El día había sido interminable en la trabajo y lo único que quería hacer era llegar a casa y tras tirar la chaqueta lejos en la entrada de mi habitación,
tomar mi bicicleta y quemar las malas horas pasadas con ejercicio al aire libre. Ese aire que en esta ciudad era escaso, irrespirable, necesario.

Ya era tarde y las luces de la ciudad se iban prendiendo paulatinamente mientras el sol, en su acostumbrado ocaso, me era esquivo una vez más.

Cada pedaleo era un problema menos que se iba desprendiendo de mis manos, que apretaban certero el frío manubrio que se resistía a ser exprimido, de mis pies que en cada presión sobre mi planta deslizaban las decepciones que se fueron acumulando a través de la semana, cada gota de sudor que corría por mi frente nublando repentinamente mi visión.

No me había percatado de lo que había avanzado, ni en donde estaba. Solo el cielo estrellado delataba la lejanía de las luces de la gran ciudad.

Me detuve un momento al costado del camino, con los pesares destilados en la ruta y la razón renovada. Algo cruzó rápido por mi cabeza y se alejó en el horizonte. Algo se movía en mi interior indicándome que mirara hacia arriba. ¡Por supuesto! Hoy era la lluvia de estrellas Táuridas y ya había dejado pasar un par de deseos.
Tendré que seguir pedaleando para alcanzarlas...