El ómnibus se detuvo al borde de la acera. Él tardó dos segundos en subir, y se sentó en la segunda butaca del lado del conductor. Desde mi asiento en la última fila yo no perdía detalle de sus movimientos. Y así lo venía haciendo durante el último mes. Estudiaba sus gestos, miraba su rostro y su vestimenta.

Una mujer lo recibía cada noche cuando bajaba en aquella esquina, y luego los dos entraban a un viejo restaurante. Recuerdo que fantaseé varias veces con ocupar el lugar de esa mujer.
Una noche bajé con él. Debido a un loco impulso los seguí y me senté en una mesa cercana.

Los oí discutir, creo que se trataba de celos. Ella era hermosa. Noté que el tono de sus voces poco a poco se iba elevando sobre el de la concurrencia.
Cuando escuché la amenaza me asusté. Recuerdo que volqué mi copa y el mantel se tiñó de rojo.

Al otro día esperé en vano que él subiera al ómnibus. Y los siguientes también. No lo volví a ver hasta mucho después.

La noticia apareció en el periódico la semana siguiente. Se veía una foto de esa mujer. Su cuerpo, hallado en un basural, no presentaba evidencias del agresor. La habían rociado con nafta y prendido fuego.
Mi primera reacción fue de asombro. Me pregunté si debía informar a la policía sobre lo que había presenciado. Pero no lo hice.

Ha pasado un año, ya. Hace casi dos meses volví a encontrarlo en el recorrido de entonces. Subió donde siempre, pero en esa ocasión fue él quien me siguió cuando bajé.

Durante estos últimos días he pensado mucho en lo ocurrido. Sobre todo en eso de que los deseos muchas veces se cumplen, en cómo es posible que ahora yo esté en este sitio, el de ella, soportando sus celos.
Me cuestiono todo el tiempo.
No sé lo que busco en él. No sé qué busca en mí.
O peor aún.
A veces creo que ambos lo sabemos.