Cada minuto parece una hora. La noche se hace más larga y no amenace. La mujer sigue ahí, parada frete a la cama sin quitarme sus ojos. Los ojos son como lumbre que me acaloran el cuerpo. Yo sigo sentada y rezo un rosario o medio lo intento. Meto los dedos gordos a mis oídos y son como clavos que martilleo con espanto cuando la escucho llamarme. Mis pies bailan, se mecen en el silencio y los dedos apenas y arañan el piso.
En mala hora me comprometí a cuidar esta casa. Dije sí porque mi mamá y mi hija se fueron al Santuario de las Luciérnagas, allá por Nanacamilpa. Vino Beatriz, mi sobrina, y se las llevó. Yo no quise ir, según por no dejar sola la casa y viene este Dimas Cárdenas, enterado y nada pendejo, y aprovecha el viaje de ellas para decirme: Al rato vengo para hacerle compañía y nos calentemos juntos los pies. Pinches hombres, no la pueden ver a una sin marido porque ya están haciendo fila. Entonces, para despistar a los encajosos o bien intencionados, una tiene que darse sus mañas. Por eso acepté cuidar la casa de don Joaquín Perdomo. En cuanto comenzó anochecer, agarré camino. Me fui como rumbo a la carretera y me desvié en la vereda que baja a la barranca para no pasar por la plaza y dar señal de mi paradero a Dimas o al que se apunte. Al pasar por debajo de unos fresnos cargados de pepetilla, presentí el mal aire, y no traía ni la rama de ruda o de albahaca. Más me interesaba salir huyendo de cualquier interesado en dormirme a la mala que olvidé mis hierbas para limpiarme el alma. Ya debería estar acostumbrada a estos espantos, se acercan a mí de repente y sin aviso. A veces deambulan de día, pero las más de noche. Se me cruzan en el camino de sopetón y me tientan la piel con su aliento frió. Gracias a Dios de eso no pasan. Pero no pude evitar sentirlos y en ese momento, estaban allí, colgando del fresno, moviendo con sus angustias las ramas. Me hice que no los vi aunque me llamaban. Nunca les hago caso y se van arriendo sus penas a sepa dónde.
Pero con esta mujer no siento frío, es un calor que me ahoga y me hace brotar sudor por todo el cuerpo, como si estuviera metida en un temazcal con todo y ropa. Me figuro ha de ser la difunta mujer de Don Joaquín. Mi mamá cuenta que a la finada le gustaba practicar la brujería, ganaba harto dinero y por eso construyó casa de dos pisos con pura piedra de cantera. Tenía clientes poderosos y aunque no se hicieron presentes en el rosario, ni mucho menos en el cementerio, si mandaron sus buenas limosnas y coronas y docenas de rosas blancas.
No aguanto su mirada. Apenas y se da cuenta que parpadeo, comienza a hablarme. Está empecinada en decirme algo. No le pongo atención. En dos horas más va a amanecer y sus ojos serán como dos luciérnagas que perderán su luz con la del sol.
Los rayos del día comienzan a iluminar el cuarto. Los ojos se me cierran, el sueño me desmaya y parpadeo unos minutos. Los ladridos de los perros me despiertan, es de día. Me asomo a la ventana y espío el porqué de la bravata de los perros. Descubro a Dimas Cárdenas con otros dos tipos brincándose la barda. Corro a la puerta y cierro con doble pasador. Detrás de mí, escucho una voz que me pregunta: ¿Cuándo despiertas en qué piensas? Me encojo y entre mis piernas aprieto la cabeza y murmuro: seguro me seco de miedo, pero aquí adentro.
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