“...Me pega, mi mujer me pega...”
Todos le conocían como Rafaelito. Al menos quienes trabajaban en esa obra. De tez morena, estatura mediana y pelo oscuro, sus rasgos no revelaban algo especial. Había ingresado muy joven a la gran empresa, gracias a las gestiones realizadas por su tío. De él aprendió la falsa humildad ante los superiores, la simpleza de carácter y la canallería con aquellos que nunca llegarían más alto. Rafaelito lo entendía perfectamente, él pertenecía a una casta de aguantadores, de gente siempre dispuesta a todo para ascender. El diminutivo de su nombre había sido impuesto por sus jefes y, en especial, por el dueño.
En casa, sin embargo, era llamado Rafael a secas. Su señora, corpulenta mujer, de habitual mal humor, siempre le recriminaba por lo que faltaba en el hogar. Él con una triste sonrisa aceptaba todos los regaños. Por su mente jamás había nacido la idea de engañarla, pues si ella se llegaba a enterar su vida correría peligro. Le gustaban las mujeres de buen rostro y físico, tanto es así que siempre portaba en su billetera calendarios pornográficos. Cuando vio por primera vez a su esposa, se encandiló con su belleza y simpatía, sin embargo, con el transcurrir del tiempo éstas se fueron diluyendo. Tenían dos hijos, ambos en la enseñanza media. Él guardaba la esperanza que llegaran a la Universidad, se titularan de alguna buena carrera y, de esa forma, salir del estado de semipobreza en que vivían.
En el trabajo nunca hacía mención de su familia. Sin embargo, los jefes sabían que quien mandaba en casa no era él sino su señora, la gorda; la que sólo en dos oportunidades se había hecho ver allí. La primera cuando, recién casados, le avisó a Rafael sobre la muerte de su madre, en cuya ocasión despertó apetitos adúlteros de muchos “colegas”. La última, diez años después, urgiéndole pedir plata a su patrón para impedir el remate solicitado por una Casa Comercial. Él siempre gustaba de hacer chanzas con la desgracia ajena, en ausencia de los superiores. Sus compañeros de labor reconocían que tenía ciertas dotes histriónicas. El movimiento de manos y brazos, a los que unía alguna picante observación, cautivaba a sus oyentes. Todo su arte, sin embargo, se deslucía cuando abría la boca más de lo habitual. Allí se notaba la pérdida de dos molares y la caries de un tercero. A pesar de ello, no despedía mal olor bucal ya que su señora se encargaba de impedirlo. El trabajo, en portería, no le demandaba gran esfuerzo. Contaba con una cómoda silla, una radio y un pequeño televisor, de esos antiguos en blanco y negro. También disponía de hervidor eléctrico y horno microondas.
Este personaje generaba sentimientos de rechazo en ciertas personas. Algunos creían que su apariencia tranquila y bonachona sólo era un disfraz. De vez en cuando se producían despidos injustificados. Incluso entre quienes cumplían fielmente con sus obligaciones laborales. Con el tiempo los sobrevivientes empezaron a sospechar de él. Se corrió la voz que Rafaelito era el soplón más apreciado por los jefes. Esto último fue confirmado por la secretaria del subgerente, una encantadora morena. Fue alrededor de las cuatro de la tarde cuando el portero entró de sopetón a la oficina. Ella había bajado a colación, sin embargo, olvidó en su cartera el dentífrico. Al llegar a su puesto, una curiosidad natural la impelió a escuchar tras la puerta. Rafaelito estaba dando una cuenta pormenorizada sobre ciertos comentarios denigrantes contra el dueño. De su boca salieron nombres y cargos. Al parecer, el jefe de Personal escuchaba sin replicar. Al terminar su exposición, éste le citó a una reunión con el Gerente, en donde se tomarían medidas drásticas.
