Todavía no había perdido la cuenta de los días que llevaban allí, atrapados entre aquellos cuatro muros de un corral lleno ahora de combatientes republicanos. Pedro se llevó la mano al estómago: eran ya siete días sin probar bocado. Entre aquellos cuatro muros, tan sólo un adorno: un mísero grifo del cual goteaba apenas un hilillo de agua. Un hombre necesitaba un par de minutos para llenar el hueco de sus manos. Siempre había quien se impacientaba cuando el de delante suyo repetía. No había otra cosa que hacer en aquel corral. Hacinados como estaban, tan sólo les quedaba esperar a saber qué pasaría con ellos, a dónde los llevarían, si serían fusilados como temía el Matías, si les dejarían marcharse a sus casas como repetía una y otra vez el Rafaé, o si serían encarcelados en algún penal de la provincia cerca de casa, o lejos, lejos otra vez de los suyos.
Pedro daba las gracias a su piel aceitunada. Apenas había comenzado la primavera, pero el sol se había presentado con ganas de apretar y la poca sombra no daba para todos. Eso sí, dejaban siempre un hueco al Matías, albino como un yogur, quien sufría más que nadie estar allí, sin más protección que una vieja gorra.
Una semana sin ver a nadie, tan sólo voces al otro lado de las tapias, voces rudas que les mandaban callar, que les insultaban o que les decían que pronto iban a morir todos. Los muros eran demasiado altos para saltarlos, aunque hubo un momento que tres de los presos hicieron un remedo de castillo humano para ver si así el más pequeño de los tres, un chaval de El Saucejo llamado Rosario, podía dar el salto y dar así aviso a alguien. ¿A quién? Nadie supo decirlo, a quien sea. A ver cómo va la guerra, Rosario, le decían, a ver si los nuestros van ganando y estos malnacidos nos dejan aquí muriéndonos de hambre. Rosario logró asomar la cabeza por encima del muro cuando ya era noche cerrada y a punto estuvo de no contarlo: una bala silbó arañándole le cabeza. Supieron entonces que aunque no oyeran nada seguían allí, al otro lado. Seguían siendo presos.
El hambre. Pedro no recordaba haber pasado antes tanta hambre, y eso que en el frente las había pasado canutas. Allí, en aquel patio, nadie les daba nada de comer, ni un mendrugo de pan negro. Algunos empezaron a roerse el cinturón, Es de cuero, le dijo a Pedro el Miguel, un grandullón de manos enormes, y algo sabe, algo ayuda, ¿eh? Pedro asintió: su cinturón era una cuerda, poco podía roer de ahí. Yo es que soy de poco comer, le respondió. Y Miguel, viéndole así, tan flaco, asintió comprensivo mientras su cinturón cimbreaba entre sus manazas como si fuera una fina culebra tratando de huir.
Una noche escucharon ruido en el exterior, ruido de motores y de algo más. Nos van a fusilar, Traen a más, aquí que ya ni cabemos los que somos, Nos a van a liberar, ¡Igual traen comida!, fueron murmurando las voces pálidas del hambre y del miedo. Se oyó un ruido metálico y, de pronto, escucharon la Voz desde lo que parecía una radio:
En el día de hoy, cautivo y desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado.
Oyeron después la voces roncas de siempre gritando vivas a España, a Franco. También disparos al aire. Y, de pronto, Pedro sintió que le cayó algo sobre el hombro, algo que rebotó al suelo. El haz de luz de un foco iluminó el cielo por encima del corral. Atravesando la luz, sombras con destellos plateados, como jirones arrancados de la noche, empezaron a llover sobre los presos. Los presos se movían trémulos apretándose en los muros. Un chapoteo similar a pisar barro duro se adueñó del corral. Pedro miró a sus pies: lo que le había golpeado el hombro era un arenque. Miguel soltó el cinturón y agarró uno de ellos: ¡Comida!, rugió. Desde fuera de los muros, las voces les jaleaban. Pedro se apartó. Apretó los dientes y cerró los ojos. El hambre le devoraba las entrañas, como si pugnara por atravesar su cuerpo vacío. Escuchó cómo muchos de sus compañeros se abalanzaron sobre los arenques. El corral se llenó de un borboteo extraño: era la desesperación hirviendo. Al otro lado de los muros se escucharon risas.
Poco después, los arenques habían desaparecido devorados. Por un instante Pedro, tras abrir de nuevo los ojos, se arrepintió de no haber probado bocado. Sólo fue un instante, el tiempo que tardó en oír a uno de los presos chillando: ¡El grifo! ¡Han cerrado el grifo! ¡Hijos de puta!.
Tras los muros la radio tronó de nuevo ladrando el Cara el sol acompañado del coro de voces roncas, ya ebrias. Nuevos ruidos de disparos al aire taparon los insultos y los lamentos que mascullaban los presos. El foco fue apagado y Pedro pudo ver como en aquella noche sin nubes las estrellas brillaban con un insultante fulgor.
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