Miguel decía que la mejor hora para tomar una copa era cuando el pub acababa de abrir. Y a esa hora quedábamos muchos sábados en "La Rivolta". Los taburetes alineados sobre el piso aún mojado. El hielo nuevo para su Johnnie Walker etiquieta negra y el camarero silencioso limpiando la barra con ginebra barata. En su esquina me esperaba Miguel, con el pelo suelto y limpio como el de una doncella preparada para el sacrificio. La luz del foco sobre la barra servía para que el humo del cigarro jugara un rato y para que hoy mitifique la blancura de sus dientes. Hablábamos siempre de literatura y nunca discutíamos. No porque estuvieramos de acuerdo, sino porque no hablábamos el mismo idioma. Él sólo usaba nombres y yo sólo verbos. El conocía todos los títulos, personajes y autores, yo sólo recordaba precariamente algunos argumentos. Era muy joven.
Durante la charla que a veces se alargaba Miguel nunca bebía ni un sorbo de la copa. A veces yo terminaba la mía y pedía otra y él seguía con su copa intacta. Ya digo que era muy joven. Recuerdo que me irritaba que no tomara ni un sorbo, igual que me parecía ridícula su sinuosa forma de bailar con los ojos cerrados, pero esa es otra historia. Pero hoy sé porque lo hacía. Hoy que mi hijo de ocho años se llama Miguel creo que lo entiendo. Ya sé porque no bebía ni un sorbo. Quería alargar el momento, para Miguel ese era el momento perfecto. Creo que ese era su paraíso.