. Ahí están las tres copas mías y dos trofeos, más, de mi padre –Agustín indicaba una repisa en la que los conservaba refulgentes.
-NI que lo digas, esos bichos mecánicos parece que desgarran la tierra.
-Tu amigo de partida, que en paz descanse, ganó más que nosotros.
-Por ti, Carlos; y sin resabios –brindó Chencho, con un deje de pena, elevando su copa- ¡Cuántas partidas me hiciste ganar, rufián!
-Hip.., hip..., ¡Hurra! –Alguien gritaba con su estropajosa lengua desde un rincón.
-¡Vaya!, Si es el Geli. ¿Lo tienes empadronado en el bar? –La pregunta iba dirigida a Agustín, obviamente.
-¿Al marqués? Sí; en la mesa del fondo –afirmó con la cabeza, secándose las manos.
-Marqués…, marqués..., ¿Heredó algún titulo?
Agustín soltó una carcajada, y se abstuvo de responder, ya que Geli preguntaba:
- Chen..., cho, ¿me..., me convidas a un marqués? ¡Arriba’spaña!
-Realmente prefieres…
-Re...coño, no. Fran-ca-men-te pre, prefiero un Marqués como arrancadera, ¿O no me se nota? -agregó aceptando.
-No debía hacerlo; pero te invito. Y déjate de añoranzas caducas, que antes, muy escorado a la derecha, necesitabas chuleta para cantar el “Cara al sol”.
-¡Manda guevos!..., y tú siempre fuis… fuistete un rojillo –gritó, a pesar de que apenas abría los ojos.
-A modiño, eh...: un Fulgencio rojillo, mejor que un Rogelio carca. Anda ya, que los tuvo bien puestos tu padrino para elegir ese nombre si es que te bautizaron. Ponle un Marqués de…, del que quiera; ya veo que tiene mucha sed, y aunque debería adorar a la Sobria Providencia, prefiere el vino de abolengo, que el agua no se la calma –el camarero entendió la seña de Chencho, le sirvió dos dedos de vino y al querer agregarle gaseosa...
-¡Nooo..., redios!, ¿Qué farrapos de gaita le vas a echar al morapio? -chilló el convidado- ni se te ocurra, que se es..., se estropea la gaseosa.
Íntimo amigo de las farolas, a las que daba inesperados abrazos con nocturnidad, aunque sin alevosía; conservaba la peculiar chispa de una vida que dedicó con gran provecho, como proveedor de esperanzas, a la venta ambulante de ungüentos milagrosos: como sebo de serpiente para la renquera...
-¿Ha dicho ronquera? –le interrumpe un presunto cliente.
-Dije renquera, señor, de renco, cojo o similar, y como yo nunca miento, amigo, hoy haré una excepción en su honor y diré toda la verdad: sirve también para la ronquera, si se aplica en la garganta, o para la orquitis, si se aplica... donde debe...
El presunto se rascaba la cabeza en vano intento para descifrar el galimatías de la verdad escuchada, y le compró un envase, por si acaso. Se lo cobra, y sigue:
-...y éstos polvos mágicos son elixires que sirven para el mal de ojo, y para recuperar las ganas... de comer, señora; y para la risita de su cara bonita, le regalo este enderezador de pitos de maridos extraviados que ya no pitan..., y sin receta..., –y ella se alejaba con el eco de algunas risotadas varoniles en sus oídos –apártate un poco, chaval, que me pisas la maleta; que usted se puede fiar de todo lo que hay en ella – se dirigía al más cercano con incrédulo rostro-, tanto como del Calendario Zaragozano, caballero, que si anuncia lluvias, lloverá; seguro...
Y es que emulando al gran Ramonet, maestro de maestros, del que copió hasta su bigotito, ofrecía convencedor, y convencido de sus poderes: elixires afrodisíacos a base de ginseng y esperanza, a partes iguales, para tomar las siete noches con luna en cuarto creciente, pócimas para poblar molleras de pesimistas, y todo lo que pecase de inverosímil (aire para globos, cera para los oídos, o motas de polvo de oro para la ropa), eso sí, en recipientes policromados con dibujos enigmáticos.
-...y no se vaya, que yo, el que encanta a los nenes y mucho más a las nenas, si me compra uno, le regalo otro, y otro más, y un peine especial para los calvos, y ese reloj de pulsera que a lo mejor anda –señalaba el estuche-, y esta piedra verde que se llama Malaquita, y ¿sabe usted por qué?, porque desde la antigüedad mas antigua quita los males, machaca los desánimos, inspira perentorias pasiones y hasta elimina la inapetencia..., ésa también, señora, y no sea incrédula mujer: pregunte, ande, pregunte a quien la tiene..., ¡ah!, y un vale, que vale para que mi hermano gemelo, el Gran Amolador, le haga por la tarde un trabajito fino, de esos que no son capaces de hacer los maridos..., en sus cuchillos y tijeras, ¡qué mal pensadas son ustedes, señoras! –las recriminaba, con el dedo acusador y la mirada fija en la más ruborizada.
Y era cierto; regalaba con cada compra un boleto para que, después de las infecundas siestas, acudieran a la plaza con los utensilios que necesitasen un buen afilado; el cual realizaba con maestría y mimo. Cambiaba su indumentaria en la que predominaba un mandil de cuero de color indefinido, y sin pronunciar palabra –era el merecido descanso a su garganta- dejaba satisfechos a todos, incluso a los barberos ya que fue notoria su habilidad para vaciar navajas de afeitar.
-... y tenga en cuenta que es un servicio cinco estrellas gratuito; que él fue monje cartujo y continúa con su voto de silencio, pero se entenderá con usted, ¡por favor, señora, no lo tome a mal..., sólo si usted quiere!, por señas, como los monos...
Un charlatán con mucha labia, elegante y astuto; sabio en consejos gratuitos para casos angustiosos aunque los cobrase de alguna manera; era capaz de vender todo lo que pudiera contener, o no, una pizca de ingredientes milagrosos con los que embaucar a las buenas gentes que rebosaban buena fe, y aflojarles la faltriquera para poder dar de comer a su prole. Y es que: con el correr de los años y su trashumancia por las ferias y mercados del país, una buena planta, su sonrisa ladina, tuvo, según ciertas lenguas inquietas, hijos hasta para regalar, incluso algunos repetidos.
Buena persona. Crédulo hasta la saciedad; tanto que a él, que presumía de engañabobos, le administraron una pócima similar que pagó con largueza por unos rimbombantes pergaminos en los que le demostraron -es un decir-, que era descendiente directo del audaz aventurero Alfonso Graña; sí: aquel personaje que con el título de Alfonso I llegó a reinar sobe unos millares de indios jíbaros del Amazonas. Todo comenzó en uno de sus viajes por Galicia, en el que alguien más astuto –que ya es decir, aunque haylos-, y ante la coincidencia del apellido, lo llevó a contemplar una lápida, sobre la pared de una casa en una aldea orensana, en la que se lee: “Casa natal de Alfonso Graña, rey de los Jíbaros”, La encerrona dio lugar a que le preparasen, tras múltiples indagaciones y costosas pesquisas –como aseguraron-, un título blasonado para colgar en el salón de su casa, apócrifo para todos, y de cuya autenticidad él no tenía duda, con el que le sacaron sus buenos cuartos, a decir de la gente. Desde entonces, y en honor a su antepasado, sólo bebía vino de alcurnia.
-¡Taquedao bordao, que me quiten lo bailao, y nosequé de un pareao! –Bordada quedó la copa servida y todo lo que le gustaba. Y si era de gorra, más.
-Vamos, Geli, no bebas más; que ya tienes encima un buen botellón…
-Pá botellón el que le dieron ayer a Juanito –Farfulló éste con su gracejo ininteligible. Y era cierto; todo el mundo vio el gol de Rubén Cano y el botellazo a Juanito. Geli incluido, como no podía ser menos, ya que practicaba la abstinencia los días con partido internacional de la selección española. Sólo agua y unos tacos de jamón que masticaba sin cesar, para dar rienda suelta a los nervios.
-Anda, Geli..., deja de pimplar, que estás más sulfatao que las patatas, y vete para casa, que allí faltas y aquí ya sobras –Agustín intentaba todos los días, en vano, que dejara el vino.
-¿Antes no tomaba Tempranillo? –se aventuró Chencho a preguntar.
Carcajada, con respuesta, de Colás.
-Sigue bebiendo tempranillo, y a cualquier hora...Ya son ganas…
La mirada vidriosa quebró la frase y...
-...Yo, hip..., sólo bebo, ya lo sabes, a dos horas, ya..., hip..., ya lo sabes: antes de comer y..., ¡rediez!..., ya lo sabes: y después de comer. ¡Cachisdiez, pavernos matao!- dio un traspié, eso sí: muy digno. Y menos mal que Colás lo agarró casi al vuelo por la manga del abrigo.
-¡Menudo melocotón llevas! Ya se te enreda la lengua con los pies; venga, que te acompaño.
-¿Me-lo-co-tón?, anegaoesloquestoy, y un poco escorao... a la derecha, eso sí... –Contestó, como pudo, al mirarle con los ojos vidriosos y el dedo pulgar en la nariz- ¡Tararí! Colás, ¿vamos p’a Sopeña?
-Así que tararí, ¡eh!, tú si que estás tararí, pero muy tararí. Anda, que te llevo a casa.
Se dejó. Casi a rastras y resignado; no podía negarse.
Una pareja joven que entraba se hizo a un lado sujetando la puerta. Colás, salió con él y alzó la mano despidiéndose.
-¡Gracias!, muy amables; primero la dama –Chencho, que iba detrás, los invitó a entrar, conservando los buenos modales. Ella entró
-Nada que agradecer, señor Chencho –el muchacho fue quien contestó.
-¿Nos conocemos? –una breve vacilación y…- sí, creo que nos conocemos.
-Pues no le contesto –el chico entró tras su novia, una chica escandalosamente joven y bella, en vista de que él no salía -, ¿seguro?
-Tú eres..., creo..., ¡el del carrito de los helados!, ¿estoy en lo cierto? La última vez que lo vi -se dirigía, ahora, a la chica-, era un..., bueno no voy a aburrirte con ello.
-Veo que tiene buena memoria. ¿Y se acuerda de que dejamos pendiente una adivinanza? –le retó.
-Te puedo asegurar que a los cinco minutos la tenía resuelta: te llamas José Miguel. Era un arrapiezo que se ha convertido en galán –explicó, apuntándole con el dedo, a su novia.
-Un notable para el caballero –comentó él, entre risueño y agradecido.
-¿Sólo notable?, ¡Sobresaliente, y merecido! ¡Guapo chico, eh! –La miraba con una placentera sonrisa no menguada por los años- Antes era más pecoso. Y seguramente más pícaro.
-¡Si yo le contara! -, la muchacha restregaba la melena en la cara de su chico y le buscó la mano, como en otras ocasiones en las que intercambiaban locuras al oído. A veces los dedos entrelazados dicen más que mil palabras.
-Cuenta; cuéntame, que no tengo prisa alguna... –un Chencho imperecederamente guasón intentó provocarla. José Miguel asistía sin inmiscuirse.
-Dejémoslo así. Se pondría colorado. –Asomó a su rostro un gesto entre tímido y seductor. Lo atrajo, mimosa, hacia sí, y recibió un beso en la mejilla como premio.
-Las pecas que tenía antes, señor Chencho, –metió baza el muchacho- eran directamente proporcionales a las chicas que bebían los vientos por mí. Por cada chavala, me salía una peca. Me lo dijo una gitana. Y ya ve..., ahora me saca a la calle, sin correa ni collar, la chica más guapa del mundo y sus alrededores –volvió a besarla con un deje de orgullo.
Chencho frenando su espontaneidad, y por delicadeza, se abstuvo de responder: -(¿Y a que permite que te pares a orinar al pié de las farolas?).
-¿No le parece que era un creído? –fue ella la que continuó hablando; al sentirse halagada.
-Creo que antes lo era; sí, y mucho. Ahora lo veo muy sincero; ganó en apostura y merece la novia que tiene. Os dejo. Me alegro por los dos, y celebro haberte encontrado, amigo. Cuida a tu chica, ¡Y tú a él, y que no me entere que os dejáis! –extendió la mano que ella rehusó, para poner las suyas sobre los hombros del abuelo, ofreciéndole la cara.
-Lo cuidaré – asintió también con la cabeza.
-Y usted también déjese mimar –José Miguel seguía admirándolo.
Salió, e intentaba, con la mirada al frente, sortear los charcos que dejó la tormenta vespertina, y sobre todo las baldosas flojas de aquellas calles nunca olvidadas, y caminó hasta su casa.
Y en días posteriores siguió el cachondeo, la revancha, y otras partidas. Unas perdidas, ganadas otras. No cabían los empates. Lo importante era disfrutar de aquella camaradería y el interés que Chencho, indiscutible protagonista, siempre despertaba.
Cada uno colaboraba en el menú del día con su ración de rancias escenas salpicadas de anécdotas; de las trastadas diarias con multitud de cambalaches: una peonza por cinco canicas de piedra, dos aviones de plomo por un bramante de cáñamo para baliar el peón, un vestido de muñeca por una comba, un caramelo por tres cromos; amores, noviazgos y tantos momentos de complicidades compartidas; de espontánea alegría y generosa entrega.
-Te envidiamos, Chencho. Fuiste el único que se quitó la boina y salió de la caverna, dejando atrás las estacas y alambres que delimitan nuestro trozo de planeta, para ver lo que había más allá de lo que oteábamos al ponernos de puntillas en el umbral y sin atrevernos a contemplar, acaso por temor, las sorpresas que pudiera haber detrás de la esquina. Y regresas con un bagaje que da color a esta sociedad cansada del blanco y negro.
-Es que, a veces, hay que salir del bosque para tener perspectiva y admirar la magnificencia y el distinto colorido de los árboles.
