La yegua tenía asma y sudaba copiosamente. Estaba encharcado de mis corvas y la silla se movía de un lado a otro. Transitábamos pegados a la montaña. A veces, frunciendo la mirada, la yegua olía el desfiladero. Al pasar sobre una peña, la silla resbaló, y mi cabeza quedó hacía abajo, y los pies mirando el cielo.
-¡No se mueva! ¡No se mueva! ¡Aguante, aguante…! ¡Ya vamos! ¡Agarra la pinche yegua! ¡Cuida que no resbale! ¡Putas madres! Si nos quedamos sin médico, ¿quién chingaos nos va a curar? ¡Ey… ey! Tú pendejo, ¡amárrale las patas al doctor, qué no se vaya a caer porque el pinche pueblo se queda sin matasanos, y todavía no lo probamos! ¡Tanto trabajo que nos costó convencerlo! ¡Dale un vaso de caña para el susto, y otro para que le vuelva la sangre! No se preocupe doctor, ya verá que en el camino y en la vida, siempre nos topamos con yeguas mañosas.