Allí estábamos nosotros: desde el pueblo al internado y del internado a la televisión. Sería el año setenta y ocho. Habíamos cogido la furgoneta de la institución y emprendido camino a Oviedo. Hicimos noche en Arévalo. Antes de llegar a la capital de Asturias nos desviamos un poco al pueblo del conductor, ya descendido Pajares. Recuerdo, un tanto surrealistamente, que la señora- su madre-nos hizo sentar alrededor de una mesa para obsequiarnos con un refresco marca Mirinda- muy popular en la época- haciéndonos preguntas que uno ya no recuerda. Y era que ni más ni menos los nueve mozalbetes que veníamos en la furgo del internado íbamos a entrar en la fama, salir por televisión- que en aquella época era la vara de medir de la popularidad vía participación en el programa Torneo.


Descendido Pajares no sólo entrábamos en una región distinta; más bien en un nuevo país. Pastaban las vacas de lado en aquellos planos inclinados inverosímiles para un manchego como uno acostumbrado a largas puestas de sol. De un verde brillante todo estaba rodeado y, creo recordar, a veces se teñía el ambiente de negras partículas de hollín.
Aquel mundo en sombras me hizo pensar en los largos días de sol de la llanura castellana y me invadía la sensación de que aquel ambiente húmedo y vertical tenía que poner un contrapunto de melancolía en sus paisanos. Pero llegamos a Oviedo y la opinión que me venía trayendo del agro asturiano la tuve que poner en cuarentena. A mis ojos se abría una ciudad de piedra, señorial y limpia. Entre el tráfago urbano al otro lado de la calzada una señora mayor increpaba persiguiéndolos a un grupo de hombres y mujeres de mediana edad que portaban maletas y otros objetos de viaje; mientras el equipo de Torneo del internado asistía cariacontecido a aquella porción de vida real que protagonizaba la anciana.