-Aunque tuviste que adaptarte a un cambio drástico y, dinos: ¿te gustaban las comidas?, o extrañabas las nuestras, ¿estuviste en peligro en alguna ocasión? –alguien del corrillo le preguntó con curiosidad.
-¡Umm…! Parece que fue ayer… No me agrada la palabra caverna, querido amigo, acaso sería mejor hablar de colmena. Mis sentidos, ávidos de sorpresas, sin perder, nunca, mi capacidad de asombro y con una fuerte atracción hacia lo desconocido, se acomodaron, según pintara, a las circunstancias y ante mis ojos desfilaron inimaginables parajes, tan difíciles de describir como explicar a un ciego que en las alas de las mariposas se percibe el arco iris y que con ellas las hadas hacen abanicos; escuché sus voces, me deslumbraron sus danzas primitivas; vibré con situaciones sino difíciles, por lo menos curiosas, y hasta salí indemne de antros con señoritas de reputación nada dudosa, y tipos tabernarios dispuestos a perforar mi envoltura, o lanzarse sobre mi cuello y arramplarme la cartera. Saboreé de todo a mi paso; lo que no quiere decir que repitiera algunos de aquellos platos que constituían exquisitos manjares para los indígenas. Tened en cuenta la diversidad de países que visité; cada uno con sus peculiares costumbres y autóctonas tradiciones culinarias. Menús con presentaciones dignas de figurar en los mejores concursos gastronómicos y con sabores acres, incluso desagradables para nuestros paladares. Se come mucho arroz y marisco; mucho pescado que a veces colea en el plato; verduras con aliños agridulces y en algunos hasta la carne de perro es la suma exquisitez –percibía un rictus colectivo de repugnancia- pero no encontré nada para homenajear a mi estómago, como una ración de congrio al ajoarriero, alguna loncha de nuestra cecina, los picantes chorizos de la tierra u otros embutidos, ¿y una rebanada de pan de hurmiento chorreado aceite de oliva y azúcar?; nuestro cocido maragato; un botillo berciano o aquel laconcito con grelos..., y tantas y tan variadas viandas de nuestra autóctona cocina con las que nuestras mujeres nos deleitan, y demuestran que, después de lo saboreado allá lejos, mereció la pena dejar de ser un ave migratoria. Y sí; es cierto: aunque embarqué la mar de ilusionado, y no pasé de grumete; las primeras travesías mi estómago se vaciaba con mucha facilidad, y claro que me acecharon situaciones peligrosas. A poco de llegar, tras dos días de navegación, sin una gota de aire que llevar a las velas –qué costumbre de medir éste en gotas-, comenzaron a vomitar agua las gárgolas del cielo, arreciadas por un viento huracanado que me arrojó al mar, sin salvavidas, y me libré de morir ahogado…, por los pelos. Literalmente. Tenía el cabello largo y por él me izaron. Aquel día hice tratos con el reloj de arena que marcaba el tiempo de funcionamiento del carrusel de la vida, lo invertí, se llenó de nuevo la parte superior, y me proporcionó unas vueltas de regalo –tomó aire.
-Lo que yo digo, amigo: otros seguimos aquí con las ilusiones rotas de tanto rascarlas, a través de la boina –era Colás el filósofo, quién hablaba para la nutrida audiencia. El espontáneo aplauso no se supo a quién fue dirigido.
Un instante de silencio y siguió narrando peripecias, historias oníricas de naufragios que las mareas llevan y traen; también de susurros con los que las sirenas deletreaban los mensajes de amor que hacen perder la razón los marineros fanfarrones; de la marejada de anhelos y proyectos pendientes de realizar, de cómo conoció lugares con los que había soñado desde su infancia, cuando sólo existían en las novelas de Salgari; de cómo corre el tiempo…, y, en definitiva, de lo divino y de lo humano, como suele suceder en todas las reuniones.
-Y hablando de mujeres –surgió la pregunta inocente- ¿conociste a muchas? –Maricielo, la esposa de Colás, tan cándida como encantadora, azuzada sin piedad por la más aviesa de sus amigas, se atrevió a preguntar.
Chencho, ducho en el arte del rejoneo verbal, no estaba para dar respuesta a burdos fisgoneos en aquella jaula de grillos, así que…
-Muchas. Conocí muchísimas. Si estaba en tierra me topaba cada día con miles –ante aquel tenaz escrutinio, le brotó una mezcla de la retranca cazurra y de coña marinera, a partes iguales, en la respuesta.
-No pregunté si conociste muchas, sino a muchas; pues entiendo que es diferente. Yo he conocido muchos hombres, pero sólo a uno; y creo que ya eres mayorcito para que me entiendas. –Colorada, con un mohín nervioso para acomodar el rebelde flequillo, y una tierna mirada a su marido.
-¿Y no crees que conocer sólo a uno debe resultar muy aburrido? –Chencho era tan experto en el regate dialéctico que no se dejaba pillar.
Carcajada colectiva sin merecidos aplausos; y ella, temerosa del final si proseguía, y para ocultar el rubor que su excesiva curiosidad había provocado, peregrinó como una exhalación a los lavabos, seguida, eso sí, por su camarilla.
-¡Vaya tropa…! Que dijo no sé quién... Lleva la cara como un tomate maduro –aventuró su marido-. ¿Cabrán todas en el locutorio?
Continuó al ver que la ceja arqueada de su amigo se asemejaba a una interrogación mayúscula.
-¿Sabías que López estuvo ayer cambiando las placas de ambas puertas? Una damisela con sombrilla, en la que se lee: Locutorio; y un melenas que pone: Tíos, en la nuestra.
-¡Ajá…! Certera idea.
-Si me guardas el secreto te comento algo íntimo de nuestro matrimonio –siguió Colás
Cerrando una cremallera sobre su boca lo animó, con cierta mueca de asombro.
-Tengo una mujer que no merezco: trabajadora, honrada, perfecta esposa, y con todo lo positivo que puedas imaginar; pero más ingenua y simple que el mecanismo de un botijo. Hace unas semanas me preguntó qué era eso de La Sonrisa Vertical. Estábamos en la cama...
-Lugar idóneo para hablar del tema y de paso, del erotismo del botijo-interrumpió Chencho.
-...y se lo expliqué lo mejor que pude: me puse de costado sobre la almohada y mi boca quedó, lógicamente, con una comisura arriba y otra abajo; sonreí y..., ¿lo ves?, le dije.
-Pues no, como soy tonta no lo veo. Ni la gracia que tiene; ni que hablen tanto de ella; comentó defraudada, y creo que dolida.
-Es que no la tiene. Repuse muy serio. Supongo que en la primera ocasión habló del tema con su grupo -que presume de una acomodaticia honestidad de quita y pon-, ya que estuvo enfurruñada durante varios días; y al intentar acercarme sólo me gritaba: ¡Imbécil!, eso es lo que eres: un imbécil. Me hiciste quedar como una tonta ¡¡Y no me hables más!!
-Se le pasaría pronto...
-¿Qué?..., ¡Ah!, sí; en efecto. Coincidió que, en un descuido, la jodida sierra me agarró, llevándome con un mordisco la falangeta del dedo pulgar. Mira –reía al enseñarle el muñón del que asomaba un retorcido trozo de uña-. Y fueron tantos los cuidados y mimos que me prodigó, que bromeando le dije: ¡No te excedas, que aún me quedan nueve dedos y medio!
-Eres un bruto, Colás -tuvo que morderse la lengua para sofocar una carcajada-, ¿te afecta mucho?
-No, nada –lo movía para demostrarlo-, ni lo noto. Tengo buena encarnadura y de otras mordeduras que nos regala la vida se sale menos indemne.
-Es cierto; la mía luce más zurcidos que tatuajes en brazo de legionario. Y creo, amigo, que tienes suerte; por lo menos será menos lanzada que alguna de las que veo a su lado, y que imaginando vidas ajenas, y a fuerza de mil decires, llegan a creerse sus historias inventadas. Aunque ella, como alguna de esa pléyade a las que no se les puede tildar de nada sucio, no rompería el botijo para limpiarlo por dentro.
-La tengo. Ya lo sé, y mucha; y es cierto que alguna lo habrá roto –frunció los labios para enviarle un beso. Fue correspondido con una mirada que rebosaba picardía, aunque hubiera dado algo por saber de qué estaba hablando con su amigo. Continuaron dándole a la húmeda, con las cabezas inclinadas hacia la del centro, simulando rezos por las almas pecadoras, aunque se trataba de hiriente cotorreo, con rebuscados adjetivos sobre algún acto acaecido que transgrediera la honradez de una sociedad con olor a incienso en la que ésta se medía sólo de medio cuerpo para abajo; o sobre alguna descocada que, por turno, les servía de acerico porque lucia modelitos a cual más osado; sin que se librara de esta quema algún seminarista, un par de sacristanes, y hasta un turiferario.
Nada se escapaba a las suspicaces miradas y a las lenguas hirientes de aquella cotillería que callaba verdades; que, día a día, pretendían superar con dimes y diretes unas historias decomisadas que festoneaban con gestos escandalizados; eso sí: bajo la aplicación de ciertas realidades que sólo ellas querían ver, o sobre una moralidad mal entendida. Ellas, las que, despendoladas, se arrebataban la palabra las unas a las otras para pontificar falacias de color verde cotorra que mezclaban, a su antojo, con alguna que otra absolución apropiada a sus propias miserias; así que cuando la una tomaba aire, la otra le quitaba el testigo para encadenar sus opiniones a las antes vertidas, o remachar las de otras, como si se tratase de la carrera de relevos.
Colás, adivinándole el pensamiento, comentó en voz baja:
-¡Cuánto rajan! Éstas le dan a la sin hueso hasta buceando. Para mí que están inscritas en algún curso intensivo para adiestramiento de lenguas.
La sonora carcajada de su amigo obró el milagro de contener todas las conversaciones. Sólo un minuto. Escaso.






Y pasó el tiempo. Chencho debía reconciliarse con el mar... Le quedaban en él, aún, muchos telediarios.
Voló hasta Shangai. Xia Ling lo recibió con una reconfortante caricia, y el placer que produce una bienvenida para volatilizar la soledad imperante desde el último adiós. Sus ojos, congestionados por lágrimas y ausencias, relampagueaban al intercambiar un apasionado beso al que sólo los amantes pueden entregarse. Había madurado mucho desde el fallecimiento de su padre; la puerta de su casa estaba abierta de par en par, lo mismo que la de su sensible corazón, y él, cual amante pródigo, allí se refugió para compartir el atisbo de tristeza que denotaba su mirada, e intentar convertirla en esperanza. Se tomó unos meses de descanso; viajaron juntos por numerosos lugares sin dejar escapar nada que regalara sensaciones a cualquiera de los cinco sentidos: a los de un turista extranjero y a los de su intérprete.
Agregó en su diario:
Vuelvo a estar con Xia Ling y a sentir ese peculiar cosquilleo en el alma. Ella ha dejado alguna de sus actividades y tiene mucho tiempo libre, así que decidimos viajar sin prisas por el interior de este vasto país.
Nos embelesamos en lugares de una belleza indescriptible, de los que he disfrutado mucho más al tener una encantadora cicerone que me señala lo más interesante de cada uno, con una maestría y tal fervor que escucharla es un gozo añadido.
Fuimos agasajados en pequeñas aldeas con la hospitalidad característica de sus habitantes. Sin poder, ni querer, desperdiciar aquellos irrepetibles momentos, oímos historias y leyendas, en las que las palabras e invocaciones se convertían en imágenes, narradas por la gente llana del pueblo, es decir, por filósofos o visionarios que presumen de serlo, donde proliferan los elegidos que dicen tener fundamentos alquímicos, rinden culto a lo desconocido o son capaces, por decirlo de algún modo, de levitar, visionar auras, o emprender viajes astrales. Alardeaban otros de haber conseguido el elixir de la vida cuando fueron abducidos por seres extraterrestres a sus naves; al convivir con ellos y con la participación en numerosos experimentos alquímicos dirigidos por una Inteligencia tan superior a la nuestra que -aseguraban- nadie puede imaginar. Creo que la mayoría de esas leyendas, sino todas, son producto de las alucinaciones y misticismos que proporcionan, en una singular atmósfera, los paraísos artificiales de los fumaderos de opio que tanto abundan en el país y al que son muy aficionados los chinos. Aunque a tenor de lo sucedido con el dado mágico, siempre tendré una duda razonable de que algo sobrenatural, no quiero decir ni extraterrestre, ni divino, existe allí.
En Quilin, tras un crucero por el río Lipiang, disfrutamos de uno de los más hermosos paisajes donde uno se siente insignificante: sus pequeñas lomas llenas de árboles y vegetación, en las que predomina el verde con decenas de gamas; numerosas cuevas y grutas con estalactitas, y sonoros riachuelos de aguas transparentes en los que el rumor relajante del agua lo percibíamos hasta con los ojos. Decenas de carretes fotográficos dan fe de lo que escribo. Y si alguien lee este diario después de mi muerte, observará que al pie de cada fotografía hay una breve reseña del monumento, panorama, incluso de las personas, sobre todo si corresponden a las multitudinarias fiestas lúdicas o religiosas que tuve la suerte de presenciar, y que tanto proliferan en este magnífico país.
Quedamos extasiados al contemplar la forma de pesca tan peculiar que tienen los nativos de allí. Utilizan cormoranes amaestrados atándoles unas cuerdas a sus patas, y con un anillo que rodea su cuello para que no engullan sus presas al pescar para sus amos; y al salir con la captura les premian con un bocado muy apetitoso.
