Me aterra olvidar las cosas, mis pensamientos, los hechos recientes. Olvidar situaciones o actividades realizadas apenas, puede significar que soy muy distraído o que a lo mejor estoy enfermo; en estos tiempos tan agitados el mal de Alzhaimer se ha vuelto tan común, que da verdadero pavor imaginar que pueda uno padecerlo. Últimamente he olvidado algunas ideas para escribir. Después del chispazo de tenerlas, de pensar en ellas, se han ausentado sin sentir, así, simplemente, dejando un espacio oscuro y negro donde no existe nada. Entonces siento en el centro del estómago una fuerte inquietud, un malestar indefinido por esas ideas olvidadas, perdidas quizá para siempre. Si hubiera tenido la precaución de anotarlas…
No recuerdo bien si fue en Elizondo o en Onetti, donde leí que eran mejores las mujeres imaginarias que las reales, que había más certeza, peso y congruencia en ellas (a pesar de su condición ilusoria) que en las hechas de carne y hueso. No estuve de acuerdo en ello. Me quedo con las mujeres reales, no importa lo volubles, inconstantes o desdeñosas que puedan ser; con todos sus defectos (y virtudes) son divinas. Mujeres imaginarias hay muchas, de cualidades y belleza extraordinarias, que en cantidad de casos han pasado prácticamente de su estado no sustancial, a tomar personalidad casi corpórea. Pienso en Elizabeth Bennet, Catherine Earnshaw, Susana San Juan, Irene Adler. Y aunque también me han seducido, prefiero a las que hay que vestir, complacer, hacerles el amor y darles de comer.
Una mujer real, imaginaria o imaginada, tiene la virtud de ser pensada y la imaginación del que la piensa puede interactuar con la imagen que crea de ella y endilgarle palabras, actitudes y acciones que en la vida corriente aquella mujer nunca tendría. Pero en eso estriba lo emocionante, que puedo imaginar que beso a Keira Knigthly o le hago el amor a Gretchen Moll, hasta lograr que la sensación de realidad se haga casi patente.
En lo particular, me cuesta trabajo relacionarme con mujeres reales. Parece haber en mi cerebro alguna parte que no funciona bien, que me impide guardar una actitud neutra o serena delante de una mujer, sea joven o vieja, bonita o no. Sin equilibrio en mis actitudes me pongo excesivamente nervioso y me tiembla la voz, no logro controlar mi mirada y termino con las manos sudorosas o sonrojándome. Es algo que no logro controlar. ¿Será timidez natural? ¿o algún problema sicológico más profundo, que necesite resolver a través de ayuda profesional?
Recuerdo algunos labios. El primer beso que me dieron en la boca. El primero que me dio la mujer que amo. El placer, el goce extremo de sentir el roce, la suavidad, el sabor de sus labios pegados a los míos, no tiene parangón. Es esa misma sensación tan especial que sientes si unos ojos queridos te miran o unas manos amorosas te acarician el rostro.
En resumen: entre mujeres reales, imaginarias e imaginadas, me inclino por las primeras, de las que puedo sentir el contacto real de sus labios al besar o la tibieza de su piel suave como la piel de la mujer que amo.
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