¡MALDITO AMOR!
La mujer terminó de desvestirse. Depositó en el cesto la ropa manchada de sangre que se había quitado. Tambaleándose, fue a la llave, abrió el grifo y se lavó las manos salpicadas de sangre. Sin articular palabra deshizo la cama, acostándose en ella boca arriba. La cama mullida y fría, con su peso se hundió. Su cabeza le daba vueltas, el alcohol ingerido se le fue a la cabeza aumentando su borrachera. En su pensamiento borroso quedaban plasmadas las últimas palabras de Alfredo Martínez Gálvez «No te daré un centavo»» «Si intentas ir a la justicia, le contaré a ella toda la verdad, entiendes ¡Toda la Verdad!»
Carlota, nunca exigió nada a Alfredo. De lo poco que ganaba le mandaba a su madre; pero la situación se le había puesto dura, no era igual que en los buenos tiempos, cuando ella en una noche conseguía la mensualidad asignada a su madre para la manutención y costear los estudios de Maritza. La edad pesaba sobre sus hombros, cuando más dinero necesitaba para ayudar a su hija en sus estudios.
Daba vueltas en la cama. Mientras más vuelta daba, más aumentaba su desesperación y borrachera. Había tenido a Maritza. Su vida accidentada y licenciosa, Maritza no la conocía. Para ella, su madre trabajaba en una fábrica de zapatos de un señor apellidado Lamber en la Capital, de donde sacaba la renta que mandaba para su alimentación; pero ahora, al comunicarle que había terminado su bachillerato y quería ingresar a la universidad, su corazón al leer la carta se infló, llegando a brotar lágrimas de sus ojos marchitos.
Emocionada, trasladó su pensamiento a su infancia, recordando sus años mozos. Su estadía en la escuelita primaria donde estudió, interrumpido para dedicarse a las faenas del hogar, casándose más tarde con un militar que estaba de puesto en el pueblo, quién cargó con ella hacia la Capital.
Su felicidad fue intensa al lado de Arcadio. Durante diez largos años disfrutó de su compañía. Viajó feliz de un lado a otro de la República, cortejada por un hombre enamorado de su juventud y de su belleza, acostumbrado a las fiestas, a las parrandas y a toda clase de diversiones, faltándole a esa felicidad la presencia de un hijo para colmar de gracias el hogar.
Un día, cuando ella estaba preparando la comida, le trajeron la triste noticia de que Arcadio se había pegado un tiro en la cabeza, sin dejar indicios de tan nefasta decisión.
Carlota, al recibir la noticia del suicidio de quien fuera su marido, casi enloqueció, adueñándose de ella una terrible aflicción al encontrarse de repente sola y abandonada en un lugar extraño para ella.
Los recuerdos de su primer amor afloraban constantemente. Él fue para ella todo en la vida, quien le enseñó a vivir la grata ilusión de un amor que poco a poco fue aquilatando hasta adueñarse de ella por completo.
A pesar de que Arcadio significó todo para ella, la vida no terminaba allí con su inesperada muerte. Carlota necesariamente tuvo que seguir adelante, luchar contra una sociedad insensible, rodeada de limitaciones que fueron minando su estabilidad, hasta romper su incólume formación moral.
Así fue que una noche conoció a Alfredo Martínez Gálvez. Un joven gallardo que se prendó de su alma afligida y maltrecha por los vaivenes de la vida.
Este romance pasajero, contrastó con el amor de Arcadio. Mientras Arcadio fue dócil y amable, Alfredo zahería su ego de mujer enamorada, dándole disgustos, maltratándola y convirtiéndola en vulgar prostituta.
De esta aventura fugaz, nació Maritza, producto del idilio de un amor febril, accidentado mucho antes de que ella viniera al mundo. Con su vientre hinchado se vio precisada a hacer el amor con hombres diferentes, llegando a habituarse en la difícil tarea de satisfacer las liviandades desenfrenadas con lisonjas, para buscar su medio de subsistencia.
Carlota, desde pequeña, se vio precisada a prescindir de ella, para dedicarse de lleno a la vida que había elegido en medio de su desesperación. Se la llevó a su madre, cuando apenas contaba la pequeña tres meses, en medio de un crudo invierno, sin la delicada protección del calor maternal.
Maritza era su obsesión, sufría al pensar en ella; pero se calmaba al recordar que estaba bajo la tutela de su madre. Soñaba con ver a su hija convertida en una mujercita, con una buena profesión. Por esto, muchas veces no le importó lo que dijera la gente, su gran ilusión era ver consumado su sueño, convertir a su hija en profesional, anhelo que acarició cuando era joven. Por esto, cuando leyó la carta de Maritza, pensando que no podía ayudarla, no le quedó otro camino que, ir donde Alfredo, el padre de la muchacha.
Se armó de valor, tomándose unas cuantas botellas como de costumbre. Hipando, expeliendo el agua-ardiente y el pensamiento puesto en la carta que le había enviado Maritza, se dirigió a la casa donde vivía Alfredo. Frente a ella, echó una mirada a la edificación artísticamente decorada.
Escuchó gritos, felicitaciones, risas de amigos que alegres compartían. Aguzó sus oídos, pudiendo escuchar entre su borrachera, las palabras orgullosas de Alfredo « ¡Miriam es inteligente igual que yo!» «Será una gran profesional, le regalaré un carro con motivo de su graduación…….»
Carlota no esperó más. Penetró a la galería adoquinada, alcanzando a ver desde allí a Alfredo abrazado a su hija mayor. Él, al ver a la mujer con su facha de beoda, se asustó, saliendo apresurado a su encuentro, con una copa entre su mano, finamente engalanada por un reloj y un anillo de oro.
« ¿Qué deseas?»
«Eh… yo, yo, yo… quiero ha, hablarte…» - Dijo incoherente.
« ¿Para qué?» - La mujer se encolerizó al oír a quien fuera su amante, padre de su hija.
« ¡Infame!» - Atropelladamente la sacó fuera, tratando de que sus invitados no se dieran cuenta de lo que estaba ocurriendo. Fuera del alcance de los oídos y las miradas de sus invitados, la abordó.
«No vuelvas ¿Lo oyes»? « ¡No vuelvas más por esta casa!»
Carlota con lengua estropajosa relató el motivo de su visita. Él, impetuoso la cortó en seco.
« ¡No! no te daré un centavo» «Si intentas ir a la justicia, le contaré a ella toda la verdad ¿Entiendes, toda la verdad?»
Entonces, inesperadamente, Carlota sacó del escote del vestido, un pequeño cuchillo y se lo hundió hasta el mango en su vientre.
El hombre se dobló, soltó la copa que tenía en la mano, llevándola a su vientre. De su boca brotó un alarido de muerte. «Ayyyyyyyyyy……….» Abrió los ojos enormemente, aferrándose a Carlota en su agonía, dándole el último abrazo de despedida, como lo hiciera un moribundo a su amante.
JOSE NICANOR DE LA ROSA.
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