JINETERA
Cuando el desagradable extranjero se le quitó de encima para dirigirse al baño, desnudo por completo, en sus grasas, blancuzco y desnalgado, ella quedó sobre la cama, desnuda también en su color criollo y tropical, boca arriba, vacía y vencida, como si todas sus fuerzas la hubiesen abandonado y no fuese capaz de levantarse. Sentía que el mundo entero giraba y se iba borrando hasta casi desaparecer en un silente y alocado torbellino que la circundaba sin tocarla. Estaba mareada. Apenas podía parpadear por el ardor que le secaba y enrojecía los ojos y sentía una ahogada angustia que le apretaba el pecho y le revolvía el estómago. Y se supo desamparada como jamás lo había estado al reconocerse en la humillación de su abandono tras la pérdida violenta de su triste y débil virginidad. Y la perdió sin el menor asomo de placer, ni de ternura, ni de consideración, casi a la fuerza, para después quedar abandonada y rota en la cama, cual si fuese un desperdicio. La necesidad y el escaso deseo que la había arrastrado hasta allí la desolaba mucho más de lo que su poca imaginación le hubiese podido advertir con anticipación. Por un momento se quedó quieta, ahora más asustada que nunca dentro de la turbia conciencia de su situación, pensando en el regreso a la casa y en el enfrentamiento con su madre, que sí la había prevenido de esa posibilidad una y otra vez con la mayor de las angustias. Recordó lo que a diario había escuchado de ella con respecto a los turistas y a lo que estos buscaban por las calles y bares de la ciudad. En ese momento, no sabiendo qué hacer, aún en su inexperta confusión, sí que lo comprendía. Quedó mirando sin definición hacia el techo, queriendo borrarse hasta desaparecer con todo lo vivido en aquella habitación y también con toda la miseria que se sumaba en sus entrañas en esa corta vida de tanta necesidad. Su malestar, y la humedad maloliente del cuarto de aquel oscuro motel pintado de azul pastel, no eliminada por el ruidoso aparato de aire acondicionado que apenas si colgaba de tres tornillos y un grueso cable cercano a la base de la pared, la hacían sudar y la incomodaban hasta congestionarle la respiración. Sentía una intensa debilidad que le aflojaba las piernas y el cuerpo entero. Así se quedó por unos minutos, desorientada, escuchando el ruido de la ducha y la voz destemplada del hombre que le llegaban a través de la puerta abierta del baño, tan sólo observando con ojos nerviosos el descascarado techo, dominada por su agitación y sin saber qué hacer. Un momento después, apretando los labios, levantó la cabeza y bajó la mirada hacia el calor pastoso que se le movía en el sexo, más allá de su plano y escuálido vientre. Le subía un olor acre desde la entrepierna, desde el escaso y corto y liso vello del pubis. Se respingó y en un instante se aborreció. Contrayendo el rostro, con ojos pequeños de angustia y susto, y tapándose la boca, se contuvo a duras penas de dar un grito al ver los hilillos de sangre que le brillaban en la cara interna de los muslos. Cerró las piernas y giró el cuerpo sobre la cama, asustada, temblando, casi extraviada. Buscando un refugio se encogió en un ovillo indefenso y se cubrió a medias con la sábana sin dejar de temblar, resguardando los pequeños senos con las manos que ahora sentía frías y débiles. Más que dolor, mucho más que cualquier otra cosa, sentía asco y deseos de vomitar. La angustia que la ahogaba iba más allá del miedo que había sentido desde que salieron del bar en que se conocieron y llegaron y entraron al hotel donde se detuvo en perdida soledad al cruzar el umbral, sin saber cómo comportarse, quedando sometida a la voluntad del extranjero y a las miradas insolentes de los tres hombres presentes en el sombrío espacio frente a la recepción. Tirada sobre la cama, apretó contra pecho un nudo hecho con la tela de la sábana, impotente, sabiéndose sin regreso, conteniendo todos los llantos recientes que se sumaban a los cientos que llevaba acumulados durante el lento tiempo de su vivir diario. Pero lo que había padecido con aquel extraño la hería en carne y hueso y corazón, en lo más hondo, oprimiéndole el alma en entrecortados gemidos y contracciones que intentaban brotar y no podían romper las ataduras de su miedo y sus ahogos por hacer el menor ruido posible. Y apenas aguantando las lágrimas, sintiéndose ridiculizada en su inexperiencia, no entendía en su callado llanto porqué para ella todo aquello había sido tan traumático y desapacible. Supo en ese instante que el mundo entero había cambiado. Sentía un sabor metálico en la boca reseca y el pensamiento se le confundía en un atropellar que la alejaba de cuanto había vivido. Se reconoció herida y