"Y para ya no verse
se abisma y muere en el desierto helado"
José Emilio Pacheco.
Se puso a mirarse en el espejo. La imagen de un rostro extremadamente pálido. Las ojeras oscuras que van del café chocolate al morado berenjena. El cabello negrísimo alborotado. Sus ojos alucinados, enrojecidos, los labios partidos, delgadísimo. El traje negro. la camisa blanca con holanes, la corbata roja de moño. La habitación, su dormitorio, en penumbras. Iluminada por una cuantas velas clavadas en el candelabro de bronce. Largo tiempo mirándose atentamente, sin parpadear. La lámpara de pie con su foco de 40 wats iluminando el espejo. Escuchando Lagrimosa. Esperando ver desaparecer su imagen. Confirmar de una vez por todas su transformación. Alcanzar la inmortalidad. El alargamiento y agudeza de sus caninos superiores. Pero solo comprobó la inutilidad del talco, las sombras robadas del estuche de maquillaje de su hermana, la tintura para el cabello de su papá, el ridículo y anacrónico vestuario rescatado de un baúl en el cuarto de los tiliches... En el estéreo siguió sonando Lacrimosa.