I.- Ticho contra las Moscas
Ticho despanzurraba moscas a pasto y se preguntaba si habría algún perro muerto cerca, pues era inusual que tantos bichos descomunales zumbaran por doquier trazando paralelepípedos perversos en el aire.
El muchacho descubriría la respuesta luego de media hora, con el brazo entumido y el matamoscas viscoso de tantos dípteros masacrados. El asunto era que la vecina había traído unos marranos que hacían de las suyas en un chiquero deplorable.
Ticho se enteró de todo al encaramarse en la pared para atisbar las carillas porcinas de ojos intrigados y narices planas como rodajas de nabo; de modo que asoció a los animales de patas ya embarradas en sus desechos con una inminente fiesta de quince años.
Sólo entonces Ticho pensó en Zoraida Anel, la vecinita que fuera su compañera en la primaria y de quien sólo recordaba cuando lo acusó con la maestra por vender canicas al triple de su precio en los recreos.
“Y ora hasta quince años; si está re fea la Chayota”, pensó al descender de la barda raspando las puntas de los zapatos chatos entre las junturas de los tabiques, mientras dos lagartijas escamosas privadas del sol reculaban a sus escondrijos.
Ticho evocó la cara pecosa de Zoraida Anel “la Chayota”, y de paso aprovechó para sonarse a dos moscas repugnantes que volaban pegadas como con chicle.
Luego escrutó la figura arquetípica de un alacrán lustroso que salía de su reducto mientras oía la voz desgarrada de su abuelo pidiéndole ayuda “para la clavadera del zapaterío” que arreglaba en el taller apareado con un gallinero desmadrado.
Poco después Ticho ya le metía mano a unas botas de soldado, tomando una tras otra las tachuelas apresadas en su boca como le enseñara su abuelo, mientras recordaba que dejó de ver a la Chayota en la despedida de los sextos de primaria, cuando en el hervor de las pasiones permitió que la niña le firmara su camisa junto a las rúbricas toscas del Porky, el Moroco Topo y el Chimpancé Sánchez.
Con todo y el menosprecio de Ticho hacia la Chayota, había una historia oscura del día en que ambos jugaban a morder una manzana colgada de un hilo con los ojos vendados, cuando Ticho apelmazó su boca con los labios de la Chayota, quitándose el paliacate para limpiarse las babas en mitad del regocijo de los demás.
“Y ahora resulta que la Chayota ya hasta es quinceañera”, pensó otra vez Ticho, quien se apuró para terminar con su chamba y seguir aplastando bichos.
Una hora después Ticho estaba a punto de romper su récord de moscas despatarradas al llegar a la número cien, pero le llamaron la atención unas risas en la casa de la Chayota. Por eso volvió a encaramarse en la barda impulsándose como el rato anterior.
Vio algo que lo dejó de una pieza, alterándole días después los sueños donde “encarnaba” al Llanero Solitario: la Chayota reía con voz de mujer al ensayar los pasos de su futuro vals en mitad de un grupo de chamacos limpios y perfumados; y lo más desconcertante era la figura llena de curvas y el rostro embellecido por el maquillaje y el cabello largo, y no aquella greña corta y áspera que le dio su apodo.
De modo que Ticho descendió de la barda ofuscado, y dejó por la paz el matamoscas para atemperar sus instintos con el puro concurso de su mente, como había visto que hacían los santones orientales.
Instantes después mejor le ayudó a su abuelo con sus chanclos, para no estar pensando tarugadas con respecto a Zoraida Anel, cuya risa no se le desprendía de las orejas por más esfuerzos de concentración que hacía al clavar sus tachuelas cerca de una mosca horrenda que le pasó inadvertida.
II.- Rafa y las Moscas
A dos semanas y catorce horas de conmemorarse el día de los Santos Inocentes, Rafa enfrentó a tres moscas estiercoleras en el tabuco convertido en cuarto de estudio por empecinamiento del Hado.
Por aquellas fechas Rafa recién rebasaba la barrera de los veinte años que en su imaginación aparecía como el valladar de la edad adulta; igual había obtenido el lugar 256 en el maratón de San Juan de los Alcatraces; y como si no bastara, ya detentaba el título de peor portero de la historia de ese pueblo que alojó a “Los Siete Monjes Misioneros” en el siglo XVII, pues había recibido 54 goles en veinte encuentros.
El caso fue que la virulencia de las moscas hizo que Rafa dejara pendiente su investigación sobre los orígenes supuestos de los onagros que algunos ancianos descubrieran rebuznando en lo más inescrutable de la sierra. Y ya indignado como San Jerónimo al percibir las tentaciones de los diablillos de los albaricoques, Rafa se dispuso a lidiar con los dípteros que para esos momentos parecían trazar en el aire un poema sumerio con los caracteres rúnicos de sus vuelos frenéticos.
Pero Rafa ya no era el mismo hombre con cuerpo de cazador del neolítico de hacía pocos años, pues desde los 18 su cuerpo estalló como supernova en la franja ecuatorial de unas lonjas que ahora se desparramaban hasta las nalgas adiposas y el pelambre genital que ya cubrían. Tal vez por eso y a causa también de la luz raquítica de las velas que lo alumbraban, Rafa batalló media hora en vano tratando de aplastar a las moscas valiéndose tan solo de un cucurucho de periódico y su furia depurada.
