MI TÍO PANCHITO
Mi inolvidable tío Panchito, sin discusión el más querido y admirado de todos los tíos de este mundo, fue un personaje sencillamente increíble y único. Y en el recuerdo se mantiene en mí como un paralelo sin desventaja alguna junto a la imagen del tío Alberto de la canción que nos pintó Joan Manuel Serrat. Mi tío Panchito fue alegre, buen bebedor, vivaz, alerta, fuerte como un toro, nada temeroso, enamorado y trotamundos desprendido como el que más.
Como el tío de Serrat, él también tuvo una condecoración muy bien ganada, con la diferencia de que jamás la lució y que de niños, sabiendo de su existencia, teníamos que rogarle para que nos la enseñase cuando íbamos de visita a su casa. La guardaba en una cajita dentro de la pesada caja fuerte que estaba en un rincón de su cuarto y que tenía el embrujo de la oscuridad y el espíritu del más recóndito secreto que tan sólo podían otorgar el tiempo y la personalidad del tío. Por años esa medalla constituyó para mí el resumen del patriotismo
Y esa caja representaba el más grande misterio, casi inaccesible, con todas las características de la magia y de los grandes enigmas en la combinación que la abría. Mi vista se hacía vanamente escrutadora cuando él giraba el graduado círculo de los números en un sentido y otro hasta lograr la debida fórmula y abrir la pesada puerta que accedía a su penumbra interior para buscar la medalla o alguna otra cosa. Allí estaba también su revólver y muchos documentos de los que yo sólo conocía el sonido que producían al él escrutarlos. Los imaginaba muy antiguos y seguramente de gran trascendencia. Y aquella condecoración debió ser la más escondida de la Historia.
Soñaba con algún día llegar a ser como él. Me encantaba todo lo que tuviese que ver con éste magnífico tío y con lo que de él contaban los más viejos de la familia, sobre todo lo que recitaban sus mayores sobrinas. Y allí, frente a la caja fuerte, me imaginaba que accedía a lo más hondo de su pasado cada vez que la abría en mi presencia. Y recuerdo perfectamente el cuidado meticuloso que ponía en esas maniobras al acceder al interior de la misma para no ensuciar las mangas de sus guayaberas en la manipulación de sus cosas.
Este tío fue el hermano menor de mi abuelo paterno. Y ambos habían heredado una fortuna considerable allá por 1890, poco antes de la Guerra de Independencia que culminaría a finales del siglo con la intervención Norteamericana en la guerra de Cuba contra España. Sus padres eran españoles y llegaron a tener una gran fortuna, con enormes fincas, colonias de caña y tabaco y muchos bienes inmuebles, entre otras propiedades, tanto en la Capital como en las provincias de La Habana y Santa Clara.
Mi abuelo Julián, hermano mayor de Panchito, con el tiempo, y con el poder del dinero heredado que durante años conservó porque no se involucró en la guerra, llegó a ser dueño de casi todas las casas del pueblo en que había nacido y de muchas tierras de los alrededores. Cuentan que tenía las más bellas haciendas de la comarca. Allí vivió toda su vida. Fue Juez de ese pueblo durante años y aquél que se convirtió en el marido de su hija mayor fue el eterno Alcalde del mismo hasta el día de su muerte.
Este abuelo Julián, durante esos años de esplendor, y hasta los años 40, fue un verdadero Patriarca en toda la zona, dejando regados un montón de hijos por los pueblos y caseríos de los alrededores. Murió en 1956, poseyendo únicamente la casa en que vivía con sus dos hijas mayores, una delgada y alta solterona que por siempre se ocupó y desplazó entre toda la familia criando niños y cuidando enfermos, y la otra, grande y señorona, y de luto para siempre, la viuda del sempiterno Alcalde. Y murió siendo dueño también de cuatro viviendas más, donde habitaban sus cuatro nietas con sus respectivos esposos.