Absorbía ávido este bagaje cultural que ha crecido una enormidad tras este viaje, gracias a los desvelos de Xia Ling y a mi ansia de integrarme en esta cultura que afianza más, si ello es posible, la decisión final. Soy tan feliz, que la balanza está inexorablemente inclinada a compartir con Xia Ling el resto de mis días. Aunque intentaré persuadirla para que se vaya a España conmigo. A una ciudad grande: Madrid, Barcelona, o quizá Sevilla de la que siempre estuve enamorado. Puedo ofrecerle una vida agradable sin problemas económicos, aunque algo diferente a la de su tierra. Sin embargo supongo que no accederá. Alguna vez comentó que estaba demasiado aferrada a sus desaparecidos y omnipresentes progenitores, a su trabajo y, en definitiva, a su ancestral entorno. Y no es nada voluble. Con ella alcancé la felicidad que me prometió alguien de una forma tan especial.
-Sabés, amor mío que no puedo ir contigo –hablaba con aquella bondad que le fluía a borbotones- Quedáte si querés y seré la mujer más feliz de la tierra, aunque soy consciente que tú tienes allá tus lazos. Y que partirás, aunque estés siempre a mi lado.
Al regreso de aquellas vacaciones por el interior, Chencho comenzó los preparativos para obtener su jubilación y asentarse en aquella ciudad en la que era tan feliz al lado de Xia Ling.
-Quedo contigo, amor mío. Las invisibles ligaduras de seda con las que estoy atado a ti y a tu mundo me retienen sin ningún condicionante. Está decidido.
La cara de Xia Ling se iluminó con la alegría que brotaba de su agradecido pecho, y con voz emocionada sólo pudo decir:
-Gracias, Cheng –y percibía que unas gotas salobres resbalaban por su cara.
Ante este evento, y aunque Chencho comprendía algo la lengua china, estimaron oportuno que recibiera lecciones intensivas para que, poco a poco, se habituara a hablarla y entenderla mejor. Y a ello se dedicaron el primer mes. Xia Ling conversaba con frases cortas en castellano y a continuación obligaba al desalentado alumno a deletrearlas en el suyo.
Xia Ling le explicaba el Tao, su filosofía y la enseñanza de los criptogramas más habituales. Los avances eran dificultosos y escasos.
-Para un occidental, y torpe, lo que pretendes es como si quisieras que un recién nacido aprendiera la Teoría de la Relatividad –la miraba con cara de sufrimiento. –No seas cruel conmigo; si lo que yo quiero es que seas mi intérprete. ¿Sabes como llamaríamos a esta tortura en España?
-Por supuesto que no.
-¡Una tortura china!...
-Es una pavada tuya, aunque sois muy originales. Sí, lo sois. Piensa, Cheng, que quizá me vaya yo antes que tú, y sería un suplicio saber que te has quedado aquí y no te puedas defender -intentaba convencerlo, aunque comprendía lo difícil que le resultaban aquellas lecciones.
Sin embargo él avanzaba en sus conocimientos con la lentitud de la gota de agua que, tras varios siglos, origina una estalagmita.
Y ya no había vuelta atrás. Si bien, a veces, el hombre propone hasta que extraños designios se interfieren...
Recibió poco después una carta de Elsa en la que le hacía saber que sus hijos, Sara y Berto habían tenido un desgraciado accidente allá en América. Estaba desconsolada, aunque tranquila, según se desprendía de la lectura. La nieta estaba con ella.
-...Y quiero que lo sepas. Sería desagradable que me echases en cara algún día mi silencio. No te preocupes, puedo defenderme a pesar de la aflicción y de la amarga soledad que tengo. La vida curte y sabes que soy resistente. Marita es un cielo y tengo la obligación de vivir por y para ella. Estoy tranquila. Cuídate mucho. Un beso. Elsa.
-Han muerto los padres de Marita – sintió un calambrazo al darse de bruces con la cruda realidad, y, a merced de una enorme desesperación por la irreparable pérdida y sus consecuencias, cayó en sollozos. Así dio respuesta a la muda pregunta que, desde el principio de la lectura, demudaba la cara de Xia Ling, a la que le tendió la misiva recibida. Tenía ella tanto que decirle, que prefirió abrazarlo en otro de los más dolorosos momentos vividos en común.
Fue un tremendo mazazo. Advertía como se tensaban sus músculos, y la sensación de que sus latidos procedían de una locomotora que se acercaba estrepitosamente, al tiempo que los negros pensamientos pasaban a la misma velocidad que los postes de telégrafo desde el tren ante los asombrados ojos de un niño, sin que cesase el fluir salino que rezumaban sus ojos por las penas acumuladas. Pasó una semana desalentado, con la mirada perdida, enredado en sombríos pensamientos con anhelos entrelazados, e intentando discernir el alcance de la macabra noticia.
En un eterno y sordo gemido; apenas hablaba; tampoco comía. La mala suerte se había ensañado con Elsa; Xia Ling asistía a la escena como el niño que ofrece su juguete preferido a la afligida persona que tiene al lado; se esforzaba por distraerlo en un intento vano, aunque presentía que anímicamente estaba roto. Ante sí el espejo de la cruda realidad; el sempiterno combate entre la cabeza y el corazón, en un ir y venir de sensaciones antagónicas, estaba presente; con la cabeza llena de preguntas para las que sólo existía una respuesta, y un dolorido corazón que debía enfrentarse a ésta.
Allá lejos, Elsa; una mujer cristiana, tras un efímero y fallido arrebato de ateísmo, refugió su soledad y abatimiento, otra vez, en la iglesia; allí, donde, aguzando el oído, sólo se escuchaba el bisbiseo de los rezos que alejaban los silencios, y en la que daba rienda suelta a su desazón con los puños apretados y el rostro hundido entre unas manos que ocultaban grandes ojeras. Acusaba a Dios como culpable de sus sufrimientos, increpándole de la misma forma que se amonesta a un amigo por el mal que te ha hecho a cambio de la fidelidad que le tienes. Intentaba, sin lograrlo, que las penas huyesen despavoridas, tras largas horas de rodillas, con un alma en la que mana sólo dolor y desesperanza. Su rostro cincelado con capas superpuestas de amargura, otrora bello y sonriente, eludía cualquier acercamiento de consuelo, a pesar de que estaba rodeada del afecto de los convecinos que cuidaban de la nena e intentaban que su consternación hiciera crisis, pero ella no se dejaba. Seguía con sus reproches; y tan pronto le imploraba de viva voz ya que a esa hora estaba el templo vacío y en penumbra, o lo increpaba mentalmente. Aquella tarde fijó, una vez más la mirada, de quien pretende tragar su dolor, en el crucifijo. Un violáceo rayo de luz, que se filtraba a través de una vidriera, aumentaba el sufrimiento extremo en el rostro de un crucificado con la mirada fija en la tierra.
-¿Qué he hecho yo para merecer tanto?, has sido inmisericorde conmigo, Diossss –arrastraba la última palabra sin sofrenar su rabia- no permites a nadie que pueda elegir entre vivir o morir. Indiferente a mis súplicas me separas de quien más quise en mi juventud; después me arrebataste al hombre que me amó y cuidó durante una efímera eternidad, ahora me privas de mi hija y, no contento con ello, también de su marido, dejando a una criatura indefensa con una vieja transida de dolores. Has gozado al zarandearme y, mortificada, me desangro por dentro, pero Te juro, repito: ¡Te juro, en este sacrosanto lugar! –le reprendió con los dientes apretados y carente de un mínimo recato- que yo seré una leona invulnerable; con un rosario de cicatrices en su alma herida, pero una leona que tiene una buena razón para vivir; que apuesta por vivir, y va a vivir, quieras Tú o no. Y no por mí, que la muerte aliviaría el sufrimiento de este corazón traspasado, como el Tuyo, por el dolor, sino por ella; por ese ángel que, además de ser intocable, tiene derecho a saber, cuando deje de estar aferrada a los pliegues de mi falda, que existe algo más que aflicción en esta perra vida. ¡Te lo juro...!
El grito que desgarró la sagrada paz alarmó al párroco, que meditaba en la sacristía, y salió presuroso.
-Elsa, ¿eres tú? –la oscuridad de aquel rincón le impedía verla, aunque conocía aquella voz.
-Sí, soy yo, don Emilio –carraspea para recomponer sus palabras ocultando el torrente de lágrimas con su empapado pañuelo-. Y estoy llena de ira, aunque de hinojos, en este lugar sagrado. Que Dios me perdone. Y le juro a usted, igual que le he jurado a Él que, aunque sea agarrada a un clavo ardiendo, y me haré con los necesarios arrestos hasta que Marita sea una mujer. Ténganlo ambos muy en cuenta, ya que nunca he jurado en falso –exteriorizó su profundo sufrimiento con la cara aún congestionada y los hundidos ojos inyectados en sangre fijos en el crucifijo, que aparentaba un movimiento de los labios al recibir las sombras y luces por el intermitente centelleo de un cirio cercano.
-Hija mía, bienaventurados los que sufren... –el sacerdote le tomó la mano- deja de castigarte, agárrate con ansia a la esperanza, vacía tus ojos de unas lágrimas innecesarias para que florezcan las margaritas, y convierte tu ira en amor; del que tienes mucho que proporcionar a esa criatura. Hazle saber, como una madre, que ella es lo más valioso del mundo, y ten presente que la vida, como el Santo Rosario, tiene misterios gloriosos, gozosos y dolorosos. Te daré mi bendición y tengo la seguridad que a Él –señalaba el crucifijo- le ha calado muy honda tu ruego y como no es sordo, y sí magnánimo, la tendrá en cuenta. Te lo prometo en su nombre. Yo, pobre de mí, sólo puedo darte un piadoso consuelo. Reza, Elsa, reza, pero sigue remando.
-No es un ruego, don Emilio, sino una exigencia –quiso gritar, aunque le habían devorado el aire necesario para ello.
La bendijo. Ella respiró hondo santiguándose, aunque rumiaba su padecimiento.
-¡Ayúdame! – imploró, con sus labios desganados, mirando a Cristo crucificado.
Y salió del templo sorbiendo la moquita, más reconfortada y con una ingente dosis de árnica en el alma.
Al llegar a su casa tuvo la sensación de haber tragado el hueso atravesado en la garganta. Besó a su nieta con una deliciosa ternura maternal que avivó la llama de la mortecina ilusión, y:
-Aunque hay días que no debían estar en el calendario, preciosa; ayer era tu abuela y desde hoy seré también tu mamá, ¿quieres?
Las vecinas que estaban allí se dieron cuenta de que Elsa acababa de abrir una puerta a la esperanza, echando a escobazos la tristeza que llegó de sopetón y con ganas de quedarse. Suspiraron condolidas, aunque alentadas.
-Dios aprieta, pero no ahoga –comentó una en voz baja.
-Así es, gracias a Dios –corearon las demás. Y salieron en silencio.
Elsa se había quedado sola, aunque no era cierto, la tenía a ella. Y a Dios.
Xia Ling conocía toda su vida anterior y el afecto que profesaba Chencho a la familia vecina. Estaba dispuesta a sacrificar lo que fuera necesario para poder amortiguar aquel sufrimiento, ya que le preocupaba la dejadez, el profundo abatimiento que denotaba su aspecto descuidado, la cara contrita y demacrada que acusaba un intenso dolor y los hombros caídos fiel reflejo de la aflicción que soportaba al ver rotos los remos con los que había bogado los últimos años en aquella tierra que nunca le echó en cara ser forastero.
Él, por su parte, veía que la balanza de sus sentimientos se inclinaba, en un rápido vaivén, ahora a un lado y más tarde al opuesto. Tenía ante sí un dilema que, allá lejos, se estaba cocinando a fuego lento y le tocaba mover ficha en uno de los conflictos de conciencia más graves del juego de su vida.
-Pará de atormentarte, Cheng; complicás lo que es muy simple de manejar. No sos ni de acá ni de allá, y has de ser consciente de que esta situación no se sostiene por más tiempo; de que el árbol caído ya no produce sombra, así que yérguete ya; y de que la leche derramada no merece ni una lágrima, como solemos decir. Y termino con este Proverbio Zen: Si comprendes, las cosas son como son. Si no comprendes, las cosas son como son.
-Es cierto, amor. ¡Y qué extraña es la vida! – tardó unos segundos en contestar con la lívida mirada perdida por encima de sus hombros. Xia Ling notó aflojarse la vilorta que las oprimía, y brotaron unas lágrimas que él se apresuró a enjugar con sus labios y percibir, así, el amargo sabor del desaliento.
Todo se desmoronaba en su interior; se zambullía en el eterno enfrentamiento entre la cabeza, que intentaba desprenderse de sus obligaciones, y el corazón que, con sus prioridades y mucho más poder de persuasión, intentaba doblegarla. Y resolvieron: los acontecimientos trastocaban los últimos proyectos y sueños en común, y era preciso utilizar el billete de vuelta que, impregnado de querencias, quizá pagó con el de ida en su primer viaje.
-¡Qué ironía! El errante percibe la llamada de la tierra en la que están arraigadas algunas de sus pertenencias y, con un amargor en la boca más leve del que le hubiera quedado en la conciencia, regresa al lugar del que huyó –Chencho no llegó a pronunciar esta frase, aunque ella la recibió telepáticamente.
Una joya imperecedera para Xia Ling; una escena palaciega pintada sobre papel de arroz, con una cariñosa dedicatoria, para él; la ferviente promesa de encontrarse algún día; un apasionado beso salobre en la puerta de embarque, ajenos a la costumbre china de no exteriorizar sus efusiones en público; un hombre europeo, con el pelo albo en su menguada cabellera, y una mujer asiática de edad indefinida, conscientes de que los encuentros y los adioses forjan la cadena de la vida; que el destino tiene su criterio para regir el mundo y no se puede luchar contra él, se despedían. ¿Para siempre?
Xia, yo... –con dos dedos en su boca le impidió continuar.
-Eres transparente, no sigas. Yo también.
El tiempo es lo único que puede ayudar a comprender que un gran amor no tiene esquinas. Y aunque él estaba entre los dos más grandes de su vida, debía volcarse; pues allá lejos Elsa, una abuela viuda y una chiquilla huérfana, necesitaban su apoyo. Se sentía obligado a velar por ellas, aunque renunciara a su propia felicidad, sacrificando, con dolor, la de la mujer que tuvo a su lado los mejores años.


















