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La fotografía
Cogí el tren de cercanías, sólo una estación, en dirección al barrio donde viví muchos años. Demasiado temprano para ser sábado, pero había quedado con una mujer que, aunque granada, conservaba un jovial atractivo. La recogí en su casa y, amarraditos, como en una de sus canciones favoritas, fuimos a desayunar a la plaza de la iglesia, centro neurálgico de lo que hasta no hace demasiados años era un pueblo. Nos acomodamos dentro de una de esas casetas de lona transparente para fumadores que destrozan la vía pública y roban el espacio a los viandantes. No fumamos ninguno de los dos, pero con ese cielo tan radiante apetecía salir de la cafetería, a pesar de las bajas temperaturas. Ella pidió tostada y descafeinado. Yo, pan con aceite y café con leche.
Nos pusimos al lado de tres maduros caballeros, cuyas mujeres, seguramente, les habían concedido una mañana de recreo, para que comentasen partidos y achaques. Apareció un cuarto hombre, bastante más joven y elegante, que portaba una bolsa de papel rellena de humeantes y crujientes porras, festejadas por el trío que allí aguardaba, de las que iban a dar cuenta junto con los hambrientos chocolates que esperaban en la mesa. Ese tostado aroma a festivo madrileño me tentó a mendigar una, pero me pareció demasiada osadía. En cualquier caso, hubiera supuesto la reprobación de mi compañera.
Pasado un rato, se despidieron amablemente nuestros vecinos de mesa, que, tras recoger sus enseres, abandonaron la terraza. Al momento, el menor y más elegante de todos, al que aprecié más envejecido que antes, regresó a recoger un periódico que dejó olvidado en una silla. Sonriente, se despidió de nuevo. Un par de minutos después volvió el mismo hombre, preocupado, buscando una jeringuilla de insulina que debió inyectarse y no se acordó de hacerlo. Miramos por la mesa y el suelo y no apareció por ningún sitio. El señor, que aparentaba ahora más edad que ninguno, marchó apesadumbrado, dejándonos un adiós con voz cansada.
En la luminosa plaza estaban todos los bancos vacíos. Le propuse a mi acompañante que nos sentáramos y nos hiciésemos una fotografía con mi desfasado teléfono, para inmortalizar el momento. Ella adujo que cómo iba a hacérsela con esas pintas, sin haber pasado por la peluquería, sin arreglarse ni nada. “Si estás más guapa y más joven que yo”, le dije. La rodeé con el brazo derecho y estiré el izquierdo todo lo que pude, pero no entrábamos los dos en la imagen.
Un estiloso joven, que bajaba por la cuesta paralela al magnífico templo del siglo XVII que teníamos enfrente, donde se habían impartido sacramentos a gran parte de mi familia, observó mis vanos intentos por retratar la escena y, agitando los brazos, nos indicó que esperásemos, que él haría la foto.
Según se acercaba, descubrimos asombrados que se trataba del señor de la insulina. Después de mirar la pequeña y polvorienta pantalla del aparato, confirmó el figurado joven lo estupendos que habíamos salido.
Ya en casa, tras conectar el móvil al ordenador, descargué la foto y la colgué en Facebook, relatando, a modo de cuento, el especial desayuno de esa mañana.
Por la tarde volví a entrar en la red esperando el comentario de alguna de mis hermanas. Encontré un mensaje de una de ellas, la que acapara la mayor parte de las fotografías y recuerdos de nuestra infancia, que me resultó extraño: “¿De dónde has sacado esa foto?, nunca la había visto antes”. Abrí de nuevo mi biografía y apareció una imagen desconocida para mí. Era yo, en mi párvula edad, subido en un banco de la plaza de la iglesia, echándole un brazo por el cuello a mi madre, rezumante de juventud, manteniendo en mi mano izquierda una de esas cámaras de juguete que disparan un fuelle con cabeza de payaso.
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