Según los comentarios de varias ancianas discretas agachadas ante el cura Petronio Anselmo, Rafa no informó de su victoria sobre las moscas aquella mañana envilecida por los ladridos infames de un perro atado con alambre de púas; y más bien se mantuvo horas asestando golpes erráticos contra aquellos bichos que al final le dieron la estafeta a medio clan de moscas panteoneras que desplazaron sus lomos metálicos con garbo kamikaze.
Según cuentan los que de esto saben, ese fue el fundamento de los asertos psicóticos de Rafa sobre el pretendido origen asiático de los onagros que hasta la fecha siguen perturbando la paz de los montes con sus rebuznos ignominiosos.
III.- El Embate de la Mosca
Por enésima vez reniego de haberme mudado a la cabaña que le heredó su bisabuela a mi esposa Jacinta, pues la noche anterior de nueva cuenta una jauría de mosquitos invisibles me inoculó el insomnio por medio de sus zumbidos taladra-tímpanos. De no ser por habérmela pasado soltando golpes impotentes en el aire, quizá habría amanecido de buen humor y no me encontraría ahora en postura de peleador de Shaolín en esta cocina de adobe en cuyos resquicios del techo de tejas se escabullen alacranes y lagartijas por igual.
Me hallo blandiendo el matamoscas para cazar a una mosca descomunal que va de un lado al otro con furia primitiva, cual si dispusiera de un ímpetu de bestia del Apocalipsis.
Los eventos comenzaron hace cinco minutos: a las 8: 12, para ser precisos. Pasó cuando me encontraba dispuesto a desayunarme un plato de avena y arroz hervidos con cereal de fibra y una rebanada de piña en almíbar. Justo cuando ya tajaba la fruta con una cucharita como para remover el té, apareció de súbito el vértigo de este bicho capaz de trazar malignos triángulos torcidos en el aire.
Repito que no las traía todas conmigo, pues si alguien me hubiese tomado una foto habría dispuesto de una imagen capaz de espantar a docenas de pelones de hospicio reacios a las bondades de la sopa.
Ocurrió que una ira de reptil recorrió en brincos sinuosos mis vértebras hasta empujar mis ojos que parecieron tensar sus órbitas, y en cuestión de segundos acudí al rincón de los cachivaches por el matamoscas embarrado con el palimpsesto de dípteros inmolados en el transcurso del año.
Así fue como llegué al instante en que ahora detecto con todos mis sentidos el avance de esta mosca salida con todo y lomo de pelambre como púas de algún muladar o ciertos detritos panteoneros.
Sobra decir que he desistido de apaciguar las muecas de mi estómago con los cereales fríos. Hasta ahora no he podido acertarle a la mosca, que de repente se detiene en sitios inescrutables entre las cacerolas y los recipientes de las especias que Jacinta acomoda con rigor quirúrgico.
No obstante mi ineficacia inicial en este duelo de honor, he aprovechado los minutos transcurridos para apaciguar mis emociones como monje zen, mientras estudio las rutas posibles de la mosca para soltarle un mandarriazo como haría un samurái con la katana.
Comienzo a pensar que la mosca dispone de una inteligencia supradimensional, pues las pocas veces que se para frente a mí lo hace en resquicios que la protegen del impacto del matamoscas. Para terminarla de amolar, cuando el animal detuvo su ignominioso cuerpo de excremento con patas, el sonido de mi celular lo espantó y a mí me hizo soltar una invectiva contra los ciento ocho duendes que resguardan los pirules.
Se trataba de Jacinta, quien me marcaba desde su trabajo para avisarme que había olvidado las llaves, y que si le hacía el favor de tenerlas a la mano. Le respondí que sí, mientras mis ojos giraban como canicas animadas en sus huecos siguiendo las arremetidas de la mosca que ahora incluso rozaba mis orejas.
Por momentos tengo la tentación de abrir la ventana de goznes herrumbrosos y untadas de telaraña para que este engendro escape y al fin pueda serenarme. Pero de repente me indigno ante la blandura de mi voluntad, por lo que jalo aire cual si estuviera a punto de escalar el monte Fuji, y regreso a mi postura de combate.
Una nueva vibración del celular me provoca un escalofrío en la espalda. De nuevo Jacinta, a quien le digo una mentira respecto a las llaves de las que ya me había olvidado. Cuelgo.
La mosca surca el aire como kamikaze y se detiene en una grieta en la parte más inaccesible de la cocina, por lo que echo mano de un banco deslucido y con suma precaución lo acerco al punto donde pueda alcanzarla. Sin embargo algo me congela en mi sitio. Descubro el cuerpo mineral de una lagartija como amasada con tizne, quien clava los ojillos antiguos en la mosca que se acicala las patas a pocos centímetros de ella.
Antes de que pueda hacer nada, la lagartija se impulsa como áspid y engulle a la mosca haciendo un gesto doloroso. Literalmente hace unas cuantas lagartijas y se escabulle en busca del postre.
Un sentimiento de impotencia recorre mis músculos laxos. Me desmadejo por completo y me dirijo a embutirme el cereal con la prestancia de una momia desahuciada.
|