Estas cinco casas, todas de madera y amplios portales, estaban continuas en la misma cuadra, a un mismo lado de la calle, dentro de aquel pueblito de siempre, ubicado en la zona más occidental de la extensa llanura de tierra colorada que corría hacia el oriente por el Sur de la provincia de la Habana, pasando después por la vecina provincia de Matanzas.
A este abuelo, introvertido y bueno, nada filosófico, resultaba casi imposible sacarle una conversación. Nunca bebió alcohol, nunca fumó y fue el perfecto sibarita en cuanto a grandes comelatas y mujeres se refiere. Le encantaban los dulces y podía comerse cualquier cantidad de ellos en una sentada. Pero, desde joven, igual que Panchito, siempre se enamoró como un muchacho. Pero con la diferencia de que por ahí lo regaló todo, a las mujeres que hizo madres y a los hijos regados que nunca abandonó y para quienes su puerta jamás estuvo cerrada. Recorrió la vida siempre callado, sin mayores complicaciones, sin involucrase en problemas y sin enterarse de lo que sucedía en el mundo. Fue sumamente espléndido hasta el día de su muerte. Su vida fue el placer y la paz. Murió plácidamente en su cama, rodeado de la familia entera y querido por todos, yo muy joven entre ellos. Fue un hombre sin grandes inteligencias, pero un hombre bueno.
Pero la vida de mi tío Panchito, lúcido y brillante, inteligentísimo, pleno de vibrante alegría y virilidad, que sí gustaba de un buen trago de ron y de más de algunas cervezas bien frías cuando apretaba el verano, es una historia muy distinta. Vivió prácticamente más de sus últimos cincuenta años sin tener muchos recursos pues de la heredada fortuna, también gigantesca, tan sólo se quedó con una casa en La Habana.
Esta enorme y alta residencia colonial de pesadas columnas, con un gran patio de robustos árboles alrededor, durante los años de ausencia que gastó en la Guerra fue ocupada por una amiga de la familia, protegida y protectora de Panchito, que después murió en esa misma casa en la segunda década del 1900, siendo ya Cuba independiente. Y mi adorado tío vivió prácticamente sin poseer fortuna alguna porque cuando estalló la beligerancia de 1895, siendo extremadamente joven, donó todo lo que tenía, menos la casa, a la causa de la Independencia.
Y así de jovencito abandonó La Habana para unirse a la lucha en la manigua como un mambí más, primero en las guerrillas en la provincia de Oriente junto al Generalísimo Máximo Gómez y después muy cercano al General Maceo en la campaña de Occidente. Peleó durante toda la guerra y alcanzó el grado de Capitán antes de cumplir los 20 años de edad. Recibió, con la modestia que lo identificaba, múltiples reconocimientos y honores de los oficiales de más alto rango que llegaron posteriormente a ser reconocidos como los más encumbrados patriotas de la tremenda lucha. Pero él nunca aceptó ser ascendido y contaban que a duras penas había aceptado ser capitán. Y siempre mostraba, porque no le quedaba más remedio dentro de su probidad, junto a la más hermosa y simpática sonrisa, una gran cicatriz producida en campaña por un machetazo recibido en la parte izquierda de la cara. Esa marca, que recorría la mejilla completa en profunda diagonal, bajando desde el pómulo, lo hacía más hermoso de lo que ya era por naturaleza.
Por supuesto que cuando lo conocí ya era un hombre mayor, pero muy derechito y activo, siempre elegante, con el pelo abundante y vital, rizado y puramente blanco. Pero nunca olvidaré que riéndose, con la cara enrojecida por la plenitud de su sangre y temperamento, y por aquellos alcoholes que nunca pudieron emborracharlo ni llevarlo a la ridiculez o a la pérdida de la compostura, y adornado con la más perfecta dentadura, se engalanaba de naturalidad y franqueza, para así, sin pretenderlo, convertirse en el centro de atención de donde estuviese. Creo que fue dueño de la más hermosa sonrisa que he visto jamás. Era un verdadero caso.
