Hice la prueba aquel fin de semana pues tenía la sospecha de que en realidad nadie en el mundo velaba por mí. Fuera de mi cuenta corriente, pensaba que no contaba con otro amigo. Sí, si salías por ahí, te encontrabas con gente con la que beber e intercambiar palabras, pero cada vez se hacía más patente la sospecha de que fuera de tales encuentros ocasionales en nadie suscitaba afecto hasta el punto de no serle indiferente mi devenir.
Me encerré en casa y apagué todas las luces, para ocultarme incluso a mí mismo que estaba allí. Cerré el celular y el ordenador y me tumbé en un diván donde el único entretenimiento que se me brindaba era el de escuchar el sonido de mi respiración. Si durante el decurso de aquella noche nadie llamaba al timbre o al teléfono convencional- me dije a mí mismo a modo de prueba irrefutable- sería indiferente mi presencia en el mundo. Hubiera sido irrelevante- ahondaba torturándome un tanto- haber nacido o no.
El silencio presidía la estancia y lo hizo durante el resto de la noche. Cogí el sueño más triste pero más sabio y dormí de un tirón hasta bien entrada la mañana. Cuando reinicié mi existencia ordinaria en lugar de venirme abajo llegué a la conclusión de que aquella soledad era una señal del destino, que me invitaba de este modo a llevar una vida de reflexión y producción intelectual, en lugar de concluir que no suscitaba en el resto del mundo un ápice siquiera de afecto, no ya amor.