Marita se levantó con el culo dolorido de estar sentada durante la tormentosa noche; y dando un traspié fue al aseo. Eran las seis y media y sus hijos dormían. El espejo devolvía una imagen con cercos oscuros bajo los párpados y una lacia melena necesitada de un buen champú. Sostuvo unos instantes su hierática mirada, hasta que comenzó a dibujar una sonrisa, y ella, agradecida, se la devolvió.
Tornó a su lado. Respiró hondo, y continuó hablándole con la ronca voz que no atinaba a salir a través de los mil nudos que su maltrataban su garganta:
-¿Te dije que me tiranizaste horas y horas posando mientras pintabas y mis amigas estaban jugando?, ¿y que no te lo perdoné?; pues es cierto. Hiciste unos planes perfectos para conseguir, paso a paso, tu objetivo: pintar un retrato; enmarcarlo en primorosa talla; colocaste en el hueco del bastidor, según me dijiste, las cajitas con los mechones de nuestros cabellos para que perviviesen. Me ocultaste que habías escrito un mensaje –mimetizado, en la firma del lienzo- con letras miniaturizadas y la precisión de un minutero, que yo tendría que descubrir con las pistas que a la chita callando inculcabas en mi subconsciente, y que mi torpeza no supo captar. Ahí fallaste. Hoy, con la ayuda de una lupa, después de ver tu carta, lo he leído:
Tesoro:
Si en algún momento, que Dios no quiera, me necesitas más que nunca, acude a mí. Mira y remira este cuadro pues aún vivo en él. Indaga, rebusca, y hallarás lo que necesitas. Casi siempre se esconde dentro de nosotros algo muy bello y valioso que no está a la vista. Aprende a leer entre líneas y ten la seguridad que te quiere. El abuelo.
-Lástima que tú, tan detallista, te sientas defraudado con mi proceder, aunque espero que al saber que alcancé el mismo final por un camino diferente te llene de satisfacción. Te voy a describir con detalle cómo llegué al momento actual. Siempre tuve la certidumbre de haber sido muy especial para ti, quizá tanto como tú para mí. Me hiciste prometer –tal vez jurar- que podría disponer libremente de tu legado: la casa, sus enseres y todo lo demás, pero que nunca y por ningún motivo el retrato dejara de pertenecerme, aunque estuviera en la perentoria necesidad de tener que venderlo para subsistir. Llegó, ya sabes, el final de mi matrimonio. Me abalancé a los brazos de un hombre que nunca te agradó; y vivimos felices los primeros años. Nunca notaste, ¿o sí?, alguna señal inequívoca de hastío que te diera la razón, aunque los tuve. Te escabulliste de puntillas, bribón, y demasiado temprano; como se va una estrella al amanecer, si bien ésta vuelve. Tú no. ¡Cómo quisiera, abuelo, hacer retroceder el tiempo y fundirme en tus brazos, sin embargo sé que tu adiós fue el preludio de un próximo encuentro, al que concurriré, te lo prometo! Intuí que no querías verme sufrir, aunque con una muestra de total generosidad me hiciste beneficiaria de tu casa y sus enseres por una irreal y ridícula cantidad. A Santiago, aunque trabajador, le comenzaron a ir mal los negocios, firmé la hipoteca de la casa que me legaste; de tu hogar, en un intento de defenderlos y salvar nuestro matrimonio. Todo imposible; se dio a la bebida, posiblemente al juego en una desesperada huida hacia adelante y llegó el desencanto..., bueno te ahorraré los detalles, seguro que los conoces. Tú sabes de primera mano lo que hacen las ratas cuando el barco comienza a hundirse; se fue, empleando su frase favorita: “cagando leches”. Y hete aquí que me encuentro aplanada, y con dos mellizos; dos rayos de esperanza como único capital, una hipoteca ejecutada por el banco, en espera de la inminente subasta judicial, y sin alojamiento. Abuela Elsa había firmado, al fallecer mis padres, la venta con el usufructo de su casa a cambio de una pensión vitalicia mensual hasta que ella faltara, consciente de no poderme dar, con su pensión de viudedad, el tipo de vida que pretendía; aunque nunca quiso comentarlo conmigo. Seguro que te lo ha dicho en vuestro etéreo reencuentro. Y que sus cenizas las esparcimos, junto a las tuyas, alrededor del viejo olmo, y allí habéis quedado unidos físicamente para la eternidad.
A la semana de su fallecimiento se presentaron unos señores con los documentos notariales acreditativos de la propiedad. Todo estaba en regla. Regresé a mi infancia al abrir la puerta de tu buhardilla; ellos nos dieron tiempo para recoger algunos objetos personales y cerraron la casa. Ella, la que sabía pocas letras, pero conjugó siempre el verbo dar; la que con un aura maternal había jurado que iba a vivir hasta que me valiera por mi misma; la que te grabó en sus retinas; aquella que sumó multitud de sublimes y eternas ausencias que se compensaron con el gozo de regresos ansiados, aunque nunca prometidos; y la que su único pecado fue quererte: no pudo soportar tu marcha ni un invierno. ¡Cuanta expresión cabía en su rostro! Intentaba no perder aquella sonrisa inolvidable que secaba humedades provocadas por la injusticia, y le quitaba años. No apartaba de mí la mirada anochecida de aquellos ojos tristes que lloraron lágrimas secas, y eran tan dulces como la miel; los que languidecían como la trémula flama de una lamparilla al quedarse sin aceite. Dolía verla apedreada por una vida en la que, sin buscarlos, encontró sinsabores a tutiplén y, después de setenta y tantas victorias, llegaba la primera derrota al advertir que el habitual esfuerzo por vencer resultaba inútil; y así se hacía finito un ser extraordinario sin estar enfermo, en silencio, tragando su dolor y sin una queja; igual que había vivido millares de madrugadas.
-Asómate a la calle, preciosa, y mira a ver si viene –me dijo atrapándome con sus ojos, sin percibir que ya no estabas-, que exprimiré naranjas, pues llegará sediento.
Me había soltado hace tiempo del pliegue de su falda, y ahora con él todo se le había ido. Quedé sin respuesta a su divagación; y comencé a surcar con mis dedos los sutiles valles que la gubia de la vida repujó en su rostro, hasta acariciar con parsimonia su níveo pelo, el que, antes de disimular muchas soledades, era un entretejido de azabache. Acarició mi cara con la quietud de libélula temblona, y poco a poco se le fue borrando la sempiterna sonrisa; un prolongado suspiro como queriendo vaciar su pecho repleto de penas, con los ojos carentes del brillo que tuvieron siempre, y huérfanos de tantas lágrimas gastadas, clavados más allá del techo, te dirigió al verte sus últimas palabras.
-Dame la mano; que se me hace tarde y quiero llegar a ti sin perderme.
-Te vi allí; se destacaban tus brazos tendidos hacia ella, como los tuviste toda la vida, y tu aura angelical. Me regaló una mirada con la que vaciaba a borbotones su amor, y desapareció de ella la perpetua esperanza al devenirle un breve acceso de tos; aprecié que los dolores emocionales superaban a los de su cuerpo; y aunque yo presionaba sus manos en vano intento de retenerla, noté que se aflojaban las suyas; aquellas manos generosas, cinceladas por tantos rigores invernales, que mimaron toda mi vida; las que tantas veces enarbolaron pañuelos despidiéndote y muchas más abrazaron; y la santa, sin altares, se fue sin ruido; se dejó morir de amor, y la habitación se inundó con un penetrante olor a mar. Aquella que veló cada uno de tus sueños; la que traspasó el oscuro túnel de la vida el día que partiste, la que quedó con el alma mellada y una tristeza convertida en salobres lágrimas que acentuaba las bolsas de color púrpura bajo sus ojos. Ella: la que se convirtió en sobreviviente hasta que partió a tu encuentro tras ser zarandeada por las circunstancias; la que te llevó toda la vida dentro de un pecho que le dolía hasta cuando respiraba. Sé, abu, que fuiste el único, pues me di cuenta de que a su esposo lo quiso, como se quiere al amigo más íntimo; lo atendió respetándolo hasta el sacrificio, pues era un hombre bueno para ella y para el mundo; y se cuidaron con mucho cariño, pero a ti te amó –la diferencia que yo veo entre el “te quiero” y “te amo”, es que el segundo tiene añadido un toque de deseo-; fue tuya toda su vida y te lloró desconsolada. Quizá no lo supieras, aunque creo que eras consciente de ello. Te voy a narrar una escena entrañable que tengo grabada en mi mente: sabes que en verano íbamos mucho a la orilla de nuestro pequeño Amazonas. Si el estiaje reducía el caudal pasábamos, de piedra en piedra -me encantaba sentir bajo mis pies un crujir de guijarros semejante a la queja de los vencidos-, o mojándonos apenas los pies, hasta la chopera. Elsa tomaba asiento a la sombra generosa de un árbol grande y diferente de todos: el viejo olmo lo llamaba, y yo jugaba sola o con otros amigos que nos acompañaban. Sintonizaba su emisora preferida y se entretenía con la calceta; a la sombra, y con la cabeza apoyada en él quizá para percibir la savia que subía por aquel adorado tronco. A veces interrumpía su labor y escuchaba el rumor entre las hojas y un viento que propiciaba, con su connivencia, el roce sensual y las caricias entre ellas; o los trinos que, como mantos de caricias, algún ruiseñor enamorado dedicaba a su compañera. Como era su rincón mágico, acaso intuía que él eras tú y le hablaba -al pájaro lejano, o al aire salino que te abrazaba-, con un reprimido amor que la ausencia había fortificado. Un día, aunque miraba con una sombra de tristeza hacia la lejanía algo que sólo ella podía ver, advertí que deslizaba con suavidad la yema de sus dedos sobre los labios para encontrar, acaso, los besos del ayer con sabor a sal. ¿Reparaste, como yo, en ellos y en la hermosura de su cara? Fue una dama carismática, en toda la extensión de la palabra, sin dejar de ser hermosa y niña. Me dijo que la chopera era tuya, y que el olmo lo plantó tu padre el día que naciste, más como una ceremonia de amor que como un árbol que compartiera la vida contigo. Y que el sol, la lluvia, los vientos y las tormentas que soportó durante muchos años no consiguieron humillarlo; lo curtieron eso sí y lo demuestra su corteza resquebrajada; y ahí lo tienes, agregó: fuerte, alto y majestuoso.
-Es cierto, abuela, es diferente a los otros árboles –comenté.
Ella levantó la vista: adonde las huidizas ramas, acunadas por el viento, que se fundían con las errantes nubes; desde donde el caer de alguna hoja con su lento vaivén, emulaba a pájaros en continuo aleteo, y habló con voz trémula:
-Es un olmo, Marita. A su lado, comprendemos nuestra insignificancia; y además de altanero y señorial, es muy distinto a los otros árboles que lo rodean, que son chopos. Descuella como un halcón entre gavilanes, y como algunas personas en la vida misma, a manera de otro Olmo que destaca en la chopera de la radio.
Pasó mucho tiempo hasta que comprendí el total significado de aquella frase. Ciertamente es como un campanario vegetal que mira al cielo, de tronco robusto y derecho, y con el peculiar verdoso de sus hojas, algo canoso por el envés, y se distingue entre la marea verde esmeralda de los chopos. Un día la vi, desde lejos, fundida con él en mudo abrazo que duró una eternidad, y me extrañó, aunque no quise darle importancia. Llegué hasta allí; se dio la vuelta y al verle los ojos enrojecidos, le pregunté:
-Abu… ¿estás malita?, ¿te duele algo?
No contestó, pero noté que me había oído.
-Abu...
Negó con la cabeza, y carraspeó para disimular la mentira que pregonaría una voz quebrada, mirándome con aquella sonrisa triste y acuosa por el llanto que se esforzaba en ocultar.
-Un poco la barriga –se llevó la mano a ella para disimular su nunca olvidada pena-, quizá la comida me sentó mal. Volvamos a casa, mi amor; que es tarde.
Se atusó los cabellos y regresamos. Supe que no dijo la verdad ya que la inquieta mirada transmitía, con más fidelidad que su boca, el calor del rescoldo que perduraba en su pecho. De refilón observé unas marcas en la corteza del árbol. No les di importancia, pero intuí que sí la tenían, y otro día las observé aposta. Se adivinaba que una tosca C grande abrazaba a una redondeada E más pequeña, en mudo y evidente mensaje. Entendí su honda soledad, sin estar sola. A hurtadillas vi como clavaba las uñas en su falda mientras su mirada me mostraba una veta de tristeza, y llegué a comprender que tú eras su olmo y el resto sólo éramos chopos y que el mirarlo desde el suelo era un vehemente deseo de estar algún día allá arriba, contigo. Me mostró, hace mucho tiempo, un grueso y antiguo diccionario forrado con papel de periódico -que tenía debajo de la pesada plancha de carbón que siempre conocí, y que conservaré como una reliquia-, en el que atesoraba numerosas hojas secas. Cuando llega el suicidio otoñal de los árboles, y ceden la melena a la tierra para que teja una multicolor alfombra que el viento se encarga de barrer, cogía dos de tu olmo, las metía con delicadeza entre las páginas para prensarlas, y escribía en una etiqueta: Cosecha del año..., tal. Aquí están; ritualmente correlativos y sin que falte ninguno. Algunos atardeceres solitarios de aquellos inviernos, abría el libro y recontaba sus querencias; las acariciaba con los ojos derretidos en lágrimas, murmuraba unas palabras y lo cerraba. ¿Qué te diría?
-Son bellas cuando están verdes; y al declinar el verano se vuelven hermosas; es una forma de añadir, en lugar de quitar, hojas a los almanaques –comentó en una ocasión que rendía culto a tu persona para seguir viviendo de esperanzas.
