FIEBRE EQUINA
Aquella tarde de otoño de fines de los años cincuenta, Carmen y yo habíamos pasado de nuevo a ver la cartelera del cine porque daban una película que no nos queríamos perder: “El pequeño ruiseñor”. Admirábamos a Joselito y siempre cantábamos sus canciones, bien o mal, que aprendíamos de tanto escucharlas por la radio, como las de otros cantantes de moda.
Desde hacía un buen tiempo teníamos la suerte de poder disfrutar del cine, con proyecciones “Cinemascope y tecnicolor”. Así rezaban las primeras leyendas de cada cinta ofrecida en el salón del Club Defensores de la Colonia Juliá y Echarren que, al estar bastante alejada del centro del pueblo de Río Colorado, brindaba en aquel tiempo la oportunidad de poder disfrutar sus habitantes de alguna de esas películas que promocionaban con llamativas carteleras a la entrada del Club.
Para este proyecto habían acondicionado el salón destinado en primer lugar a fines sociales y culturales, y tuvo un rotundo éxito entre los habitantes de la Colonia, en su gran mayoría agricultores inmigrantes o hijos de inmigrantes europeos, que veían reflejada en esos films, con nostalgia, parte de su historia. Por lo general muchas de esas películas eran, aparte de las nacionales, de procedencia española o italiana, que justamente coincidía con el origen de muchas de aquellas personas.
—Le voy a pedir a papá que nos lleve. A él también le gusta Joselito. —le había dicho a Carmen aquella tarde.
Después del cine vendrían los comentarios, con los que volveríamos a disfrutar de cada escena, como siempre lo hacíamos.
La euforia nos duraba varios días ya que por lo general eran películas románticas, con muchas complicaciones, pero que al final terminaban bien.
Demás está decir la emoción que nos embargaba en los momentos previos a cada proyección, esperando ver aparecer ese haz de luces que atravesaba el salón y que producía la magia en la pantalla.
Los chicos nos ubicábamos en las primeras filas, y no era raro que alguno levantara la mano para sentir la sensación de ver reflejada la sombra de su mano en la película.
Pero ahora se presentaba un problema: decirle a papá que nos llevara al cine esa noche. Normalmente nos acomodábamos en la chata “Fama”, un acoplado acondicionado con unos tablones de madera para sentarnos y remolcado por el tractor David Brown, que papá había adquirido hacía poco para uso de las tareas de la chacra.
Anduve primero con algunos rodeos y al fin junté coraje y lo encaré: —Papi, esta noche dan una de Joselito y con Carmen queremos que nos lleves con el tractor. —le dije de un tirón.
Papá movió la cabeza. Vi la gravedad de su rostro cuando me dijo, con voz grave también: —Noble está enfermo…Tiene lo mismo que los otros dos potros… No tengo ánimo para ir.
Sentí que se me venía el alma al suelo y una corriente de pena y angustia pasó por mi cuerpo. No por la película que no podría disfrutar sino por lo que le pasaba a Noble, un tordillo de tiro tan fiel y servicial… y que nos había acompañado en tantas aventuras…
No podría precisar cuánto hacía que lo teníamos. Yo creo que siempre estuvo allí. Había acompañado a papá en la ardua tarea de emparejar la tierra y era, casi, parte de la familia.
Vinieron a mi mente los paseos en el charret, un carro de dos ruedas, al centro de la colonia, a visitar a nuestros familiares y, antes de la compra del tractor, a la cooperativa donde Noble porfiaba por entrar, pues ya era de su rutina diaria cuando transportaban la fruta, pero para el regreso no era necesario usar las riendas porque Noble sabía muy bien el camino a casa.
También me acordé de los inolvidables paseos en la rastra que papá había fabricado para circular entre las líneas de vides, juntando los cajones de uva durante la vendimia. Solíamos ir con mi hermana, sujetas las dos a las riendas o a los pantalones de papá, desde casa hasta el potrero, donde estaba la parva de alfalfa seca que consumían los caballos, situada en un alto, cerca del río. Éste era nuestro lugar predilecto para jugar.
