La gente sabe hacer cosas. No solo sabe hacerlas, también sabe disfrutar haciéndolas. Yo hace tiempo que no sé. Por eso escribo.
Normalmente conoces gente y te preguntan: ¿A qué te dedicas? Eres libre de contestar cualquier cosa, aunque sea mentira. Pero la mayoría se limita a decir la verdad: soy informático, vendedor de seguros, camarera, el inútil de planta de mi oficina. Pero no te están preguntando cuál es tu trabajo, sino: a qué te dedicas.
Yo respondo: Escribo. No, esa no es la respuesta adecuada, solo pueden responder eso quienes tiene unos cuantos libros suyos en las librerías. Pero sin embargo, tú dices: escribo, porque es la verdad. Mayormente me paso el día escribiendo. No, es algo mucho más inútil y estúpido: mayormente me paso el día pensando en lo que podría escribir. Podría escribir una manida trama sobre un escritor en crisis, tomar como referencia a los poetas anglosajones del XIX, Kipling, Parker, Ritter, Sara Teasdale, Cooke, y perderse en las vicisitudes de la creación (Uff,soporífero); o sobre una mujer autodestructiva y su empeño en suicidarse a pedazos lentamente o un personaje deplorable que de pronto un día decide hacer las cosas rematadamente bien; podría escribir (y finalmente no escribir) centenares de inicios de párrafos, centenares de primeras líneas, centenares de primeras palabras; dejándome llevar por la escritura libre, por una decena de manuales de estructuración; ¿qué tal una novela coral aglutinada por el desencanto?; podría escribir (y finalmente no escribir) imponiéndome horarios o sumergida en el caos vital; estando sobria, borracha, optimista, desesperada, enamorada, despechada, sola, acompañada; escribir y no escribir en un teclado, en un cuadernillo moleskine, en el papel higiénico, haciendo jeroglíficos; tumbada, sentada, reclinada, caminando, frente a la ventana, frente a un espejo, colgada del revés. Escribir y no escribir. Hasta llegar a la firme determinación de que no sirves para ello.
Podría, a cambio, dar cien vueltas alrededor de la manzana que rodea mi casa mientras pronuncio el nombre de Elizabeth Bishop, la sonoridad de su apellido marcando la marcha de mis pasos Bi-shop, Bi-shop, Bi-shop. Podría cortar el césped, estaría bien escuchar al alba el susurro de las cuchillas, pero enmudecen en los jardines imaginados. O podría ordenar el cajón de mi ropa interior. Mis sujetadores y mis bragas nunca coinciden. Yo miro a las chicas que salen en las portadas o en las vallas publicitarias y me maravilla que lleguen a ser tan ordenadas.
Hace algún tiempo trabajé en una agencia de modelos (claro, nunca fui una chica de portada. Bah, para qué engañarnos, tampoco de mitad de página, ni del huequecito más remoto de cualquier página). La excusa siempre fue la misma: te faltan unos centímetros de altura. A mí me gustaba bromear y decirles: sí, y me sobran un par de toneladas de neuronas. Pero eso solo son clichés. Tengo una amiga modelo que sí alcanza esos centímetros de más y lee a Proust, y a Stendhal, y en cierta ocasión me recomendó unos cuentos estupendos de Alice Munro, mucho antes de que le dieran el Nobel. Mi amiga también escribe. Ella hace lo que quiere: y escribe. Aunque claro, lo hace en su justa medida, tan solo en intervalos puntuales: esos mínimos espacios libres que se abren camino, inofensivos, entre dos inmensos continentes de vida. Ah, de vida... Siempre escribe cuentos ambientados en la Inglaterra victoriana. Nunca le he preguntado el porqué.
En aquel tiempo, yo fui un trocito de carne en una playa de la Costa Brava, un trocito de carne en una playa de la Costa Dorada, un trocito de carne en una playa de la Costa del Sol. Todos los anuncios fueron de cervezas extranjeras. ¿Qué tendrán en verano los publicistas en la cabeza? Eso: España, playa y cerveza. Supongo que mucha gente podría vivir únicamente de ello. Quizá a mí me gustaría vivir únicamente de ello.
Lo más relevante que conseguí de aquel trabajo (curiosamente no fue el mejor pagado) fue un papel en una TV movie para la televisión catalana. Una película horrorosa, claro. Yo hacía de chica rusa en manos de una red de prostitución. Como ya imagináis, mi papel no tenía diálogos. No sé cómo me las hubiera apañado para hablar en ruso. Me vistieron de gatita porno y me plantaron en mitad de una fábrica abandonada. Creo que suena más sórdido de lo que en realidad fue.
De esa experiencia recuerdo que llevaba un ridículo traje: unas orejitas felinas, un corsé negro apretadísimo, unas inevitables medias de rejilla y un lamentable liguero. Y, cómo no, un vulgarísimo tanga. La capa de catwoman con la que me cubría fue expulsada de mi cuerpo por una engreída chica de vestuario que me acusó de estar ensuciando los bajos de la tela. Y fue así cómo pasé el rodaje, con los imbéciles de los técnicos de sonido babeando por mi culo. A mí me hubiera gustado entonces tener realmente urpas de gata y haberles arañado en la yugular. Claro que yo escribo, pocas veces actúo |