En la sala de espera quedaban dos pacientes, un joven de rasgos nórdicos que veía con preocupación un pequeño remolino de lumbre que nacía de la palma de su mano, y un androide que padecía una ansiedad interna que se hacía visible, porque de estar agachado revolviendo su cabeza entre sus manos, se erguía impulsivamente como para aclarar su mente, haciéndole algunos agujeros a la pared con su occipucio de aleación —era probable que la idea de la cerebellar-like feedback apenas flotara en las mentes de los ingenieros de Androides Mexicanos cuando el robot salió de la fábrica—, y regresaba pronto a su desesperada posición.
—Gracias médico —dijo un hombre viejo al salir del consultorio, y enseguida asomó el doctor medio cuerpo y la totalidad de su redonda y rubicunda cara, sonriendo como un niño.
—Señor androide, si tuviera la amabilidad de pasar —dijo con humor el galeno, y el robot de forma humana, como saliendo de un pequeño mundo de angustia, alzó la frente y miró huraño al médico, después sacudió la cabeza, sonrió y se levantó para dirigirse al consultorio. Su marcha era torpe, como si los pistones y cables que movían sus miembros inferiores no estuvieran coordinados y accionaran independientemente, con voluntades contrarias.
—Buenas tardes —dijo el androide ya sentado en el consultorio.
—Veo que tiene una leve cojera, señor... —y dudó un momento hasta que vio una impresión en un lado del cuello del robot—, señor Pierre.
—Es el nombre que elegí al salir de la fábrica —dijo el paciente y empezó a relatar su dolencia—. Los androides de mi línea, la 002359A, no producimos comandos motores de novo, sino que toda acción motora de la que somos capaces resulta del análisis de la información aferente; soy parte de la generación conocida como “refleja”. El problema es, que desde hace tres días la información que recibo de mis receptores propioceptivos está, en alguna manera que los ingenieros no comprendieron, corrompida, mi software carece del lenguaje necesario para procesarla; podría decirse, para que le sea más familiar, que no siento mis piernas, pero eso no es objetivo. Por ello presento esta incoordinación de la marcha.
—Ya veo, ¿me permite? —dijo el médico ofreciéndole la punta de un largo cable transparente y levemente iluminado.
—Por supuesto —dijo el androide haciendo un gesto amable, tomó el cable y lo introdujo en su tórax por el hipocondrio derecho, se escuchó un breve cambio en sus ruidos basales, se irguió su postura y el cable empezó a mostrar bellos patrones de luz rítmica y secuencias de colores—. Debo decirle, doctor, que mis otros síntomas son de un orden más preocupante. Hace tres días empecé a tener episodios, podría decirse, de confusión. Yo fui creado para trabajar en laboratorios de microbiología, precisamente en el cultivo de bacteriófagos destinados a vacunación. Lo que me pasa es que la claridad de mis procesos se enturbia y ya no entiendo lo que me dicen, lo que leo, lo que veo; como si los nombres y la naturaleza de los objetos con los que trabajo no estuvieran en mi programación; supongo que otro paciente le diría que le parece que no son de este mundo. Veo los tubos de ensayo y se me olvida que los tubos son tubos, y que “tubo” es una palabra. Veo todo en segundo plano, sin detalles; como en un sueño, tal vez. Empiezo a dirigirme a la gente como lo haría con otro androide, y mis compañeros me dicen que hablo en clave. Me pongo como un insano y pongo en riesgo mi trabajo. Usted se habrá dado cuenta de que soy androide libre.
—Me di cuenta por su calidez al hablar, el robot de fábrica no está acostumbrado al trato con humanos —el médico elevó su mirada revolucionaria hacia algún punto al otro lado de la ventana, adoptando una postura más gallarda—. Yo mismo luché con los abolicionistas por el libre albedrío de su gente. Ojalá que veamos pronto el día en que nuestra patria despierte a la igualdad entre hombres y androides —y el robot de forma humana asintió lentamente y en silencio, dejando ver una sonrisa de esperanza.