La morena, astuta, decidió alejarse rápidamente en dirección al casino. El lugar estaba medianamente lleno. Ella se sentó junto a una muchacha encargada del aseo de las oficinas, con la que mantenía una buena relación. La morena confiaba en la jovenzuela. De manera que entre todas las cosas que conversaron surgió la situación que había escuchado subrepticiamente. Pronto el rumor se fue extendiendo y su autoría se esfumó. En ese momento, los más suspicaces comprendieron el porqué almorzaba habitualmente en la caseta y no en el comedor general.
Durante el resto del día, Rafael no hizo más que pasearse de un sitio a otro. Se sentía de buen humor y decidió lanzar algunas bromas a un grupo de obreros que laboraba en la planta baja que se estaba construyendo. Sin embargo, aquellos fingieron no escuchar. Algo marchaba mal. Al final de la jornada el único que permaneció en el lugar fue él, los guardias de la tanda nocturna, el jefe de personal y el gerente. Allí volvió a relatar lo acontecido el día anterior. Vicente, Pedro, Manuel y Carlos fueron a los que sindicó como los principales instigadores del pelambre.
Al día siguiente todos ellos fueron llamados a la oficina del gerente. Tres fueron amonestados. El cuarto Pedro, que le grito un par de insultos fue despedido en el acto. Este último, ex-boxeador, sabía que quien inició la acusación fue Rafelito, al cual consideraba como un huevón servil. Dos semanas más tarde, cuando la noche caía sobre la ciudad, el portero salió de la obra en dirección a la parada de buses. Se sorprendió al constatar que ningún compañero de labores se encontraba allí. Pensó que, probablemente, habían decidido caminar hasta la avenida. Sin embargo, una duda recorrió su mente ¿Será posible que todos lo hicieran?. La oscuridad confabulada con la soledad que se respiraba en
aquel lugar, hizo que su cuerpo se estremeciera. Al girar la cabeza a su izquierda, creyó ver una sombra tras un grueso tronco de abeto, proyectada ésta por un débil y lejano farol que se encontraba a media cuadra. Supuso que el Barros Luco que se comió poco antes de salir, le había provocado algo de fatiga y tomó la decisión de sentarse en la fría banca metálica. Meditaba sobre las duras groserías que su señora le había proferido en la mañana cuando, de repente, sintió un fuerte golpe en la espalda. Éste le hizo caer al piso llevando consigo la marmita. El ruido fue tal que hizo ladrar a los perros de una bodega cercana. Luego aterrizó en su costilla derecha una patada. Con dificultades se levantó y movió sus brazos frenéticamente como queriendo atrapar al agresor. Un golpe llano en la mandíbula le arrojó nuevamente a tierra. Sus ojos no pudieron distinguir quien era el sujeto que la estaba dando esta formidable paliza. En un acto desesperado, tanteando el piso, agarró la olla lanzándola contra, lo que él creía, era motivo de sus dolores. Falló. Apoyadas sus extremidades en el suelo sintió con terrible rabia que algo macizo golpeó su trasero y cuya punta dio de lleno en los genitales. Allí quedó retorciéndose espantosamente. Pocos minutos después pasó el ómnibus, cuyo chofer, al observar a un individuo revolcándose, siguió la marcha. Cuando pudo recuperarse, se encaminó hacia la avenida dónde tomó un taxi rumbo a casa. Su mujer al verle no hizo más que reprochar su falta de hombría por no saber defenderse y le advirtió que si no pagaba a tiempo la próxima cuota del mini-componente, tendría que preparar su propia comida o quitársela al perro. Apareció al día siguiente en el trabajo. Claro. Un poco más tarde. A pesar que sabía, con certeza, quien le había dado tal pateadura, elaboró la tesis del asalto. Sin embargo, algunos mencionaron que su esposa le usó de sacó de boxeo por alguna razón doméstica. Otros, entre risas, dedujeron en voz alta, que tan extensas erosiones no pudieron ser realizadas por ella, sin un motivo fuera de lo habitual. Rafaelito se sentó, no sin enorme sufrimiento, en su mullida giratoria, encendió la radio que tocaba un tema que decía: “...me pega, mi mujer me pega...”. Más de algún pícaro dibujó una sonrisa de duda, arqueando la ceja.
|