Hace pocos días retiré el ajado forro del libro para ver las hermosas tapas de piel repujada-, y descubrí la descolorida fotografía de un joven marinero con el sello de un fotógrafo ambulante en el dorso; y diría que es pintiparado a tu hermano gemelo, aunque me parece que eras hijo único. Te podría mencionar cientos, qué digo cientos; miles de particularidades que observé durante mi vida que ratificarían, si no lo he hecho con esta muestra, el amor que te tuvo.
Suspira. Una ojeada al reloj. Sus nenes tardarían en despertarse. Y aunque de su pecho se escapaban mudos ayes, continuó su monólogo.
-Encontré alojamiento en alquiler. Un apartamento no mayor que una conejera. Trasladé algunos muebles; el Libro de Familia de mis padres, en el que no figuran los abuelos, ¿Será un error?; el sextante, varias brújulas y esa colección de artilugios marinos heredados cuyos nombres ignoro, conseguidos en tu porfiada persecución por mil países, y cuyas ocultas aventuras o desventuras no conoceré jamás, por quedar prendidas, e inaccesibles, en las alcayatas vacías de la historia; y otros pequeños objetos personales: tu pipa de espuma de mar; el pincel para pintar sonrisas, que dejaste aquí olvidado en un bolsillo de aquel guardapolvo de incierto color que te ponías para tus faenas; la estilográfica Montblanc con la que escribías en tu diario; el buda de jade con su eterna sonrisa; la bolsa con tus canicas de ágata, los prehistóricos patines, aquel joyero lacado que fue tu regalo al cumplir yo los cinco años; sí, el que aseguraste que estaba lleno de esperanzas, y yo recuperé de mi agujero secreto en el desván; -¿te acuerdas que en él que tenía guardado un precioso copo de nieve?-; el enorme acerico de terciopelo en forma de corazón plagado de alfileres con cabezas de colores, que ella coleccionaba, aunque media docena de alfileteros estuvieran vacíos, y la perpetuada caja de dulce de membrillo de Puente Genil atestada de botones –testigos mudos de fascinantes secretos, y de mil historias a las que di vida en mi niñez con una mezcla de curiosidad y sacrílego respeto-, corchetes e imperdibles, moldes de hoja de lata, para elaborar pastas con formas de estrellas y medias lunas; un huevo de madera, creo que de boj, o quizá de olivo, para zurcir calcetines, y otras menudencias. “Caja con más botones que en sotana de cura”, se puede leer, con letra redondilla, en la tapa. Una caja que Elsa heredó de su abuela, como un tesoro preservado para ella, y yo dejaré a mis hijos. ¡Ah!..., y el cofre repujado en el que guardaba el millón de cartas enmohecidas por el tiempo, y que nunca te envió, con las que suplía tu alejamiento; las que tampoco me atreví a abrir hasta ahora. Acércate un día y te las leo. Así que ayer por la tarde me disponía a llevar el cuadro y la plancha de carbón de mi bisabuela. Lo descolgué –no creí que éste pesara tanto-, y tuve una corazonada. Desde hace mucho presentía, sin que me importara, que tú no eras el abuelo postizo que me tocó en una rifa, ni el hombro en el que apoyé mis berrinches, ni el juguete tan sencillo que hasta el niño más pequeño sabe manejar, como creo que así definió a los abuelos un tal Levenson; y como ahora no podía vivir con esa incertidumbre tomé la decisión crucial: sacaría del dorso del cuadro las cajitas con los mechones de cabellos y pediría la prueba del ADN.
-Aquí los tengo, a mi lado, y con esa tecnología de punta, que tú tanto denostabas, se hará, viejo cascarrabias, y si es positiva, que lo será, te tiraré de los pelos otra vez; ten la certeza de que lo haré con ganas. Ignoraba, pobre de mí, que al desmontar la protección posterior y junto al pelo, encontraría un sobre lacrado y una carta de tu puño y letra que leo una vez más, ahora en voz alta para que sufras, como antes, con mi acongojada voz. Tiene la tinta corrida por mil lágrimas que vertí en ella desde anoche; otras que no pude derramar cayeron como lluvia esperanzadora sobre mi alma, y ablandarán, seguro, el nudo que oprime más mi alma, que mi pecho.
Tesoro mío:
-Siempre te referías a mí con este calificativo. Ahora ya sé por qué.
Espero que si esta carta llega a ti, que ha de llegar, disfrutes de buena salud en compañía de tus seres queridos.
-Eras distinto, raro a veces, un tímido multiuso que sacaba pecho, y muy tradicional. Casi siempre iniciabas tus cartas así.
Si tienes esta carta en tus manos, es señal de que supe enseñarte a leer entre líneas y tú comprendiste los mensajes que a lo largo de nuestra vida te fui dando. Hay un sobre lacrado que contiene algo muy preciado y que reservé toda mi vida para ti. Son doce brillantes muy valiosos; como podrás comprobar por los certificados IDE y la tasación refrendada por dos gemólogos. El documento adjunto, en inglés, demuestra que son de mi propiedad. Ahora son tuyos. Lo ratifica el escrito adjunto firmado ante notario, si tuvieras necesidad de demostrar su procedencia. Quédatelos si no necesitas su valor para algo urgente, aunque no dudes en vender alguno o todos, si ello te ayuda a salir de algún atolladero y es vital para ti y los tuyos. En este caso date cuenta de la fecha de la peritación, del valor de origen y entérate del valor actual. Haz números y tendrás la cifra aproximada que puedes obtener. Quédate con el cuadro, así estaremos juntos toda tu vida, y déjalo en herencia a tus hijos. Perviviremos junto a ellos. Cuéntales nuestra historia y haz hincapié en lo feliz que fui los últimos años en los que mi vida tuvo sentido y estuve más necesitado de ternura.
Te quise más que a las niñas de mis ojos, y te quiere.
El abuelo Chencho.
-Seguro que notas la alucinación, con una pizca de incredulidad, aún en mi cara –Marita seguía hablándole- y que ello te produce sonoras carcajadas, pero yo no río, si bien tampoco me quedan lágrimas para disfrazarlas de sonrisas, y con ellas desafiar a la tristeza, como tú me enseñaste. Asegurabas que la vida es un juego de juegos; y hay veces que se gana. Yo siempre creí en las posibilidades de tu magia, y la he encontrado, una vez más, con este truco tan real que me has montado, y que supera al del conejo que, que cansado de lo rutinario, es él quien saca a un mago de su chistera; esa prenda, aseverabas, que se coloca en la cabeza para proteger los chistes. Ya no tengo palabras. Sólo repetirte: gracias. Me regalaste a diario ingentes dosis de cariño, que amalgamabas con mil razones para vivir; tantas, que ni malgastándolas las acabaré en toda mi vida; me inculcaste la amistad y el amor a los demás, la necesidad de cumplir las obligaciones para disfrutar de los derechos y la repelencia a los modernos paraísos. ¡Ay, abu...! Si los jóvenes escucharan algo más a los abuelos: ¡cuantos traspiés evitarían y cuanto tendrían que comentar algún día con sus nietos!… Sigo leyendo...
Posdata-. Como supongo que estás intrigada, te voy a desvelar la rocambolesca procedencia de estas gemas:
En mi diario existe unas páginas en las que comento una cena con Xia Ling en una taberna del puerto, antes de mí partida. Léelo para no repetirlo. El relato sigue en unas páginas arrancadas que están detrás de este documento:
Dicen así:
... nos indicó que cerraban. Debíamos irnos; ella a su casa, yo a mi barco a descansar unas horas. Cerca de nuestra mesa una percha con los abrigos. Le ayudé a ponerse el suyo y me percaté que el mío no estaba; alguien sin querer o aposta lo había llevado, dejando otro. No había más. El dueño del local se deshacía en inclinaciones y disculpas. El buen paño había conocido mejores tiempos; la suciedad y su deterioro pregonaban haber sido testigo de mil batallas. Yo perdía en el cambio, aunque no podía andar con remilgos. Afuera una gélida llovizna y tanto mejor un gabán viejo y raquítico para espantar el frío, que nada, así que riéndonos lo enfundé como pude, y salimos.
Subí las solapas y metí las manos en los bolsillos, para resguardarlas de la ventisca o, quizá, para ver si había algo en ellos. Migas duras de pan y un botón. Paramos un taxi. Nos besamos en la puerta de su casa, prometiéndole una ausencia breve y sus lágrimas de despedida sabían al agua salobre de mi único naufragio en el que sufrí una situación dramática, cuando todos los vientos de todos los furiosos océanos convergieron allí, y a enfurecidos latigazos me arrastraban al fondo del mar. Monté en el taxi, de nuevo, con mi puño dando golpes en mi corazón, los ojos humedecidos, y la única compañía de una mueca de tristeza hasta llegar al barco. Aunque helado, apenas le di importancia al incidente.
Al día siguiente, ya en alta mar, lo doblaba para meterlo en una bolsa y así dejar libre una percha de mi taquilla por si, en alguna ocasión y previo el imprescindible paseo por la tintorería, lo aprovechaba algún compañero con menor talla. Noté cerca del dobladillo de la parte inferior algo duro al tacto. Intrigado lo descosí y mis atónitos ojos contemplaban una bolsita de seda con 19 piedras transparentes, que aparentaban ser cuarzo incoloro, el llamado cristal de roca, aunque nunca fui capaz de diferenciar una malaquita de un ojo de tigre, y me pareció raro que unos pedruscos tan vulgares estuvieran en semejante lugar. ¿Y si son diamantes en bruto?, una respuesta obvia: ¿cosidos debajo del forro de un abrigo ajado de alguien que frecuentaba una taberna del puerto? Absurdo. Miraba y remiraba las “gemas” confuso, y a medida que cavilaba en ello me parecía un despropósito guardar allí unos cuarzos sin valor. ¿Y si el que se llevó mi abrigo se dedicaba a substituirlo, distraídamente o aposta, por otro menos usado, y éste se lo había cambiado con anterioridad al dueño del tesoro? Como carecía de medios y sería imposible conocer la verdad y de encontrar a su dueño, las puse a buen recaudo para mejor ocasión. La duda persistía. No quise que nadie participara de mi hallazgo, conque la desilusión fuese mía ya era suficiente, sin tener que soportar las chuflas de mis compañeros. Así que al llegar a Ciudad del Cabo con una de ellas y fui a una lujosa –quiero decir lujuriosa- joyería para que: me tasaran aquel “diamante”. Si me decían que se trataba de un simple cuarzo, saldría decepcionado con “mi tesoro”..., y a otra cosa. Pero la vida nos depara, a veces, muchas sorpresas: -Señor, es un diamante de muy buena calidad. No demasiado grande, aunque un buen profesional obtendrá, con pericia, un bello ejemplar en talla brillante, o quizá de talla rosa. Mi jefe está ausente y lo esperamos el lunes. Si quiere venderlo estaríamos encantados en pagarle su justo valor. Intenté frenar mi asombro y apenas pude balbucir:
-De acuerdo. Les visitaré la próxima semana para ver si llegamos a un acuerdo.
No quiso cobrarme la consulta, y agradecido compré un colgante de oro para regalar a Xia Ling a mi vuelta. Henchido de un gozo indescriptible; ya que aunque pequeña, había alguna mediana y otras más grandes, y el conjunto debía tener mucho valor. Continué con mi silencio; tampoco estaba obligado a pregonarlo y esperé una ocasión que me llevara cerca de Ámsterdam, donde conocía a profesionales que me pudieran aconsejar.
Marita bebió un sorbo de agua y con su voz ronca y un nudo en la garganta continuó.
-Y, Abu, me dices, en hoja aparte:
Hasta ahí lo escrito en mi diario. Para resumir, te diré que esa ocasión llegó, en la bella ciudad de los mil canales tasaron las piezas, valoraron el tallado de todas ellas que pagué con alguna, vendí otras, y me quedé con el resto. Ahí están, son tuyas. Una tiene la talla Amberes –notarás que es diferente- y el resto talla brillante, que es la más clásica. Viajé durante varios años de lado a lado del planeta y recalé de nuevo en Shanghai. Pasé unos meses con Xia Ling mientras sopesaba la posibilidad de quedarme a vivir allí con ella, o reencontrar mis raíces. Tiraron más éstas. Le ofrecí una vida cómoda aquí. No aceptó; estuvo muy unida a sus padres. Allí estaban aunque fuera en espíritu.
-Quedáte, si quieres –me dijo con su innata expresividad y dulzura; aunque resignada-. Nunca pedí que cambiaras; ni quise saber qué me depararía el futuro; lo acepté y ya está. Sería contigo la mujer más feliz de la tierra, pero tienes adherencias ancestrales, y aunque lejos, siempre estarás a mi lado. El primer día que llegaste a mí, supe que ocultabas en tu bolsillo el pasaje de vuelta, y no me importó.
