Sin título
No se habían casado hace mucho tiempo cuando ya iban a ser padres. Y de mellizos! Según el médico que atendió a la señora eran varones.
Como maestro el futuro padre no ganaba mucho, así que decidieron irse a otra ciudad para ver si conseguía un trabajo más remunerado. No permitiría a su esposa a trabajar, aunque joven era chapado a la antigua. El que debe traer el dinero a casa es el hombre. La mujer debe ser dueña del hogar, criar a los hijos y respaldar a su esposo en la decisión que tomaba.
Vendieron lo que pudieron vender, y con los pocos ahorros se instalaron en un modesto apartamento en una ciudad más grande.
Todos los días compraba el periódico para ver cualquier oferta de trabajo. Comenzó desde lo alto, pero no tenía capacitación ni de ingeniero, ni de enfermero, ni de nada de lo que ofrecían. Siguió bajando sus aspiraciones y su mirada se quedó en un anuncio que buscaba un vendedor.
Al ver que los días pasaban sin ninguna buena oferta, decidió presentarse en esa firma. Lo que buscaban era un vendedor ambulante que iría de puerta en puerta para ofrecer los productos que ellos tenían para vender. Desde aspiradoras pasando por heladeras hasta lo más barato que eran botones de todo tamaño y color él podía ofrecer. Como bien le dijo el dueño de esa empresa, si sabía convencer, algo podía vender.
El futuro papá no se creía capaz de convencer, pero como no había nada mejor, aceptó.
Todas las mañanas temprano salía de su casa muñido de los catálogos de la firma, su almuerzo que consistía en dos sándwiches y un termo con una bebida que casi siempre era agua.
El primer día estuvo muy nervioso, hasta creyó tartamudear, pero se fue calmando cuando se dio cuenta que dentro de él algo se había movilizado quizás por la desesperación de no poder alimentar a su familia, pero resultó que ya en los primeros días había sobrepasado la cuota que el dueño le había impuesto como a todos los demás vendedores.
Mostraba los catálogos y muy pocas veces le cerraban la puerta delante de la cara. Quizás por su aspecto formal, siempre de traje y corbata que hacía juego, quizás por su aspecto juvenil o por su labia, él no lo sabía, pero sí sabía que traía a la firma más ventas que lo demás empleados. El sueldo no era alto, pero recibía un porcentaje aunque chico de las ventas que efectuaba. Cuánto más vendía más cobraba a fin de mes.
Los sándwiches se hacían cada vez más suculentos, el termo ya no vertía solo agua sino alguna bebida refrescante.
El dueño al darse cuenta de la perla que había contratado y que gracias a él su negocio florecía como nunca antes, abrió una sucursal en otra ciudad, y ahí envió adivinen a quien?
Nuestro vendedor estaba encantado, lo único que le molestaba era que ya no podía ir todas las noches a su casa como antes. Su esposa que después del parto quedó algo debilitada, lo animaba al ver lo feliz que él estaba y le reiteraba que ella estaba bien, que no se preocupara, que aunque lo extrañaba tenía más que suficiente trabajo con los mellizos.
El seguía vendiendo pero ahora a mayor escala. Ya no solamente botones, sino toda clase de electrodomésticos, y sus entradas aumentaron. Así se pudieron mudar a un apartamento más grande porque los niños necesitaban sus espacios.
Según pasaron los años, se sumaron más cadenas al negocio en otras ciudades y el dueño se atrevió abrir una sucursal en otro país. Y ahí fue nuestro vendedor, que en el ínterin había sido promovido a jefe luego a gerente regional y terminó como gerente general con un buen sueldo.
El dinero ya no entraba de a poco sino que casi se podía decir entraba rodando. Pudo comprar una pequeña casa y cambiar de coche, le compraba lindos vestidos a su esposa y ropa a sus hijos que crecían rápidamente. A casa venía poco, aunque había hecho un trato con su ella que en su licencia que era de Navidad hasta Año Nuevo se quedaba en casa, para festejar todos juntos. La llamaba muy a menudo contándole sus peripecias con clientes, ella lo escuchaba y felicitaba y él estaba tan absorbido en su vida ajena a la de su esposa que no se daba cuenta que sus felicitaciones tenían un dejo amargo. Cuando le decía que lo extrañaba él se disculpaba diciendo que todo el trabajo era para darle a ella y los niños una vida mejor.
El dueño del negocio le ofreció dar charlas informativas a otros vendedores con lo cual tuvo tanto éxito que la Cámara de Comerció le pidió expandir esas charlas a otros países. Y ahí viajó nuestro sujeto. Apenas llegaba a casa ya planeaba el siguiente viaje, salió varias veces en la televisión en donde sus charlas fueron promocionadas. Recibió plaquetas y medallas de oro y los halagos se sumaban a los aplausos de la concurrencia.
Los años pasaban, sus hijos se casaron y él pasó los sesenta, ya completamente calvo. Cuando llegaba a casa siempre lo esperaba su comida preferida, una esposa amante que lo seguía queriendo después de más de cuarenta años juntos. Él nunca se olvidaba de traerle algún obsequio del país en el cual iba. Ya la vitrina estaba llena de todos los recuerdos que ella recibía. Pero lo único que le interesaba es verlo feliz y poder abrazarlo. Los abrazos cada vez se volvían más escasos a medida que él viajaba más seguido y más lejos.
Un nefasto día recibió la llamada de uno de sus hijos que la madre fue internada. Tomó el primer avión y llegó para verla tan diminuta en esa enorme cama. Todos los análisis dieron bien, los médicos no tenían en donde agarrarse, donde buscar, que darle para levantar ese ánimo. No sabían que su enfermedad venía del alma. Un alma enfermo que durante todos eses años debió luchar solo sin el apoyo del hombre que aún amaba. Como le comentó a una de sus nueras, una mujer divorciada o viuda no tiene otra opción que pelear la vida. Pero ella tenía un esposo, que muy poco veía, y cuando llegaba a casa y se quedaba algo más de una semana caminaba por las habitaciones como un león enjaulado buscando la próxima salida.
Ahí estaba él angustiado tomándole la mano e implorando que no debiera ceder, por que haría él sin ella. Ella lo miró con infinita tristeza a los ojos y dando un suspiró falleció.
El no se dio cuenta de más nada. Ni del sepelio, ni de las flores, ni de las condolencias que llovían de todos los lados.
Había elegido un lugar para ella y él en un cementerio privado con vista al mar, como si los muertos podrían disfrutar también del paisaje.
Él se quedó solo delante de su tumba tapada con tantas flores que apenas se veía la tierra. Comenzó a llorar. Primero las lágrimas brotaron de sus ojos gota a gota, luego comenzaron a mojar la solapa de su traje. Ya sus sollozos movían todo el cuerpo que estaba de rodillas. Pensó en todos esos años que no le prestó la debida atención porque estaba ocupado en ganar fama, dinero y elogios. De que le servían todas las condecoraciones, los diplomas que llenaban las paredes del living cuando ella ya no estaba más para compartirlos. De que le servía ser escuchado por dignatarios, jefes de Estado que deseaban oír su experiencia de vida. De qué experiencia de vida le iba a hablar, de dejar que su ego influenciara para no estar al lado de su compañera de toda la vida que fue el aliento que puso su motor en marcha?
Todavía llorando se puso de pie y se encaminó a su coche que lo llevaría a su ahora casa vacía.
Mientras caminaba se acordó del refrán chino que reza “Siempre es más tarde de lo que tú piensas”.
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