Uno.
Aterricé en la ciudad como producto del último aluvión, cuando Madrid estaba, prácticamente, hecho. Sólo había que entrar y estrenarlo. No más. El tiempo me enseñó, sin embargo, que aquel bocado que uno había creído tan al alcance de la mano exigía diente.
Después de un tiempo dando tumbos de pensión en pensión conocí a Alegría. Alegría no era alegre, quizá por tener ese nombre, pero tampoco nada hacía pensar que concurrieran en su persona las circunstancias que a la postre se revelaron: las que la convertían en un auténtico demonio, un ser del inframundo, un espíritu maligno envuelto en medias de cristal.
Uno, que no era tampoco un santo, empezó pronto a hacer cábalas de las circunstancias, modo y maneras que me pudieran llevar lo más pronto posible a su cama. Siempre me pasaba ante unos pectorales de mujer poderosos. Vamos, ante unas buenas tetas, digámoslo sin ambages. Y Alegría se incluía ampliamente- nunca mejor dicho- en la categoría anterior por méritos propios, currículo y maneras. Tanto era así que tenía que haber sospechado inmediatamente de sus embelecos. De que aquellos embelecos, en la normalidad de los casos, no eran para mí. Pero la falta de modestia- defecto de quien no se conoce demasiado a sí mismo- me lo impedía, uniéndome pronto al coro de los que le iban a la par.
Con una circunstancia especial: yo sería ni más ni menos que su pasante, pues la moza era abogada o así se decía de sí misma. De su discurso nada hacía pensar que no concurriera en ella la apreciada referencia.
Dos.
Cuando se supo la manera cómo había amasado su fortuna era demasiado tarde para mí. Si están leyendo esta historia es porque se ha dilucidado finalmente el caso. Después de frecuentar un par de veces sus sábanas, se ve, se hubo de cansar de mí. Noté la tercera vez un profundo sopor inusual nada más bajarme los pantalones. Lo siguiente fue despertar en una habitación tapiada de algún lugar lejano pues por mucho que grité nadie me oyó, por mucho que golpeé las paredes con mis puños ninguna mella pude en ellos hacer. En un cajón encontré un lápiz y una polvorienta olvidada libreta, de esas que se cuelan por detrás, en aquella mesilla velador.
Si esto estás leyendo es porque Alegría reposa con sus apetitosos, pero huesos, en prisión.
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