La Comida
Las sillas estaban puestas para que los comensales se pudieran sentar: el pato con su adornada y respectiva guarnición, las ensaladas y todo tipo de salsas para condimentar los alimentos. Mariana se sentó apurada, imaginé que Jorge la iba a pasar a buscar temprano. Yo me senté después que ella. Intenté vanamente no mirarla durante la comida, me fue imposible, estaba bellísima. Luego, su Padre comenzó una conversación sobre la situación política de la región, la que no tuvo mucha acogida entre los presentes. El señor comenzaba a transpirar, al igual que yo. Decidí hacerme el simpático con la dueña de casa y aprovechar la oportunidad de llamar la atención de Mariana. Pregunté por nuestros amigos, esos que viven en México; haciendo una suerte de parangón con mis autores literarios predilectos, hablando de la importancia del desarraigo para cualquier escritor como única forma de verse desnudo a sí mismo y de allí, al heroico proceso creador. Silencio total. Mariana me pidió la sal y casi se me nubla la vista, con el rozar de mi dedo contra el suyo. Intenté preguntas. ¿Qué vas a hacer? Su cara no demostró muchas ganas de responder. Miró a su Padre, solapadamente y dijo: seguro que vamos donde Angélica, la hermana de Jorge. Que bien -dije- sin mucho animo. Durante el postre me mantuve en silencio, al igual que todos. El ambiente estaba tenso, incluso antes de mi arribo, sin saber porqué. Insistí con Mariana, un tanto exasperado, y volví a la carga con una batería de comentarios sobre el último libro de García-Cabrá y su tono un tanto cursi, bastante alejado de un lenguaje literario decente, comenté irónicamente. Ahí sentí que tocaba la medula; Mariana amaba a García-Cabrá y yo lo sabía. Me interrumpió con una frase sorprendente: ¡los escritores son unos parias, al igual que los abogados; hay miles y todos se encuentran mediocres! Además, -agregó- García-Cabrá es un excelente escritor, y tus libros distan mucho de lo que llamaríamos, una escritura aceptable. Perplejo inquirí de inmediato una respuesta: ¡mi escritura, al tenor de tus dicho, es menos que aceptable! Sí respondió, es menos que aceptable, no se entiende y raya en un egocentrismo desbordado. El padre de Mariana puso paños fríos a la conversación, habló de la importancia de la tolerancia y el respeto, y de una serie de frases políticamente correctas, a mi entender, entre tanto la dueña de casa pateaba a Mariana debajo de la mesa y la miraba seriamente. El timbre sonó tres veces; Mariana sonrió, con la vista perdida en la puerta de entrada, mientras que sus manos buscaban la servilleta para limpiarse los labios. Jorge entró: saludo atentamente a todos los presentes, se sentó en la mesa y nos acompañó a tomar el café.
Me sentía bastante incomodo y mi cara no reflejaba mucha simpatía; tenía atragantada una respuesta virulenta, aunque daba lo mismo: Mariana no tenia ojos para nadie en esa mesa, excepto, claro está, para Jorge. En un tono de revancha, le pregunté a Jorge que le había parecido mi último libro. Contesto largamente sobre las bondades del texto y la importancia de un lenguaje original, para terminar con un pormenorizado resumen de la obra. Miré a Mariana levantando la barbilla, con una sonrisa, en tono desafiante. Don Eduardo -interrumpió la joven- usted es el mejor escritor de su generación, no lo voy a descubrir yo; espero que el Nóbel llegue este año, o antes que cumpla los ochenta, no se le vaya a adelantar Antonio García-Cabrá.
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