Cuando venía al final de la jornada y se encontraba lejos del río, yo solía bombearle a Noble varias piletas de agua, que él tomaba tan ansioso que alguna vez se bebía alguna estrella temprana reflejada en el agua. Después vendría, como premio, el morral con avena, y a descansar al potrero, o a veces a la loma, donde había un poco de pasto verde.
Pocas veces lo montábamos porque era animal de tiro, pero como Noble era tan manso, algunas veces pude hacerlo, bajo la vigilancia de papá. Al no estar acostumbrado le daban cosquillas, pero estoy segura que disfrutaba de nuestros cortos paseos.
Papá había comprado hacía poco dos potros bastante ariscos y briosos. Los estaba amansando porque los necesitaba para seguir emparejando la tierra. Eran enormes. Uno alazán, gigante, y el otro zaino oscuro, más grande aún. El caso es que pronto descubrimos, consternados, que estos potros portaban la fiebre equina, altamente mortal en aquella época. Y fue así que, pese a los cuidados y a los servicios veterinarios, los dos potros murieron casi simultáneamente, consumidos por esa fiebre que los obligaba a sumergirse en el río, seguramente para refrescarse. Los vi una tarde con la cabeza gacha, ya sin aquellos bríos que tenían cuando llegaron… Y poco después murieron.
Sé que papá los sintió mucho, pero le quedaba su fiel Noble, así que no estaba todo perdido…
Pero ahora la noticia era devastadora. Noble estaba enfermo también, seguramente contagiado por la misma fiebre que aquejó a los dos potros.
Me resigné a que esta vez no habría cine, pero me preocupaba papá. Esa noche no quiso cenar y se acostó enseguida. Yo me acosté a su lado y le volví a preguntar: —¿Tan enfermo está Noble, papi? ¿Se va a morir también?
Papá lo pensó unos instantes antes de responder.
—No, no... Por suerte hoy vino el veterinario y le dio un remedio. Yo creo que se va a salvar… ¡Tiene que salvarse! —terminó como en un ruego.
Me quedé más tranquila con sus palabras y hasta arriesgué a preguntarle de nuevo:
—¿Entonces podemos ir al cine esta noche?
Papá no era hombre de dos palabras, y eso yo lo sabía muy bien. Cuando decía “no” era “no”. En cambio si él decía “vamos a ver…”, todos en casa sabíamos que era un sí. Entonces vino a mi mente lo ocurrido un mes antes, o dos quizás, en una situación similar. Esa vez la respuesta fue el clásico “vamos a ver”, pero con la condición de que yo debía avisarles a los Blanco, la familia de Carmen, que se prepararan para ir al cine aquella noche. Ellos eran entonces nuestros chacareros y vivían dentro de la chacra, a unos quinientos metros de casa.
Con tal de ir al cine yo acepté y aunque era bastante entrado el otoño y estaba anocheciendo temprano, vencí el miedo y decidí salir enseguida. Primero le pedí a mamá la linterna que usaba para ir al gallinero cuando alguna noche sentía que las gallinas se alborotaban, temiendo que alguna comadreja u otro animal pudiera acecharlas. —Bueno, pero será mejor que no gastes mucho la pila, porque yo la necesito, ya sabés. —me había respondido mamá, que cuidaba su herramienta de trabajo.
Y me largué. A la pasada sentí el alboroto de las gallinas, dándose unas a otras la voz de alarma. Pero a un chistido mío se callaron, aunque alguna todavía protestaba por lo bajo.
Seguí. Conocía muy bien el camino, así que pasé por entre las viñas, crucé la acequia por la compuerta, con mucho cuidado para no caerme al agua. En tanto mi miedo crecía.
A la luz de la linterna me parecía que la sombra de los álamos que rodeaban la acequia me perseguían, estirándose a mi paso, como queriendo atraparme.
