Nunca el rostro del payaso lució más radiante. Su nariz roja relumbraba como un farol, sus labios eran dos incandescencias grotescas que se curvaban en una sonrisa estática. Sus crenchas amarillas sobresalían como descomunales resortes debajo de ese ridículo sombrero que causaba contagiosa risa, principalmente a los niños que lo veneraban. Ataviado con su levita roja y sus enormes pantalones multicolor que no alcanzaban a ocultar sus descomunales zapatos, Cordelito, el payaso, yacía cuan largo era en su camastro de una plaza, rodeado de sus colegas. El parlamento de todos los días podía esperar, ya que una larga fila de postulantes, todos ataviados de las más chillonas formas, aguardaban su turno para presentar su rutina. Las mujeres lloraban a mares, hasta la mujer barbuda se ocultó en su carromato para lagrimear en silencio. Los trapecistas se desconcentraban, caían y rebotaban en la malla de seguridad, masticando su enorme dolor. Hasta los animales se notaban mustios y más de alguien pudo jurar que de los ojos del elefante habían caído dos gruesos goterones. Cuando el duodécimo payaso se encontraba en el centro del escenario mostrando su número, una voz de falsete iluminó el ambiente, las mujeres enjugaron sus lágrimas y se asomaron complacidas, los equilibrista ya no errarían más en su ensayo, el elefante contestó al grito con un trompetazo agudo y recuperado de su dolor de cabeza, el payaso Cordelito, apareció radiante en la pista principal, mientras el ejército de reemplazantes abandonaba el circo, algunos con un rictus de pena que el maquillaje dramatizaba aún más, otros, suspirando de alivio, porque reemplazar a Cordelito no era tarea fácil…menos aquella noche en que asistiría el presidente de la república con todos sus ministros…
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