Y todos lo querían y admiraban, y en las reuniones deseaban estar junto a él, pero mucho más las mujeres. Las mujeres, de cualquier edad, sin quitarle la vista de encima, simplemente se encantaban con este tío que sólo comunicaba felicidad y alegría; y lo adoraban. En aquella época nunca pude ni siquiera imaginar porqué sus guayaberas se mantenían siempre tan blancas, las más blancas que he visto, ni porqué parecían siempre recién almidonadas y muy bien planchadas. Y no lo podía descifrar porque siempre entendí que vivía solo. Su infranqueable privacidad fue otro de los misterios que perennemente lo rodearon y aislaron de los comentarios y los chismes familiares y de cualquier otro tipo. Siempre vivió aparte. Y las mujeres de la familia lo respetaban demasiado y nunca hacían comentarios al respecto.
En la familia se decía que Panchito había conocido a Martí en aquellos primeros días de la lucha en la provincia de Oriente, poco antes de que al Apóstol lo mataran en la escaramuza de Dos Ríos. Eso para todos hubiese sido el mayor orgullo del apellido y la culminación de su extraordinaria vida. Se decía esto en los corrillos hogareños porque él era muy cercano y protegido de Gómez y éste estaba casi en medio de esa acción en que a solas cayó Martí.
Pero Panchito, con lágrimas escondidas pero adivinadas tras un brillo inusual en la mirada, que eran en su silencio la única tristeza que apenas podía encubrir, decía que no era verdad, que eran puros cuentos inventados por sus sobrinas que soñaban hacer de él un héroe. Pero nadie le creía esta negativa porque él jamás se vanagloriaba de lo que había luchado ni de las tantas cosas que de él se decían que había protagonizado en los campos de batalla. Al final, como siempre, ante los comentarios insistentes, simplemente se sonreía con su naturalidad y picardía habitual como diciendo “no se los voy a contar”. Pero dábamos por seguro que había estado junto a Martí y que posiblemente en la distancia hasta lo vio morir arrojado a tiros de su caballo. No, con el mayor respeto mi querido tío Panchito, no te lo creíamos. Tienes que haber estado allí.
Y como las que distinguen estas adivinadas y reconocidas anécdotas eran la mayoría de sus actitudes. De nada se vanagloriaba. Todo en él reía y agradaba. Vivió hasta su muerte en esa casa de La Habana que dejó como única pertenencia, apoyado en el debido privilegio de no pagar alquiler y apoyado también en la escuálida pensión de Veterano de Guerra con que creyeron compensar lo que había hecho aferrado a sus ideales durante la lucha por liberar a Cuba del horrendo coloniaje español.
Y vivió así, sin pretensiones y no sobrados peculios, siempre alerta, tranquilamente, sin perder jamás la compostura, sin molestarse, porque para él la vida era únicamente alegría y un enorme sentido del deber y la honestidad. Cuando le tocaban este tema de su vivir con pocos recursos, que él siempre trataba de evitar, respondía como siempre, con el silencio de una sonrisa de comprensión y sabiduría bajo su astuta y brillante mirada de ojos entrecerrados por la pasión. A todos desarmaba. Después, invariablemente, cuando lo exigían demasiado, decía sin enojos que “los bandidos de la politiquería se habían quedado con el País entero al final de la Guerra”. Para él, cuando la pronunciaba, la palabra guerra siempre sonaba a grandeza y a plenitud en su garganta.
Más de treinta años después de la Independencia participó en la lucha contra el General Machado, que culminó en 1933 con la caída del llamado "aporreador". En la misma recibió una herida de bala que sólo por centímetros no le destrozó el hombro izquierdo. De esta nueva revuelta, y después del triunfo, pasó de nuevo calladamente al anonimato. Nunca tuvo un puesto en el Gobierno y jamás perteneció a un Partido político. No discutía, no reclamaba, no hacía antesalas, no pedía favores. Pero ninguna de las vicisitudes que la vida le fue poniendo en el camino pudieron destruir aquel carácter de simpatía y eterna sonrisa que lo identificaban como el hombre encantador que era, alegre, galante, enamorado y fácil para el arte de entender y conquistar a las mujeres. Con más de setenta años de edad, aparentemente ya tranquilo de tanto luchar y enamorarse, tenía una compañera que apenas pasaba de los treinta. Después se supo que esta mujer era algo más que una aventura de viejo ilusionado y aventurero y muchísimo más que un lance fortuito de su aproximación al ocaso de aquella vida tan fructífera. Fue su última y más hermosa parada en el largo camino de sus realidades y sus sueños. Flotó hasta el final en la embriaguez del amor.