La sensatez de la frase era irrefutable. El platillo de la balanza de mi vida, con una abuela viuda y una criatura huérfana, pesaba mucho más que el otro en el que me miraba con los resplandecientes y oníricos ojos una chinita enamorada, que era cobertor para mis fríos, y agüita fresca para calmar mi sed; de dulces labios con la que para mí todos los días eran domingo y que hablaba castellano con acento porteño. ¿Te das cuenta, Marita, de que fue una mujer a la que amé con toda mi alma? Hubo otras, pocas, que pasaron sin dejar huella, quizá como esas nubes llenas de prisa. Me despedí de ella con infinita amargura y con la sensación que produce un tirón de esparadrapo en zona velluda. Le dejé un brillante de talla Amberes, similar al tuyo, con un trozo muy grande de mi corazón por los momentos felices que con la exquisita naturalidad oriental me hizo vivir durante periodos intermitentes. Y retorné a la tierra en que nací; a mi casa, a vuestro lado, adonde pertenezco, a lo mío. En la decisión tomada influyó fuertemente que ni tus padres, ni tu abuelo Carlos estaban. Sufrí dolencias íntimas al lavarme con sal y vinagre las heridas interiores, viendo una familia diezmada, tú creciendo y encantadora. A Elsa en su infortunio, resignada, valiente, y cargada con su cruz; haciendo de madre, de padre y de abuela; y el instinto me arrastró a cooperar en tu amparo. Y aunque al volver llegué a considerarme un intruso y tuve momentos en los que tuve serias dudas de si éste fue uno de los pasos más estúpidos de mi vida, y sería mejor dejarlo todo retornando a aquel país lejano en el que me esperaba el amor, pudieron más otros vínculos y decidí clavar aquí la estaca a la que continúa atada la cuerda de mi vida. Ya conoces el resto; vivo a vuestro lado desde entonces, y un par de veces al año hablo con Xia Ling, no carezco de nada, os tengo y soy muy feliz; más de lo que alguien me prometió misteriosamente hace muchos años si sabía captar su mensaje. Y creo haberlo captado. Pido a Dios que me de fuerzas durante el invierno que se avecina en mi vida, hasta que tú puedas valerte por ti misma.
Y eso es todo... Tesoro.
Marita parecía estar hipnotizada. Aparecían aquellos momentos que tantas veces vivió en su adolescencia cuando trepaba, más que subía, por la escalera de caracol de su fantasía hasta el País de los Deseos que no era tal, sino la atiborrada buhardilla en la casa de su abuela. Aquel era su mundo, su cielo y su infierno; se encerraba con alguna amiga y cabalgando a lomos de los sueños sacaban mucho jugo, con espontánea creatividad, a todo lo que allí se guardaba, vestían ropas típicas o en desuso, con una historia detrás y más polillas que olor a naftalina, tules y gasas, un deslucido tutú que recordaba la presencia de quién sabe quien; inventaban coronas con ajadas y sucias flores de tela, que las convertían en soberanas, o hadas con varita mágica incluida, incluso brujas pirujas, según la escena que tocara interpretar y que con el apoyo de la penumbra contribuía a acrecentar la magia del momento. Improvisaban todo delante del espejo de su tocador; un anticuado armario ropero de tres misteriosas lunas, que devolvían multiplicadas sus posturas, y al que le hacían la mágica consulta: Espejito, espejito, ¿Quién es la más bonita del reino? A veces devoraba, compulsiva, historietas, tebeos y cuentos; creaba héroes que vestía a su antojo para modificar las aventuras a su gusto, con buenos y malos por doquier; espantosos piratas y valerosos capitanes de barco que, sin darles cuartel, arrojaban a los temibles bucaneros hasta el fondo del mar tras feroces peleas. En otras eran ogros y perversas magas los que, con sus horribles sortilegios y maleficios, convertían en feas criaturas a las princesas más bellas del reino, hasta que como siempre, y casi al final, llegaba el hijo menor del rey y desbarataba los hechizos, castigaba a los malos y pedía en matrimonio la princesa que antes se escondía en el cuerpo de un sapo de aspecto no muy agradable. Discurría millones de peripecias llenas de fantasía, y en todas ellas, el protagonista, fuera capitán de barco, príncipe con bellos ropajes en impresionante castillo; bigotudo sheriff cual defensor de la ley, o espía emulando a Mortadelo, siempre tenía el rostro del abuelo, aunque en el último de los supuestos suponía elevar su imaginación al grado sumo. Y no digamos cuando enfocaba la mortecina bombilla hacia las telarañas del el rincón que proporcionaba un decorado idóneo para una barata película de terror. Ahora tenía delante la tozuda realidad: el cuadro, la tapa posterior, la carta y las gemas. Ni idea de su valor actual.
Se miró al espejo. Pómulos bastante hinchados y pestañas lagrimeadas eran las secuelas de la larga noche; notaba algo de fiebre, continuos estornudos y moqueo. Despeinada y con el esmalte de las uñas saltado, atendió a dos ángeles, aún dormidos y ajenos a lo que su madre pasaba. Ellos sí que eran su más preciado tesoro: Roberto y Anita, con apenas dos años. Estaba obligada a luchar por ellos puesto que la necesitaban, tanto o más que ella cuando precisó los cuidados de sus abuelos. Así que metió en el hueco del marco los mechones de pelo, atornilló la chapa posterior, y con un beso lo colgó de nuevo. Pervivía en el retrato aquella sonriente mirada tan tierna, algo sardónica e imperecedera, como recién estrenada, con la que se dirigía a todo el mundo.
Sus hijos habían despertado.
-¿Sabéis que vamos a hacer un viaje muy largote por el mar para visitar a vuestros abuelos Sara y Berto? Es una promesa; y las promesas hay que cumplirlas, salvo fuerza mayor, y aunque mi río no ha cambiado de curso, iréis conmigo para que conozcan a los nietos más angelicales que tienen. Les llevaremos una maceta con siemprevivas enraizadas en unos puñados de esta tierra labrada por el abuelo, y tan suya. No necesitan más. –Los niños, ensimismados, aplaudieron como siempre que su mami les narraba un cuento.
Llenó su cara de besos y al verla llorar, ahora de alegría, la imitaron en una escena digna del mejor melodrama.
El siguiente paso estaba decidido. Lo mismo que hizo el abuelo. Le hicieron tres tasaciones de algunos brillantes en diferentes joyerías de la capital, calculó lo que necesitaba, vendió nueve y pudo levantar la hipoteca.


















Seguía madrugando. Le gustaba despertarse muy temprano para despedir las últimas sombras de la noche y gozar de la alborada que apuntaba por el horizonte, donde la raya de la colina se fundía con el cielo.
En su vida lucía de nuevo el sol tras la horrible tormenta. Conectó la radio como todas las mañanas para escuchar las noticias, mientras se preparaba el primer café. Sonaba La taberna del Buda, precioso tema de sus ídolos.
...se escriben guiones, novelas negras, se escriben páginas de trucos y maneras... –tarareó con ellos, con los ojos clavados en su póster, al lado de otro de Sinatra que perteneció a su madre; y escucharla en aquel momento suponía la guinda que adornaba el pastel de su renovada felicidad. Nunca sabría el Grupo Café Quijano que en ella, una chica provinciana y anónima, tenían a una de sus fans más incondicionales.
-Menudo guión, abuelo; además de ser malabarista del lenguaje, vaya truco el tuyo, y qué juego de prestidigitación tan peculiar. ¡Aunque no se cumplieron todos los sueños que acariciaba en mi infancia!..., ¿Recuerdas que un día, hace un siglo, te pregunté si un barco costaba mucho dinero, y quedaste intrigado? Te diré que no pude conseguir cambiar el curso del río, ni comprar ese barco para cruzar el océano, pero he de ir allá lejos, a ver a mis padres. Lo necesito. La vida, se la debo a ellos; lo que soy: a Elsa, la de las eternas esperas, y a ti. ¡Y os he dado tan poco, por tanto!
Asimilaba pensativa los últimos acontecimientos. Cogió el dado y lo examinó picada por la curiosidad y con el deseo irreprimible de desentrañar su secreto. Ni siquiera decoraba, sólo su abuelo pudo imaginar y descubrir que algo misterioso se escondía en su interior. Las vivencias que acaba de leer la arrastraron a lugares lejanos e ignotos, con situaciones asombrosas, involucrada con personajes cuanto menos sorprendentes: Budas, barcos, mares, tabernas, chinos... Muy dentro de ella germinaba la idea de viajar hasta ese inmenso país que él disfrutó; adentrarse en su cultura y, si fuera posible, conocer a Xia Ling, para compartir con ella el secreto del cual había estado ignorante y del que, sin saberlo, había sido protagonista en algunas ocasiones, y deleitarse con momentos que quizá sólo ella pudiera referirle. No en vano Elsa, Sara, Xia Ling y ella misma, fueron las cuatro mujeres que, como los cuatro vértices del dado, giraron y giraron, sobre el pivote de una base a la que llamaban Chencho.
En algún lugar estaría anotado el número de su teléfono, y se dedicó a buscarlo. Tarea infructuosa; sólo encontró varias cartas y tarjetas de felicitación, en las que figuraba su dirección postal; por tanto tendría que escribirle. Y como siempre aparece lo que no se busca; en la contraportada del diario, había un número que se iniciaba con 86, el indicativo internacional de China. ¡Con qué alegría lo marcó! Sonó varias veces sin que nadie respondiera, y la euforia se convirtió en decepción, llena de zozobra al pensar que ella pudiera haber fallecido. Colgó preocupada.
-Quizá marqué mal.
Lo repitió con más atención. Y lo mismo; silencio absoluto.
-Uff. ¿Qué hago?
Agotaría todas las posibilidades para intentar dar con su paradero. Tampoco tenía prisa. Aunque sí muchos deseos.
Sonó el teléfono mientras desayunaba al día siguiente. Respuesta ininteligible con voz femenina.
-¿Hola…?
-¡Hola!, ¿eres Marita?, soy Xia Ling...
-¡No es..., no es posible!, ¿de veras eres Xia Ling?, pero..., si yo..., ayer – tartamudeaba.
-Claro que lo soy. Tranquila, nena; mucho gusto hablar contigo, y te explico. Al llegar a casa tenía registrada una llamada de ese número, y aunque habíamos acordado una determinada hora para hablarnos, no quise hacerlo en aquel momento ya que ahí sería de noche, por eso hablo ahora. ¿Está Cheng levantado?
-El abuelo..., el abuelo..., ha... –no pudo acabar. Prorrumpió en sollozos desgarradores, mientras en ojos al otro lado del hilo brotaba una cascada silenciosa de agua salobre.
Marita, entre hipos, gemidos y medias palabras le informó que unos meses atrás él se había ido de una tierra en la que su ternura ya no cabía. Que se cansó de soportar una vieja dolencia que ni el trabajo, ni un buen humor que se dulcificó, si eso fue posible, con la vejez; ni las manos que le cuidaron en el hospital –el gran acumulador de las miserias humanas, antes de que terminen en el albañal, decía él-, produjeran el milagro de que se quedara. Le habló del cariño conque siempre recordaba un amor allá en China, con la que compartió unos años cuajados de emociones e inenarrables experiencias, las cuales nunca y a nadie ocultó; del que les dio a Elsa y a ella misma; del diario en el que había volcado sus sensaciones y anhelos; del viejo olmo; de su retrato... En poco más de media hora la puso al corriente de los últimos años que pasó con ellas, de tantos atardeceres que compartieron, de las caricias que recibió de un constructor de sueños... Xia Ling apenas pronunció una palabra; se limitaba a escuchar el relato con la atención que se presta cuando no se desea perder ni una coma.
-Fue un ser irrepetible –continuó- que, mordiendo desconsuelos, se entregó con generosidad a todo el mundo y, especialmente a nosotras: a ti, a Elsa y a mí. Supo renunciar a un amor, pues intuyó la necesidad de regresar a sus orígenes para contribuir a la felicidad de una huerfanita sin que, por ello, mermase el cariño que te profesaba y del que me habló en numerosas ocasiones con una idolatría que a duras penas podía disimular. Estoy acariciando la idea de ir en tu busca para conocerte, y contarte las vivencias que de ninguna manera se pueden relatar en una hora; y todavía no he descartado la posibilidad de ese viaje. Celebro, Xia, que me hayas llamado y te pido perdón por no haberte comunicado antes este triste desenlace.
A grandes rasgos continuó con la historia más emocionante de su vida.
-No te preocupes –al fin Xia Ling pudo hilar dos palabras seguidas-. No tienes que excusarte de nada, quizá yo sí. Nos une algo tan bello que te considero, si lo permites, la hija que nunca tuve, o quizá una nieta. Y en cuanto al viaje que me indicas, creo que sería muy penoso con dos criaturas tan pequeñas. Son muchas horas de avión y prefiero ir a yo a verte, si no te parece mal. En alguna ocasión me propuso irme con él a vivir ahí o a otra capital española y, aunque no pude aceptar, le prometí una visita en mi vejez, y ya lo soy; jubilada y sola, y quiero conocerte pagándole esa deuda; pisar la tierra que él pisó y dar un abrazo al viejo olmo. Te llamaría pronto; piensa entretanto tu decisión al respecto.
-Aún eres más encantadora de lo que él aseguraba. Nada que pensar, aquí tienes su casa, que es tu casa. Ven, sin obligarte a un rápido regreso, estoy segura que has de disfrutar con todo lo suyo, de sus fotos, con su etérea presencia y me harás feliz.
-OK. Estaremos en contacto y te avisaré indicándote el día y la hora de mi llegada. Arribaré con mi amor, y el acento porteño que a él tanto lo agradaba, como único equipaje.
-El amor lo presiento, y tu acento lo noto, así que de acuerdo, Xia. Quiero darte también mi cariño. Cuídate y ven pronto. Te quiero.
-Yo también te quiero. Por él supe durante estos años tanto de ti; y de toda tu vida que te he querido siempre. En una de sus últimas cartas se palpaba un sufrimiento latente por el paso que diste al casarte. Ya la leerás. Un beso muy fuerte, Marita. Y hasta pronto.
-El mío para ti, cielo, y te vuelvo a repetir: cuídate mucho, que te necesito. Eres lo único que me queda de ese antes tan cercano.


El corazón de Marita bombeaba la sangre con una fuerza inusitada, al divisarla desde el amplio terminal.
-¿Xia Ling?...
-¿Marita?...
Fundidas en un abrazo interminable que sólo quien ha perdido algo íntimo puede dar; y después se miraban con ansia.
-¡Sos encantadora, Marita, Mucho más de lo que yo me figuraba! –la cogió del brazo apretándola contra ella, en tanto llegaba el equipaje.
-Tú sí que lo eres.
