Los días 7 de cada mes
-Otra vez.
-¡No!
-Si, Elena, si. De color rojo, como siempre-se sentó frente a la mesa y se sirvió un plato de garbanzos-. No paro de darle vueltas al asunto .¿Quién podrá ser?
-¡A saber, Pura!-tragó de su cuchara y masticó cabilando- Podría ser cualquiera. ¡Pues no habrá entrado gente en la panadería de Heraldo!
Pura pellizcó del pan candeal y bebió después del vaso de agua.
-¿Pero te das cuenta, Elena? ¡ Heraldo me engañaba!
-Valiente miserable. ¿Quién nos lo iba a decír, con lo feísimo que era? -miró a su hermana con disculpa-. Perdona mi sinceridad, Pura, pero tu marido era muy feo. Tenía don de gentes, pero era bajito, rechoncho, calvo y más feo que un dolor-hundió la cuchara dentro del plato de garbanzos-. No sé cómo pudiste casarte con él. ¡Con lo guapa y lista que has sido tú siempre!
-Peor es lo tuyo, que te has quedado para vestír santos-exclamó ofendida.
-Pues hombres no me faltaron, Pura- se llevó la cuchara a la boca y miró a su hermana con resentimiento-. Lo que pasa es que yo no quise nada con ellos- adoptó un gesto altivo-. Ninguno cumplía con mis expectativas. Y además, mejor sola que mal acompañada.
-Heraldo podría ser feo, pero tenía muy buen corazón y me quería mucho.
-Si, como la trucha al trucho. ¡Heraldo era un patán!-miró a Pura con soberbia-. Y además, un adúltero.
Pura trató de defender la memoria de su marido.
-Bueno, puede tratarse de un amigo-meditó-. O de una amiga. No tiene por qué ser una amante.
Elena alzó las cejas y se sirvió un nuevo plato.
-Te digo yo que sí, Pura. Tiene toda la pinta. Además, un amigo depositaría flores sobre la lápida de su amigo difunto el día de todos los santos, pero no todos los días siete de cada mes.
-Si, eso es lo extraño. ¿Por qué los días siete de cada mes? Heraldo murió el 22 de octubre del año pasado...-parpadeó para aclarar sus ideas-. No tiene sentido.
-Para mi, que se conocieron el día 7 de vete tú a saber qué mes-tragó y prosiguió con sus divagaciones-. El día 7 debe de ser el aniversario de tu marido y el de la golfa con la que te engañó. No sé cómo se las apaña, porque mira que hemos montado guardias en el cementerio los dias siete de cada mes y aún no hemos conseguido pillarla.
Pura se dio por vencida.
-Si, debe ser eso. ¿Cómo lo hará?
-Tal vez, de madrugada.-se encogió de hombros-. Digo yo, no sé. Pero no te hagas más sangre, hermana, que Heraldo está muerto y ya no puede engañarte más.
-Eso es. ¡De madrugada! El día siete del mes que viene, bajamos al cementerio de madrugada y la pillamos in fraganti. Si ella es lista, yo lo soy más.
-Ni hablar, Pura. Yo de madrugada no bajo al cementerio ni borracha-se compungió-. Ya sabes que el fantasma del hijo de la Paquita se sienta sobre su lápida en cuanto oscurece para que nadie le robe sus peluches-negó con la cabeza-. Conmigo no cuentes, Pura, que si ya me causa reparo ir de día, imagínate de madrugada. Ni hablar.
-Tonterías, Elena. Los fantasmas no existen. Lo del hijo de la Paquita son tan solo habladurías.
-!Já! -tomó una pieza de fruta y la mondó a toda prisa-. Hay mucha gente que lo ha visto y todo coinciden en los detalles. El fantasma del niño se sienta sobre su lápida a raíz de que algún miserable se llevara de su pequeña tumba su osito de peluche preferido. Y desde que lo hace, nadie más se ha atrevido a hacerlo. ¿Tú has visto cómo está la tumba del niño? ¡A rebosar de peluches, juguetes y dibujos que le hace su hermano pequeño! Que no, que yo no bajo de madrugada al cementerio ni a punta de pistola, Pura.
-Está bien. Iré sola. De aqui a un mes, sabré quién es la fulana y me quedaré más tranquila. Llevo ocho meses dándole vueltas y necesito saber quién le pone esa rosa roja a mi Heraldo. A él le perdono porque ya no puede defenderse, pero a ella le arranco la cabeza y la planto en la picota de la plaza del pueblo. ¡Vaya que si se la arranco!
Elena se levantó de la mesa y espiró con cansancio.
-Haz lo que quieras, Pura. Yo me voy a estirar un poco las piernas, que hace muy buena tarde.
Dos días después, Elena murió de un infarto y Pura lloró lágrimas de sangre. Su hermana mayor, que convivía con ella y su difunto marido desde hacía dos años, la había dejado sola en aquel mundo hostíl.
Su ánimo cayó en picado y apenas probaba bocado. Se pasaba las tardes sentada frente al ventanal de la cocina viendo el tiempo de pasar a la que tarareaba una vieja canción de cuna y otra de desamor. Con la salida de sol, bajaba como una sombra al cementerio para limpiar la lápida de su marido y la de su hermana con el llanto entrecortado y las fuerzas mermadas.
Pero aquella madrugada del siete de febrero, Pura aparcó su dolor junto a la chimenea y salió de la casa, camino del cementerio, con la intención de sorprender a la intrusa, tal y como había planeado los días previos al fallecimiento de su hermana.
Armándose de un valor que no tenía, se plantó a hurtadillas en el cementerio. Tras comprobar que sobre la tumba de su marido aún no había sido depositada la rosa roja de costumbre, se ocultó tras la lápida contígua a la de su marido y aguardó la llegada de la energúmena, aterida de frío y con el corazón en un puño.
Fue a pasar que amaneció, aunque nadie se dignó a pasar por allí. Ni rosas, ni amigos ni amantes. Ni tan siquiera el fantasma del hijo de Paquita, con todo lo obstinado que fue en vida.
Decepcionada por el fracaso de la misión y descompuesta por el cruel frío de febrero que le congeló la sangre, salió de su escondite y se situó frente a la tumba de Heraldo para llorar los dolores de su ausencia. Sin fuerzas, a punto de desfallecer, atravesó el pasillo y se dirigió hacia el nicho donde reposaba, de reciente, su hermana Elena.
Rezó sin atinar porque el frío le había escarchado los labios y el corazón. No obstante, alzó la mano para acariciar la fotografía sonriente de su hermana.
-No vino nadie, Elena. Hoy no ha dejado la rosa sobre la tumba de Heraldo- sorbió de la nariz-. Me he pasado toda la noche vigilando, pero no ha venido. Es muy lista, hermana-sollozó-. Nunca sabré quién es. ¡Nunca lo sabré!- se hizo con el pañuelo que llevaba en el bolsillo de su abrigo y se engujó las lágrimas-. Si no te hubieses ido, hermana...Tú eras más sagaz que yo y...
Pura interrumpió de repente su discurso y cambió su gesto de desconsuelo por otro de desconcierto.
Giró la cabeza. Negó con la cabeza. Volvió a girar la cabeza. Miró la fotografía de su hermana. Negó con la cabeza. Se llevó las manos a la cabeza.
Y después de despejada la ecuación, cayó de rodillas y gritó hasta desgarrarse la garganta. |