Tu noche interna tras los párpados se aferra y la contemplas,
en ella admiras la negrura inmensa y la llenas,
la llenas de tantas estrellas que ya en tu imaginación no quedan.

Miras tu cielo y piensas:
¿Cómo alzar el vuelo ahora si lánguidas tengo las alas?
¿Cómo surcar con ellas los recónditos cielos
por los que alguna vez me llevaran?

Escuchas a la sangre persistente golpear en oleadas el castillo,
y siendo de arena se pierde esparcido en millones de granos finos,
y el brillo de los múltiples cristales fundidos
en estupenda estela de luz se abre recorriendo todo
hasta el último lugar de los sentidos.

Abres los ojos ahora, la luz a tus pupilas crispa,
te ciega por un instante y lloras,
porque este cielo hermoso que ves no estaba antes, ni la chispa.
Ni el mar, el mar que abarca la otra inmensidad en tu mirada,
ni la tierra mojada que pisas, antes de nosotros nada;
todo tuyo y mío.

Si al mirar mis manos y mirar las tuyas siguen adornadas
con los mismos colores con que pintamos las alboradas,
puedo decir que estoy sumergido en un sueño.
Bello sueño, sí, pero sueño al fin,
sueño por el que daría todo para vivir cada mañana.