distinta. Nunca pudo siquiera imaginar que lo soñado tan romántico, como lo que siempre vio en las telenovelas, entre encajes y caricias y sábanas limpias, pudiera llegar a ser tan desagradable y sucio. La mayoría de sus amigas lo hacían una y otra vez, casi a diario. Y no se quejaban. Y haciéndolo podían comprarse ropas y zapatos en las tiendas de turistas que sólo aceptaban los pagos en dólares. Y le describían esos encuentros con los turistas sin ningún tipo de inhibiciones, en plena calle, pintarrajeadas, con el mayor descaro, mostrándole cómo se movían y gemían real o fingidamente en la cama para satisfacer a sus acompañantes. Eran las rumberas de la prostitución. Y lo relataban como un triunfo, como si ellas fuesen las que se aprovechaban de los turistas que sobraban por las calles en infalible cacería. Pero a ella le había resultado muy difícil y doloroso. Siempre había conocido de las jineteras, pero ahora sabía, como si su dolor le diese alguna luz, que se trataba de todo lo contrario, ellos, los turistas, eran los gastados jineteros explotadores de la necesidad que venían a buscarlas en el llamado paraíso tropical. Y recordando su temor y nerviosismo junto a aquel bruto se vio casi entre vómitos cuando al principio, inclusive antes de desnudarla, el hombre se introdujo por la boca mientras la agarraba con fuerza por la cabeza y los cabellos, halándola, obligándola, maltratándola, como si fuese una basura, riéndose de sus múltiples arqueadas. Esto le había producido mucha repulsión y daño, aunque no tanto como lo otro, lo que vino después. Lo que la destrozó. Calladamente quiso resistirse, pero no pudo. Cuando el hombre la violentó con la penetración más agresiva, sintió que las piernas apenas le respondían y que el alma se le escapaba en cada queja reprimida en su primer intento y pobre imitación de mujer completa que no sabía cómo ni qué hacer. Se dolía bajo el inmenso peso y los atropellados movimientos de aquel bruto grasoso. Pero no duró mucho, en un último impulso, bruscamente, todo había terminado. El hombre la abandonó sobre la cama como se desecha un trapo indecente que no tuviese valor alguno y se dirigió hacia el baño. Lo seguía escuchando al canturrear bajo el chorro de la ducha, complacido, seguramente muy convencido de su hombría. Y lo odió con el mayor desprecio posible. Lo detestó desde el momento en que no más entrar en el cuarto prácticamente la atacó deseoso y descompuesto. Era un hombre feo. Y ahora estaba sola. Sola y despreciable sobre la cama. No podía más. Se levantó y a medias se limpió la entrepierna con la sábana, de nuevo con asco, aborrecida de sí misma, viendo las manchas de sangre y semen en la tela. Después, se vistió con la ropa que le habían prestado para aquella aventura y que llevaba puesta cuando el hombre se le insinuó en la barra adonde las muchachas le dijeron que fuese bien arregladita, en La Habana Vieja, a pocos pasos de la Catedral. Se paró frente al espejo y se maldijo con repugnancia al verse como si fuese otra persona. Por primera vez en su vida se vio con la certeza de la realidad, delgada, ojerosa, de senos breves, sólo con lo marchito de lo que debió ser la frescura de su naciente juventud. Se supo muy lejos de ser una mujer verdadera. Cuando se puso los zapatos con torpeza y cerró las hebillas con manos temblorosas, de nuevo sentada sobre el borde de la cama, tuvo conciencia de que sobre la mesita de noche el radio seguía sonando con la música caribeña a todo volumen. Una mujer cantaba una guaracha con voz aguda, acompañada por trompetas, tumbadoras, quintos, maracas y guitarras, en múltiples tonos, remachando en el estribillo todo el placer de su Cuba bullanguera y sensual. La vida era para gozarla, decía la cantante, y lo entonaba una y otra vez. Y el coro lo repetía. El estribillo, tantas veces repetido y escuchado, ahora le resultaba agudo y cortante. Sonrió con tristeza y desprecio. De la misma mesita donde estaba el radio agarró el billete de cinco dólares que el hombre le había prometido. Lo estrujó con rabia y lo dejó oculto entre el puño bien apretado. Caminó a duras penas hasta la puerta, sin taconear, queriendo desaparecer. La abrió lentamente, con miedo de ser sorprendida, sin producir ruido, y salió sin cerrarla. Se fue caminando torpemente por el oscuro pasillo, sin mirar hacia atrás, despiadadamente abandonada, con la cabeza gacha, ladeándose casi sin caderas sobre los incongruentes zapatos de tacones mucho más altos de lo acostumbrado. Penosamente sostenía el equilibrio. Y así caminaba, alejándose, por lo que imaginaba como un negro túnel, buscando la luz de la salida. Y gemía. Y lloraba. Tenía catorce años. Apenas catorce años.
Luis B. Martinez |