Dorotea quería ser como la Pincoya. Tenía nueve años y no la había visto nunca, pero sus hermanos, que eran pescadores, la nombraban a menudo y uno de ellos afirmaba que la Pincoya, bella y mágica, le había salvado la vida en una ocasión. Por eso, todas las tardes después de la escuela, la niña se vestía con un viejo vestido verde claro que a ella le parecía el color del mar, se colgaba al cuello veinte collares de caracoles que ella misma había fabricado y se iba a la playa. Al principio, otros niños intentaron burlarse de ella por su curioso atuendo. Pero ella, totalmente poseída por el espíritu de la Pincoya, con justa indignación le soltó al ofensor tremenda trompada. A partir de ese día se acabaron las burlas y los chiquillos la veían de lejos, con cierto temor y respeto. Como corresponde, pues, pensaba Dorotea, mientras vigilaba el horizonte con ojos de mujer sabia.