-No. No creas. Tengo una edad que no necesita halagos. Mira mi cara llena de arrugas. ¿Qué digo?, si es una arruga. ¿No se parece a un viejo pergamino al que se le evaporó la humedad con excesiva rapidez?
-Todos llegaríamos, si pudiésemos, a tu edad. Predomina en ti la dulzura que irradias, y tienes el empaque de lo que eres, de una dama; y eso es lo más importante.
-Los años nos convierten en un torrente de reminiscencias, y aunque mi cáscara daría mucho trabajo a un taxidermista, el interior es el de una niña. Es cierto. Vos tenés, además de la belleza, el don sublime de la juventud.
Durante una quincena se quitaban la palabra de la boca, intercambiaron momentos inolvidables saboreando juntas la delicia de las charlas sobre el único tema que, por ahora, llenaba su vida. Contemplaron más de una docena de álbumes con instantáneas cronológicamente colocadas, con algún comentario al pié; intercambiaron vivencias en las que él era indiscutible protagonista; ensamblándolas y tratando de completar el puzzle de su vida. Era mágico el simple tacto de las tapas un diario que las transportaron a momentos emocionales inolvidables, leyeron pasajes del mismo en los que Xia Ling añadía notas personales a situaciones que él describía y dedicaba especial atención a todo lo que concernía a la cajita. Xia Ling quedó con la única duda de si todo lo descrito era fruto del misterioso esoterismo que él decía observar en su país, aunque al tenerla en sus manos y leer algo de los periódicos que tenía pegados, notó un ligero temblor. Y no de frío, así que prefirió evitar cualquier comentario. Recordó la visita al bazar del Fu Man Chú, como él lo apodó, y la palidez de su cara al ver el retrato que de su padre fallecido le mostró el propietario. Se recreó con el relato de la escena en el restaurante portuario, la burla del grupo de comensales de aquella mesa, y las numerosas anécdotas en los años compartidos.
Marita intrigada por unas fotos pegadas en el diario y enmarcadas con unas orlas muy originales, sugirió a Xia Ling leer el pasaje para comentarlo después. Xia la animó sin que se notase la conmoción que ello le causaba.
Decía así:
Estas fotografías están impregnadas de singularidades por lo menos curiosas. Paseábamos en bicicleta Xia Ling y yo por las afueras de la gran urbe cuando la rueda trasera de la suya pinchó.
-No te aflijas, Chen –me dijo al verme la cara-, en menos de quince minutos encontramos alguien que la repare.
Le contesté con una mueca de incredulidad, pues barruntaba que el regreso sería harto dificultoso y lento; ella dibujó una sonrisa mágica que provocó un dúo de carcajadas, hasta que notó que provocábamos un espectáculo gratuito. Sin embargo me agarré a su esperanza y se materializó el milagro: al doblar una esquina, topamos con un tenderete, bajo una lona sujeta a la pared de la casa, que servía de parasol, o de paraguas, según petase, en el que estaban: un varón arreglando el pedal de una bici, y otro señor con un rostro idéntico, aunque muy delgado, -con un delantal de cuero que exhibía las decenas de años de uso-, reparando un zapato, metido en una bigornia antediluviana y a su lado el instrumental heredado de otras generaciones, incluida una enorme piedra de afilar, que encastrada en un artilugio a modo de pedal transmitía el movimiento circular que la faena necesitaba. También un anciano con la mirada vigilante sobre dos niños y una niña, como de nueve o diez años, que siguiendo instrucciones del maestro copiaban pinturas chinas, y mejoraban la caligrafía de esa escritura tan misteriosa para nosotros.
-Fue así –interrumpió Xia Ling-. Pervive en mi memoria esta escena: habíamos comprado exquisitos melocotones a una señora que, sentada a la orilla de la carretera, amamantaba a su bebé bajo la protectora sombra de un árbol. Tenía, en un remolque, varias cestas de frutas recién recogidas. Ella, pudorosa al ver que nos apeábamos de las bicicletas, tapó su pecho y parte de la cara del niño con un pañuelo, y nos sirvió la mercancía sin que éste dejase de succionar con gemidos, no sé si de satisfacción o de hambre. Cheng le dejó unas monedas sobrantes y ella se deshizo en gestos de agradecimiento. Él no quiso romper el encanto con una foto, aunque adiviné que era aquella una de sus estampas preferidas. Pero sigue leyendo Marita... – Comentó, con las últimas palabras vencidas por la emoción.
Se cumplió el pronóstico de Xia, y tras breve espera el operario se puso a desmontar su rueda. Llego una dama de mediana edad, y con la simple solicitud al zapatero, éste le proporcionó una silla y un par de zapatillas multicolores, para una espera más cómoda. Dejó su tarea –tenía preferencia el cliente que llegaba con prisa, y por eso la tarifa era ligeramente superior- y procedió a coser uno de aquellos zapatitos azulados. Tomé varias fotos de la irrepetible escena que, espolvoreada con una generosa dosis de curiosidad, se me ofrecía, y me entretuvo después una charla, previa traducción, con el maestro de los niños. Así supe que él dictaba poemas -de Li Bai, creo recordar- para que sus alumnos los transcribieran sobre papel común, o sobre papel de arroz cuando éstos tenían la práctica suficiente, ya que en este soporte no se permite ninguna corrección. Era evidente, por los sonidos apenas perceptibles y el pausado movimiento de sus labios, que eran acompañados por otros de sus cabezas de arriba abajo, que leían con cierta dificultad, algo demasiado lógico para un extranjero como yo, y no debía serlo para el profesor, ya que les pronunciaba palabras que ellos repetían hasta que, a su juicio, las pronunciaban con el énfasis idóneo.
Supe que el zapatero: “el que se moja menos cuando llueve” era su hijo, y el “fontanero de las bicicletas” –traducción exacta de Xia-, su nieto. Irrumpió, poco después, para completar la escena, la esposa, madre y abuela: una encantadora dama con una sonrisa que, aunque mostraba sin recato los dientes con algunas malformaciones, irradiaba la simpatía necesaria para licuar en décimas de segundo un cubito de hielo. Con vestimenta tradicional, y tocada con un típico gorrito bordado que semejaba a un fez, caminaba hacia nosotros con esos pasitos rápidos y cortos, que sólo las indígenas saben bordar. Era portadora de una bandeja de bambú y sobre el pañito de su fondo sobresalían una docena de pastelitos elaborados con pasta de cacahuetes machacados -el olor lo denunciaba-, extendida con rodillo sobre una base de azúcar, y que cortada en rectángulos sirvieron de envoltorio sobre algo que parecían ser cabellos de ángel. Dicharachera en su jerga, y con esa amabilidad oriental que deberíamos copiar los foráneos en muchas ocasiones, nos ofreció –primero a mí, que al declinar en favor de Xia, me di cuenta de que en aquella escena que definiría curiosa, lo era, sin duda alguna, y mucho más para ellos que para mí, pues lo único peculiar era mi presencia-, aquellos manjares caseros, tradicionales y muy sabrosos. De una jarra rebosante de zumo de naranjas llenó un vaso para cada uno de los presentes, incluida, obviamente, la cliente de los zapatos azules; y, como colofón, nosotros sacamos unos melocotones, comprados momentos, antes que aportamos como postre a un rato de agradable charla.
Puntualizaré que todos los asistentes, niños incluidos, menos Xia Ling que actuaba de protagonista y de enlace entre ambas culturas, presentábamos la mas genuina cara de asombro que nadie pueda imaginar. Era tarde y debíamos irnos, pero siempre surge algún imprevisto que trastoca los planes. Al salir de la casa el patriarca nos sorprendió tocando a muestras espaldas un erhu. Que digo tocando: al acariciar las dos cuerdas del viejo aparato hacía brotar vibraciones que emulaban a los trinos de pájaros, entremezclados con los murmullos del agua al chorrear entre las piedras, y hasta con los silbidos furiosos del viento. Supe después que esta embriaguez musical anunciaba llantos por una despedida momentánea y llegaba al final con un vibrante canto a la esperanza de otro gozoso encuentro. Era digno de contemplar el transfigurado rostro de Xia Ling que, con los ojos cerrados, se movía con gestos teatrales durante unos segundos que se me antojaron una eternidad; y era tal su emoción que tuvo necesidad de sentarse; al terminar, y con una voz que no reconocí, rogó permiso para, con el mismo instrumento, expresarles su gratitud. Y con las mejores frases de su rico vocabulario no hubiera llegado a trasmitir mejor la cortesía y el reconocimiento, que con las sublimes resonancias arrancadas al instrumento musical, y fui testigo de que los ecos llegaban en un vuelo directo a las almas al venerable anciano y familia, las cuales se desbordaban licuadas por sus ojos. Incluidos la de este narrador.
Había caído la noche, y los anfitriones pusieron la guinda invitándonos a pernoctar en su humilde y limpia morada. Cambiamos un gesto, Xia Ling accedió y, para no alargar este relato, al amanecer, tras saborear un desayuno con deliciosas galletas de sésamo, y otros manjares caseros tan tradicionales que no sabría darles nombre, emprendimos el regreso con promesa de volver.
Y la cumplimos; en varias ocasiones.
Marita cerró el diario depositando un beso húmedo de lágrimas en la portada, y se fundió a Xia Ling en un mudo y largo abrazo, que era más expresivo que mil palabras.
En días posteriores continuaron con la lectura de aquel diario sagrado, y llegaron al:
EPÍLOGO: Acabo de llegar con la frente, que broncearon todos los soles del mundo, perlada de sudor, y la lentitud acomodada en mis desencoladas piernas, del que antes era un paseo refrescante sobre las huellas intactas del anterior y hoy es una caminata galbanosa hasta la chopera. Me embriagué con los árboles que, al estar perdiendo la batalla anual, arrojan su hojarasca otoñal en brazos del viento hasta mostrar su lujuriosa desnudez, y sus ramas clamarán, al cielo durante un largo invierno, la esperanza de otra primavera. Traigo un buen puñado de hojas decoloradas de ese olmo que ya ha visto demasiados atardeceres repletos de complicidades. Durante el trayecto, que aunque es llano se me hizo un poco cuesta arriba, debido a que mi agilidad está en cautiverio y la flojera me visita con demasiada frecuencia, pasé admirando esos paisajes que tanto quise y sigo queriendo; y, a pesar de que aún me emociono con Sinatra, o la Piaf, he tarareado inoportunamente: “Caminito que el tiempo ha borrado, que juntos un día nos viste pasar; he venido por última vez, he venido a contarte mi mal…” ¿Será un presagio? Y es que en el recorrido por la vida, tras las innumerables sorpresas que ésta me deparó al doblar cualquier recodo, fui dejando pedazos del alma, aunque ésta sigue indemne, ya que se regeneró como los rabos de las lagartijas. No sé; quizá debí recitar con la anuencia de Machado: ... y al volver la vista atrás se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar; y es que, a fin de cuentas, en ese invisible reloj de arena está cayendo, con poca pereza, el último chorro de la prórroga que me concedió el tiempo hace mil años, y da comienzo la apoteosis de la representación que en este teatro viví día a día. Antes fui espectador desde la grada general -nunca con la ostentación que se atribuyen quienes la ven desde palcos o plateas doradas con purpurina-, y ahora protagonista. Predominaron en ella algunos momentos espectaculares e inolvidables, trufados con alguna toma falsa, y al mirar hacia arriba veo que irremediablemente cae el telón con lentitud, y aprovecho para despedirme con un:
-Perdonen las molestias.
Al escapar de puntillas hacia las bambalinas siento el rechinar de las tablas del escenario; y la fuerte sensación de pánico escénico me obliga a ignorar los numerosos siseos y los cinco o seis pares de manos que “estallan” con tímidos aplausos –nunca esperé una ovación-, desde el ralo patio de butacas. Y así estoy: ligero de equipaje, puesto que ya tengo aviada la vieja maleta de lona marrón que me acompañó en mi singladura, y con un pie sobre la pasarela de embarque ya que me toca emprender un viaje -el gran viaje, aunque me apeo en la próxima-, para el cual no necesito nada más: ni cartas de navegación, ni brújula, ni sextante; tal es así que adonde voy ni siquiera exigen pasaporte. Vaciaré la mochila del alma y abandonaré, en el primer fielato: el manoseado mapa de mis viajes, y toda la ansiedad de los sueños inalcanzados por este iluso idealista, unos por desgana y otros por falta de oportunidades; sin embargo la llevaré ahíta del incorpóreo amor con el que vosotras, las tres, empapasteis de felicidad, día a día, a este corazón afortunado durante los años que duró la gloria de acompañaros, y que yo, lo confieso sin pudor, he atesorado con avaricia. Albergaré, del mismo modo en ella, la luz de muchos amaneceres, el encanto de efímeros eclipses, el salitre de millones de mareas; y enredadas entre todo, y sin ocupar espacio, las transparentes e ingrávidas pompas de jabón que Marita -aquella niña que el tiempo, inexorable, convertía en mujer y a mí me transmutaba en niño- no atrapó, aunque las siguiera con los ojos dilatados por la curiosidad, en la sinuosa huida hacia las estrellas. En algún repliegue, y muy al fondo, se palpará: la colección de buenos instantes salvados de mis naufragios, que también los hubo, y que dejaron huellas como grafittis indelebles; alguna ilusión sin cumplir: nunca, por ejemplo, encesté una canasta de tres puntos; no escalé el K2, ni siquiera un cinco mil; ni tampoco conseguí obtener el blanco, mezclando pigmentos con los siete colores del arco iris, como aseguran que es posible. ¿O se logra combinando a partes iguales los tres colores primarios...?, bueno, ¡qué más da...! Está todo dicho; siento que el frío acecha a este cuerpo atardecido, así que cierro, signando después del punto final, como Dios manda, en este rimbombante: “Cuaderno de Bitácora” que estrené, creo, hace siglos. Os quiero. Quedad con Él.