Sí, es la verdad, y era feliz con esa relación que para cualquier otro hubiese sido una insensatez, porque podía ser enamorado sin sufrimientos, caballeroso, muy activo, viril y estar siempre gozando y extrayendo en cada segundo lo mejor de cuanto se le presentaba en la vida. Vivía y disfrutaba al máximo sus pasiones y sentimientos sin mayores complicaciones. Era un hombre natural y generoso con la vida y consigo mismo. Y ese desprendimiento, esa soltura, ese no aferrarse con pretensiones de eternidad, ese no sufrir en vano, lo hacían más encantador aún. Por eso desde siempre, para todos, había sido un enigma cómo era que, mantenido casi en secreto, al igual que en otras ocasiones en que anduvo en sombras en tantas actividades desconocidas por la familia, viviendo aparentemente solo, en aquella enorme casa no había nada regado y cada espacio y todo mueble estaban limpios y bien acomodados. Y su ropa, y sus zapatos, y cuanto le rodeaba, como por arte de magia mantenían el estado más impecable que se pudiese imaginar. Pero al mismo tiempo se intuía que aquella casa, y él, con su brillante júbilo y felicidad, que lo envolvían como un aura, vibraban con el espíritu y la presencia de alguien más en la intimidad de aquel ambiente de tan magnífica vibración.
En la pared principal de la gran sala que daba a un patio interior, tenía colgado su bordón rojo y el machete paraguayo que con su nombre grabado en la hoja había sido su arma preferida en la Guerra. Junto a éste había una foto amarillenta, con los bordes gastados y filamentosos, donde aparecía con su sencilla indumentaria militar de sobrado pantalón, muy joven y apuesto, sujetando las bridas al pie del Generalísimo Gómez que montado sobre su caballo lucía su seriedad, su sombrero, su machete al cinto y su enorme bigote blanco.
Lo más bello que le oí decir alguna vez a este tío maravilloso en casa de mi abuelo, y en cierta forma respondiendo a los miembros de la familia que se preocupaban como siempre por sus pocos recursos, fue que “no requería de nada pues sus necesidades eran mínimas”. Después añadió: “cuanto más cosas tienes más necesidades te inventas y por ese camino de ambiciones y codicias te tornas insaciable y posiblemente vil”. Era todo un coloso.
En 1957, en plena efervescencia de la Revolución, a los 76 años de edad, en un pequeño apartamento de La Habana, muy cercano al Malecón, durante una reunión clandestina de actividades revolucionarias donde se encontraron montones de armas y millares de panfletos que acusaban al gobierno de tantas y tantas injusticias, junto a cinco jóvenes que lo acompañaban, mi tío Panchito fue muerto, vestido de punta en blanco dentro de un charco de sangre, ametrallado por los esbirros de la Policía Militar de la funesta dictadura del General Batista.
Junto a él estaba el cadáver también bañado en sangre de la joven mujer que lo amó, lo acompañó y se ocupó de él hasta el final de su extraordinaria vida y de su más que extraordinaria muerte. Era mi héroe. Y lo será por siempre, con su elegancia, con su hermosa sonrisa y con aquel carácter indestructible y valeroso que era su máxima distinción. Dentro de mí, para él, y para ella, desde siempre, está latiendo la mejor y más amorosa condecoración imaginable. Declararon extrañados los policías que los acribillaron que nunca habían visto una cara tan satisfecha y de tanta comprensión como aquélla de mi tío en el momento de estar frente a su muerte. Y que, igual en el momento suyo, ella no le quitaba la mirada de encima en aquella aterradora pero cariñosa comunicación de despedida de aquel último instante violentamente compartido.
Luis B. Martinez |