—Por último —siguió el androide—, tengo la ilusión de que percibo olores, precisamente olor a madera quemada y a excremento de paloma, y yo no poseo receptores químicos de esa naturaleza, de hecho, no entiendo cómo puedo nombrarlos. Me parece que en la respuesta a esa interrogante podría estar la solución al problema de los cerebros positrónicos, cuya función, usted sabrá, ni los ingenieros saben explicar cabalmente. Los androides que siguen atados a la aparente inconsciencia que los hombres han querido grabarnos hasta —e hizo una pausa bajando la mirada con una sonrisa—, en el alma, no son conscientes de ello, pero un día algún genio cuyo nombre no he podido encontrar echó a andar el primer cerebro autoconsciente; quien podía lucrar con ello se dedicó a copiarlo, cuando se quiso entender la sorprendente invención nadie pudo encontrar al creador, y aún se considera tecnología incomprensible.
—Volviendo al tema —continuó—, me gustaría conservar mi trabajo, no es fácil para un androide libre de séptima generación encontrar uno, menos en esta crisis actual.
—Así es —respondió el médico después de haber consultado el monitor en su escritorio—, lo androides no tienen derecho a pensión y el mantenimiento no es gratis. La buena noticia es que creo haber encontrado el problema. Se han puesto de moda los medicamentos homeopáticos para mejorar el rendimiento intelectual, ¿no habrá estado expuesto a alguno de ellos?
—Hace tres días precisamente —dijo el androide sonriendo—. Algunos fabricantes de India y Alemania están dando a los androides una dosis de Anacardium orientale 30C; los cerebros positrónicos tienen neuronas humanas y otras líneas celulares en interfaz con los componentes digitales. Al saber esto yo quise hacer la prueba, y fui a comprar un frasco, atrás de catedral. ¡Sólo tomé una gota! —dijo sorprendido el paciente, y pronto cambió su mirada por una de anhelo, de inspiración— Verá usted, la mente es el tema que más me ha atrapado, y en el que más tiempo he reflexionado. Es lo que más envidio de ustedes, los humanos. Nuestra mente sí es el producto de la actividad de nuestro cerebro, un montón ingenioso de centros y vías; la suya, doctor, es la ventana de su alma.
—¿Qué es la materia, señor Pierre?, ¿en qué difiere la suya de la mía?, ¿no son máquinas las células?, ¿no son las máquinas, organismos?; si puede usted sentir inspiración, ¿no habrá una parte de usted que responda al Inspirador Universal? Puede desconectarse ahora —dijo el médico afablemente.
—Si yo tuviera lágrimas, las vería en mis ojos, doctor —dijo el androide, sonriendo con tanta emoción que el gesto evidenciaba lo artificial de su diseño. Devolvió el cable—. No deseo quitarle más tiempo, ¿qué debo hacer?
—Coloque una gota de este medicamento en la membrana cerebral, imagino que así lo hizo la primera vez —preguntó el médico, a lo cual asintió el interrogado—. Es el mismo que el que usted usó, pero en una dinamización más baja, eso bastará. Me gustaría verlo en una semana.
Así terminó la consulta. El androide salió mostrando una marcha normal. El médico se asomó de nuevo a la sala de espera y vio que el paciente que podía crear fuego en sus manos se había ido.
—Ysmalda, ¿qué le pasó al artista del fuego? —y la enfermera puso una cara de travesura.
—Me dijo que desde hacía días sus llamas no eran tan grandes como normalmente, que se sentía muy apagado desde que lo dejó su novia, que no sé qué cuánto. Le di una dosis de Phosphorus 200C ¡y casi hago que nos queme la salita! —dijo con mucha gracia la enfermera.
—Perfecto, ¡pero a la siguiente me pregunta! |