Posdata.- A ti, Colás, sólo decirte que prefiero que no me acompañes en este itinerario sin bifurcaciones, pues he de recorrerlo solo, y me apeo en la próxima. Me conformo conque allá encuentre, aunque sea ardua la tarea, un amigo como tú con el que pueda compartir esas pequeñas cosas que contribuyeron a que vivir valiera la pena; que pueda recorrer con él otras veredas, y enseñarle cárdenos atardeceres, hasta que llegues y podamos abrazarnos otra vez. Y hazme el favor de no apresurarte; compañero del alma, compañero, que dijo el poeta.


















































Hollaron las calles y travesías en las que se mantenían las huellas de sus pisadas para quien supiera verlas y, para los oídos amigos, los ecos de sus madreñas sobre el adoquinado, hasta que llegaron a la chopera, ahora talada, en la que persistía erguido el olmo. Pusieron al pié un ramo de humildes margaritas y con las manos enlazadas rodearon en íntimo abrazo el tronco del viejo árbol; después tragaron amargas lágrimas al hincar los dedos en la tierra impregnada con sus cenizas. Marita tocó algo en una oquedad; y sacó una tira de tela con la frase más bella que alguien bordó a punto de cruz: Os amo.
-Fíjate, Xia, hasta donde llegó el amor que mi abuela nos tuvo. Ni en cien vidas podría pagárselo –balbuceó entre hipo e hipo.
-No te sientas culpable, preciosa. Tengo la seguridad de que ellos, contigo, se consideraron felices y orgullosos.
-Yo lo estoy ahora con tu presencia, Xia –a duras penas podía hilar la frase sin sollozar.
-¿Sabés que acá no me siento extraña? Ponía tanta entusiasmo al hablarme de su tierra que tengo la sensación de haber estado aquí con él; y que, en cualquier momento, lo voy a ver aparecer caminando hacia nosotras.
-Es que no eres extraña –Marita la abrazó-, formas parte de todo esto. ¿Reparas en cuánto te quieren los niños?
Xia Ling estaba encantada con los hijos de Marita, tanto que no le importaría ejercer de abuela, así que se atrevió a responder:
-Mira, Marita: yo en Shangai tengo todo y no tengo nada. Deja que te explique: –siguió al ver la interrogación en la cara de su amiga- Allí está mí casa, la tumba de mis padres y mis raíces, aunque nada real a lo que agarrarme. Aquí se enlaza el pasado con mi presente, y, al conoceros, siento la necesidad de vivir no sólo de añoranzas, sino de realidades, y la mía, ahora y en lo sucesivo, eres tú y esas dos criaturas. Si permitieses quedarme cerca de vosotros sería inmensamente feliz. No tengo problemas económicos y puedo alquilar, o comprar, un apartamento próximo a tu casa y sería amah de tus hijos si a causa de tu trabajo tuvieras necesidad de ello, sin interferir nada en tu vida privada, ejerciendo de vecina, de amiga tuya, incluso de confidente y abuela pegadiza con una sola condición: que cuándo muera esparzas mis cenizas, junto a las suyas, al pie del viejo olmo. Quiero compartir a su lado todos los momentos felices que me regaló, y así cumplo la promesa que nos hicimos con el último beso, de volver a encontrarnos.
No quiso interrumpirla. Sus palabras hicieron que afluyera otro torrente de lágrimas silenciosas que, aunque amargas, vaciaban su alma de dolores y cansancios, para comenzar a inundarse de serenidad.
-Creo, Xia Ling, que además de los misterios que el abuelo nos reveló, existe otro: el de la telepatía. Nada de vivienda. Esta casa, que aún huele a él, es tuya. ¡Quédate!..., ¡por favor!; y dime: ¿qué es una amah?
-Quiere decir niñera, en chino. Ellos tienen la edad ideal para aprender mi idioma, que yo les enseñaría gustosa.
-Amah..., amah. Qué palabra más bella, rezuma amor, a henchir vacíos con entrega desinteresada, que es su esencia. Ya lo eres; y nunca, ni en un siglo, podría pagarte lo que me ofreces. Presiento que los años y tu roce con el abuelo, sirvieron para que añadieras a tu bondad parte de la que él vertía. Y que cuando volvió estaba contagiado de la tuya. Te quiero Xia.
Se fundieron en un abrazo. Y lloraron. Mucho.
Al poco rato Xia Ling concluyó, muy serena:
-Retorno a China, y en menos de un mes estaré para siempre a tu lado. Y hemos de prometer, ahora mismo, que estas lágrimas serán las últimas que derramemos. Olvidémonos de imágenes que perviven sólo en amarillentas fotografías, y vivamos con la esperanza del reencuentro.
Marita quedó confortada. El telón se estaba alzando otra vez y quedaban varios actos para el aplauso final. La veteranía de una actriz secundaria acaba de convertirla en protagonista.
Xia Ling, hizo una visita al bazar de Fu Man Chú -se había apropiado del apodo con el que Chencho lo bautizó-, y tuvo un cambio de impresiones con el hijo del pseudo personaje de película. Hablaba él de su padre con devoción filial y mística. Supo que dedicó su dilatada vida a estudiar la vasta cultura de su país, codeándose con otros reputados investigadores, de cuyas relaciones había dejado numerosa correspondencia y legajos que, algún día, servirían para que otras generaciones conocieran sus hallazgos.
-Mi padre –continuó el interlocutor- buscó con ahínco por todo el país piezas interesantes, rescatándolas de siglos de olvido, del deterioro y de la posible destrucción, pagó por ellas, bien para donarlas a diversos museos, consciente de que podrían convertirse en un acervo histórico y de consulta para nuevas generaciones, y para su bazar sólo las que aparentemente carecían de ese valor histórico. Aquí las vendían mi madre, mi tía, y en ocasiones él, hasta que ellas mayores y yo adolescente tomé las riendas del negocio, sin la posibilidad de reponer algún artículo de cierta antigüedad. A veces le pedían consejo y a todos complacía añadiendo algunas palabras de afecto; intentaba guiarlos para que tomasen las mejores decisiones que les condujeran a las metas que se habían marcado; o los disuadía si veía que no tenían aptitudes o éstas no eran las más convenientes. Son muchas las personas que, agradecidas, pueden corroborar mis palabras.
-Fantástico, gracias. Voy encantada con su relato y hubiera dado años de mi vida por haber tenido la oportunidad de hablar con él.
-Estoy seguro de ello. Con las primeras palabras se ganaba a la gente. Buen conversador, siempre con la frase amable para cualquier persona y por ello carecía de enemigos.
Xia ling repitió su agradecimiento y salió algo confundida.
-Ojala hubiera traído la cajita. Alguno de los amigos de mi padre podría haberme dado su opinión. Aunque si Chencho quiso que nadie participara de su secreto, no seré yo quien rompa esa decisión –dos jovencitas la miraron extrañadas y Xia Ling notó que hablaba sola. Algo sonrojada, intentó disimular.
Telefoneó a Marita diciéndole que en diez días estaría a su lado.
-Todo se ha solucionado a plena satisfacción, y tengo un pie en el estribo.
Marita colgó muy satisfecha. Jugaba distraída con el dado; el sólo hecho de tenerlo en sus manos le proporcionaba una mágica sensación, y se preguntó qué misterio encerraba. ¿Puedo? Preguntó al retrato; y el abuelo asintió con la cabeza.
Con los ojos clavados en él, curiosa y expectante lo giró por primera vez.
Se detuvo. Y nada. O su olfato estaba atrofiado, o acaso otra broma del abuelo.
O quizá no.
Se acercó a la repisa de la chimenea para dejarla al lado del sextante y notó que emanaba de él un leve aroma. Cerró los ojos sin poder asociarlo, aunque tras un momento de duda lo reconoció; un olor muy familiar se percibía al acercarse al lienzo, ni desagradable ni atrayente: el de la ropa que el abuelo tenía para trabajar en la huerta.
Si lo añoraba, lo giraba, con los ojos cerrados, una o varias veces al día, aspiraba el inconfundible aroma y hablaba con el viejo gruñón que seguía sentado en su sillón preferido.
-¿Te parece bien que venga Xia Ling?, ¿juegas ahí al mus con el abuelo Carlos?, ¿aún reñís?, ¿hay bellos paisajes para plasmar en tus lienzos en ese cielo al que perteneces?, ¿con molinos y árboles?, ¿hay olmos?, ¿se devanan amaneceres como aquí abajo?, ¿a qué juegan los niños?, ¿vuelan cometas? Cuídate, abu –hace tiempo que no besaba este diminutivo-, cuida a Elsa, a Carlos, a Sara, a Berto –nunca les dije: mamá: te quiero; papá: te quiero-, y guárdame un sitio; aunque si no lo hay, no importa. Cuando llegue, que lo haré, sino esta vida aquí no tendría sentido, disfrazada de caramelo de menta te daré, riendo entre lágrimas, otro beso esquimal y pegajoso; llegaré con los deberes hechos y, quizás, con mis sueños encanecidos; me asiré a tu mano para que no me sueltes nunca más. Ardo en deseos de recibir tus magias, tu calor y, hecha un ovillo, dormitar en tu regazo mecida por los latidos de tus adentros, como hacía antaño, para que contemples mis sueños, y pueda esconder mis penas. Quiero que me sigas acariciando el alma y regalando abrazos; que me invites de nuevo a tu infancia, puesto que nunca olvidaste el habla de los niños, y sigas tejiendo en tu telar interior con tramas y urdimbres del peculiar cromatismo que acentuaron los cálidos colores: aquellos cuentos henchidos de imágenes de príncipes encantados que raptaste en tu larga existencia, con los que me deleitabas, que abrigaban mi alma y que no murieron contigo. Y acaso me revelarás el lugar secreto en el que guarda los dientes el ratoncito Pérez; ¿recuerdas esa promesa? Y no me digas otra vez que no existe, ya sabes que sigo siendo tu testadura. ¡Tenemos, abu, aún tantas historias por compartir! Una sonrisa embellece a la niña más fea, me dijiste algún día. ¿Sabes que siempre sonrío, aún entre lágrimas, como tú me enseñaste? ¿Que muchas veces sueño, hasta cuando estoy dormida? ¿Qué llevaré la cajita china lacada que recibí de ti como regalo al cumplir los cinco años; sí, hombre, la que acariciaba como un fetiche para espantar mis miedos, y en la que guardé, además de tu voz, unos copos de nieve para que la flor de loto de la tapa no se marchitase, junto a la estrella que me bajaste…, a que sí te acuerdas de ella, y la cual abriré para que tus amigos alucinen con la blancura de la nieve que cae desde allí a la tierra, y que ahí arriba no conocen? Tengo dos, aún pequeños, asuntos que solventar que me tendrán ocupada varios años, pero cuando pase ese tiempo y me crezcan las alas, si no me prestas las tuyas, no he de faltar a la cita del encuentro eterno, te lo prometo. Diré adiós, antes, a mucha gente que te quiso y que me quiere, y voy a reencontrarte ahí, donde el antes se transforma en ahora, donde el tic-tac de los relojes no mueve las saetas; donde es obvio que las escaleras son innecesarias y las que hay no tienen peldaños; ahí donde no existe el dolor; ni ayeres caducados o mañanas sin estrenar; en ese mar en el que las sombras se convierten en luz, sobre el que ahora, dejándote llevar por los Alisios, aleteas acompañando a unas gaviotas que pintan amaneceres con trazos blancos sobre un fondo acuarelado azul ultramar –al que yo añadiría unos toques de verde esperanza, quiero decir verde esmeralda-, y en el que todavía se escucha el efecto mágico de las sirenas que buscan a Ulises atraídas por su canto, ¿o es al revés? Necesito que te acuerdes de mis abrazos y amontonaré en las mejillas de mis padres todos los besos, nunca olvidados, que me dieron. Supo una semana después, con el 99% de probabilidades, que el abuelo fue su abuelo.
-Te involucraste, renunciando a tus quimeras, en un sagrado compromiso al que obliga la llamada de la sangre hasta el instante que aparentaste irte como si fuera otro de tus trucos, más sabes bien que nadie se va eternamente, y que los vínculos con su espíritu inmortal no se rompen mientras haya alguien que los ame. De alguna manera estás presente; y por eso mis ojos seguirán fijos en ese camino, y, cuando el sonido de tus pasos rompa el silencio, sabré que regresas de tu cotidiano paseo; y así me sumergiré en el ayer de tu estimulante presencia, mientras que, más allá de cualquier distancia o tiempo, me dejo acariciar por la impronta de tus palabras que aún resuenan en los oídos de mi alma. Recuerdo, y ahora encuentro sentido –siguió con su monólogo- a los versos que, plasmados con tu caligrafía peculiar en el diario, leí mil veces, y ahora otra más:
4N735 QU3 3l RÍO H4574 l4 M4R 73 3MPUJ3
POR V4ll35 Y B4RR4NC45,
OIMO, QU13RO 4NO74R 3N M1 C4R73R4
L4 GR4C14 D3 7U R4M4 V3RD3C1D4.
M1 COR4ZÓN 35P3R4
74MB13N H4C14 l4 LUZ Y H4C14 l4 V1D4,
O7RO M1l4GRO D3 l4 PR1M4V3R4.

4. M4CH4DO.

Y siento que, henchida de tu savia, soy la gracia de tu rama verdecida. Espérame, abuelo, que, en otro milagro de la primavera, renaceré para abrazarte, y curarás mi herida.
Aspiró ensimismada el olor característico que perduraba en el ambiente de su burbuja.
-Aunque no debía de mirarte jamás a la cara, bribón. No estuviste en la boda de Elsa, pero sí íntimamente con ella días antes de casarse –su cara transmitía una tranquila certeza -, y quién sabe si al pie del viejo olmo.

Texto agregado el 27-11-2014, y leído por 1444 visitantes. (0 votos)


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