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Yo quería ser campeón. Claro, todos queríamos. Pero además, quería verte levantar la copa. Que no quedara una sola duda de que eras el mejor jugador del planeta. El nuevo rey. Como el Diego, en México 86.
Era nuestro mundial. El nuevo reinado era tuyo. Lo presentíamos, la oportunidad que esperábamos después de la final del noventa, veinticuatro años atrás. Sí, era eso, la segunda parte de la misma película sobre héroes y villanos, donde el rival a vencer en la final, era el mismo que nos arrebató la corona en la Italia de los abuelos. Era el momento de levantarnos y tomar lo que nos pertenecía, después de aquel odiado e inolvidable penal del árbitro mexicano Edgardo Codesal Mendez.
Ese domingo 13/7/14, desde muy tempano, me parecía estar dentro de un film del mismísimo Steven Spielberg. Te lo juro, Lio. El delirio de ser argentino recorría cada boletería de expendio de boletos, cada escalera de las estaciones de metro (subte), cada vagón encadenado, cada calle, cada esquina, cada granito de arena blanca de la playa más grande del mundo.
Cuando por fin salió el sol y el cielo, se abrió limpio sobre Brasil; Río de Janeiro, inevitablemente se rindió ante la locura celeste y blanca.
Habíamos salido quince días antes de la final, desde el fondo del norte cordobés, treinta y tres horas de viaje con un baúl atascado de mochilas, colchas, un par de carpas, varios paquetes de fideos, muchos más de arroz, mucho más en latas de picadillo, salsas varias, conservas, varios pack de galletas de agua, una conservadora, dos redoblantes, mi bandera de Talleres, la de Instituto del enano gruñón, la de Deán Funes (nuestro pueblo) como estandarte. Fernet (claro). Y una ilusión tan grande que no dejaba cerrar las puertas del Renault Sandero del mono Sánchez. No tengo que decirte de las deudas que significó perseguir el sueño de ser campeón. Pasamos mil penurias en el viaje, desde estar varados doce horas en la frontera argentina de Paso de los Libres, donde tuvimos que pagar una coima forzada por uno de esos impresentables corruptos que se hacen llamar “compatriotas”, hasta viajar en medio de tormentas eléctricas. Desde dormir más de una noche con las colchas mojadas, dentro de la carpa, a causa de las lluvias del invierno brasilero, hasta quedar incomunicados con nuestros familiares y amigos, reventar una cubierta a medianoche, en el medio de la nada, perdernos innumerables veces por las autopistas brasileñas, lamentar el robo de un teléfono, o dormir todos sentados en el auto. Pero nada nos importaba, ni nos detenía, Lio. Los cinco queríamos verte levantar la copa ese domingo. El sacrificio era parte del plan. Lo supimos desde el primer momento. Todo lo malo valía la pena, tenía un nombre.
Así pasó. Ustedes hacían lo suyo; ganaban los partidos apretando los dientes. Los rivales quedaban en el camino y nosotros continuábamos cruzando la enormidad de Brasil con nuestra bandera argentina atravesando de punta a punta el Renault Sandero del mono Sánchez. Un viaje para no olvidar, jamás. Cada vez nos hacíamos de más amigos en el camino. Pasó Brasilia, San Pablo, el inolvidable siete a uno a Brasil y las caravanas eran cada vez mas largas. En los peajes era un enloquecimiento de bocinazos, de cantos, de banderas celestes y blancas flameando al aire. Tendrías que haber visto eso Lio, se me llenan los ojos de lágrimas, sólo de recordarlo.
Al pisar el último bastión, la alegría era sólo argentina en el Sambódromo de Río. El lugar donde late el carnaval mais grande do mundo, se vistió de celeste y blanco. Los bombos, los redoblantes, las banderas, las camisetas, la locura, las gargantas entonando el nuevo himno futbolero del ingenio popular: “Brasil decime que se siente, tener en casa a tú papá, te juro q…” resonaba en cada carpa, en cada rincón, hasta en los baños de ese soberbio monumento a la alegría. La copa era nuestra. Todos los argentinos que invadimos Porto Alegre, Brasilia, San Pablo, Río, lo sentíamos en la piel.
Ese domingo, desde muy temprano se alistaban las caravanas. Ahí estaba Salta, Chaco, Rosario (Roldán), Mendoza, Neuquén (Chipoletti), Córdoba, Tierra del fuego; el mapa completo saltando, cantando, agitando sus banderas, enrojeciendo las gargantas. Revolucionando las favelas visibles alrededor del sambódromo, lo puedo jurar, Lionel. Vivirlo, fue una inenarrable locura.
La cita, era la misma para todos, el FIFA Fan Fest de Río, en la playa de Copacabana, la más grande del planeta. Por supuesto, nadie, o la mayoría no teníamos entradas para el partido del Maracaná. Éramos la popular saltando y cantando en los antiguos tablones de madera. Éramos los abuelos que iban a las gradas de saco y corbata, que dejaban caer las lágrimas sin enmiendas cuando los colores de su alma, perdían el clásico del barrio. Éramos el nene en los hombros de su padre yendo a la cancha por primera vez, a ver emocionado a su nuevo amor. Éramos las zapatillas ahuecadas, las rodillas lastimadas de los carasucias soñando en los potreros. Éramos la ilusión renovada, prendida al alambrado, en otro domingo de fútbol. Éramos el populacho que se quedo frente al televisor, pintándose la cara, envolviéndose con la bandera y comiéndose las uñas. Éramos la pelota número cinco de cascos hexagonales, gastada, engrasada, ovalada. Éramos esos miles de papelitos dando vueltas en el aire, las serpentinas cayendo desde la segunda bandeja. Éramos el choripán con chimi humeando en la esquina del estadio; el vino de los amigos; los ravioles de la vieja. Éramos los que entendemos que sufrir, es fútbol. Que locura, es normalidad. Que llorar por una camiseta, es un sentimiento que no tiene explicación. Nadie, nadie paga una entrada, una y otra y otra vez durante una vida entera, para ver sufrir a su amor. Tal vez ese último ejemplo resuma lo que necesito decir, Lio. Ese domingo, éramos eso.