Haciendo coraje tomé el caminito que atravesaba la loma para cruzar pronto la tranquera de alambre de púas que comunicaba con el otro cuadro de viñas, contiguo a la casa de Carmen.
Para ahorrar energía decidí apagar la linterna. En la oscuridad me pareció ver un bulto blanco y a la vez escuché un rumor, como si alguien respirara…Casi entro en pánico, pero el rumor no me era desconocido…Entonces prendí la linterna, y lo vi a Noble, nuestro fiel caballo, respirando acompasadamente. Me acerqué y lo acaricié, en una complicidad que él siempre me correspondía. Luego, mucho más tranquila, seguí mi camino.
Esa noche fuimos al cine con los Blanco sin problemas.
Pero ahora era distinto. Seguí pensando cómo podía hacer para convencer a papá. Era inútil. Él ya roncaba ruidosamente y yo seguía pensando.
Encima del baúl, de ese baúl que había traído de España, cargado de sueños, estaba su camisa transpirada, y en el suelo sus alpargatas, que conservaban la tierra del arduo día de trabajo. Me sentí egoísta y desconsiderada. Entonces renuncié a lo que me proponía.
Pasó un buen rato y de pronto algo cambió en mí. Me levanté sigilosamente y decidí ir a avisarles a los Blanco que iríamos al cine. Les diría que papá nos había dado permiso para que Alonso manejara el tractor.
Alonso era un chico de unos quince años que estaba aprendiendo a manejar y vivía con los Blanco porque les ayudaba en los trabajos de la chacra.
Como era una noche de luna llena esta vez no necesité linterna. Podía ver y me deslizaba sin problemas por entre las viñas. Crucé la acequia…y lo vi: ¡Era Noble! Estaba allí, parado, esperándome…
—¡Entonces Noble ya estaba bien! ¡Se había curado! —pensé.
No tenía ni rastros de la fiebre que hasta ayer lo consumía, por lo que me alegré tanto que me acerqué a acariciarlo.
Me sorprendió su inconsistencia. Era como si mi mano lo atravesara íntegro y él sólo fuera una lívida sombra iluminada por la pálida luz de la luna.
Entonces Noble flexionó las patas delanteras invitándome a montarlo y al subir enseguida sentí su levedad. Los dos volábamos cruzando las viñas, sin tocar siquiera el suelo. Levitábamos. Me sentí libre, liviana, como tantas veces había soñado. Nos deslizábamos sin tocar la tierra.
Llegamos a la casa de los Blanco y yo me bajé de mi cabalgadura. Intenté golpear las manos, como se acostumbra en el campo, pero mis manos no hacían ruido alguno, por más que me esforzaba. La casa estaba iluminada por la luna aunque adentro se adivinaba la más absoluta oscuridad. Seguramente Carmen y sus papás ya estaban durmiendo.
Me arrepentí de haber ido...
Cuando me di vuelta Noble ya no estaba. Traté de llamarlo, pero mi voz no se escuchaba. Con desesperación empecé a correr por entre las viñas… Al fin pude levitar y llegar rápidamente a casa. Creo que me acosté enseguida…
Me despertó mamá para invitarme a desayunar.
—Clarita, ¿qué te pasó? Anoche te quedaste dormida en la cama grande… ¡Vení a tomar la leche!
Me levanté de un salto.
—¡Mamá, esperá! ¡Después la calentamos! ¡Tengo algo que hacer!
Corrí por el caminito que lleva a la loma, pero Noble no estaba allí. Entonces me desvié por el otro que va a la parva y al corral de los caballos… ¡Ningún indicio de vida…! Sentí una tremenda desolación. El lugar parecía abandonado.
Entonces corrí hasta la orilla del río donde días atrás habían muerto los dos potros y con gran angustia pude ver a nuestro querido Noble tirado en el agua, frío e inerte, con sus patas embarradas y fulminado por la fiebre equina.
—Murió anoche. —había dicho Pedro Blanco.
Papá, a un costado, no podía dejar de llorar.
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