Por fin, esa tarde salieron a la cancha. Se acomodaron uno al lado del otro. Nosotros también coreamos el himno, con el alma erizada y los ojos lagrimeando por la emoción. El último grito de guerra calló. El silencio dominó por unos instantes y un: “Vaaaaaamos Argentiiiiiinaaaa…” volvió a encender la caldera de Río. El partido empezó y yo quería que la rompieras. Quería verte correr de un lado a otro, pedir la pelota, encarar los defensores alemanes una y otra vez, apilarlos, como en el potrero cuando eras un pibe, cuando lo único que importaba, era correr y correr con los botines bien ajustados tras una pelota, cuando era música sentir ese rasguño en los oídos cuando el fútbol inflaba la red. Pero pasaban los minutos y nada de eso veía. No podía entenderlo, era la final del mundo. Un solo partido a todo o nada. Y ahí estabas, caminando el verde, con los brazos caídos, mirando el césped como buscándole explicación a algo, no sé.
Siempre te admiré, Lio, lo juro por la sonrisa de mi madre. Pero nunca te entendí en esos momentos de letargo. En esos instantes vacios de potrero. Le gritaba a la pantalla, te daba aliento ¿no lo escuchabas? Javier Masherano iba y venía, gritaba, ordenaba, corría, quitaba, ponía, y yo me respondía, “es el único que entiende el mensaje”. Algunos destellos de tu magia brillaron Lio, pero no alcanzó para los noventa minutos iniciales. El tiempo suplementario se iba con nuestras uñas y pelos. Mascherano continuaba batallando contra todos esos Aquiles rubios, borrándolos del césped. Y vos, seguías ahí, intentando domar esos demonios internos que no te permiten sonreír en la cancha, ser feliz dentro de un juego apasionante de amores y odios. Sí, sé que es hermoso y contradictorio. “Antes que la alegría se haga tristeza” dice la canción de un amigo. Y así fue. Parecía otro avance controlado, pero a cinco minutos del final, fueron, otra vez, esos Aquiles rubios los que disfrutaron el rasguño de la pelota inflando la red. De repente todo fue noche, borrasca. Las lágrimas empujaban detrás de los ojos, el dolor del miedo a perder hacía del corazón un bombo encajonado. No podía ser, estaba todo controlado. El golpe fue duro, demasiado cruel para un sueño palpable. Pero, a menos de un aliento del epílogo del juego; del sufrimiento feroz, los rezos dieron sus frutos y un tiro libre a pedir de Dios, podía empatar el partido. Enmudeció Río, Copacabana, el planeta entero quedó en silencio cuando acomodaste la pelota y retrocediste un par de pasos para acomodarte a tu zurda. Lo habías hecho tantas veces, tantas veces habías corrido desaforado, apretando los puños, desbordando tu rostro de gol con esa sonrisa que aparece y desaparece. Tantas veces habías colgado la pelota en el mismo ángulo. La música del rasguño inflando la red, esta vez, iba a ser privilegio y pesadilla inmortal del arquero alemán. Pero los demonios que te oprimen, otra vez te taparon los ojos, te desataron los cordones antes de empezar a ser feliz.
El pitazo final sonó como un pase al infierno. Mucha gente te insultaba, yo enmudecí del dolor inesperado que impone la tristeza. A mi izquierda, sin consuelo, lloraba Thomas, el hijo del mono Sánchez que lo abrazaba incrédulo y desmoronado. A mi derecha sollozaba el enano, gruñía contra todo y todos. Germán se había perdido entre la multitud y yo, resucité un estado febril que me había perforado los pulmones días atrás. Todo había acabado. De diferentes maneras, todos éramos llanto en la playa más grande del mundo. Vi tu rostro en la pantalla y advertí tus demonios prendidos a tu mirada. No te dejaban Lio, no te dejaban. Aún estaban ahí, dominándote sin dejarte reír como querías, como queríamos cada uno de los miles y miles de locos que invadimos Rio.
Desmontar la bandera argentina que cruzaba de punta a punta el Sandero, fue la tristeza más dura que soporté en ese viaje. La fiebre subía, la tos aumentaba y cada uno de los tres mil trescientos kilómetros de vuelta, fueron mucho más que una enfermedad. Durará cuatro largos años. Ojalá, en el país del vodka, parado en la mitad de la cancha con una pelota en los pies y una sonrisa en el rostro, puedas demostrarte y demostrarnos, que lograste vencer tus demonios. Que volver a ser feliz, era solo cuestión de tiempo.
Un hincha común.

Texto agregado el 18-10-2014, y leído por 104 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
21-10-2014 Narras muy bien la esperanza,la alegria,el orgullo del hincha,el sufrimiento,el derrumbe de las esperanzas y, finalmente, la derrota de lo que pudo ser el campeonato para Argentina.Pero, ya ves, la vida sigue.Un Abrazo. gafer
19-10-2014 Messi seguirá siendo el ídolo a quien no se le permite ningún error. Es como el Papa, ARGENTINO. Muy buen relato sobre ese pitazo final. Otro hincha común. Mis ***** chilicote
18-10-2014 Transmites muy bien el sentimiento de un "hincha" argentino. agostina
 
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