05:30
El roñoso despertador sonó exactamente tres veces en la vieja buhardilla.
Octavio alzo el brazo y apago la alarma encontrándola hábilmente en la oscuridad de la habitación. Aun no había amanecido pero acostumbraba a dormirse pronto y a madrugar mucho. No era por su trabajo, no trabajaba en nada concreto. Simplemente era su costumbre.
Así había sido siempre desde que podía recordar.
Encendió la luz apretando la perilla situada en la cabecera de la cama y una sola bombilla sin lámpara ilumino la pequeña y pobre estancia. Esta consistía en una vieja cama donde ahora permanecía sentado mirando sus zapatillas al pie de la misma, una silla de esparto desvencijada, un pequeño armario ropero donde guardaba su escaso vestuario, una palangana con pie y agua limpia y, colgado enfrente de esta, un espejo ovalado con un marco de plástico barato.
Al pie de la silla se encontraba lo más valioso que Octavio poseía: Una caja de herramientas repleta de utilería que utilizaba normalmente para sus chapuzas callejeras.
Octavio vivía hacia tres años en la misma pensión y ninguno de los clientes conocía exactamente a que se dedicaba y de que se sustentaba, aunque rozaba ya una edad mediana, pero pagaba religiosamente cada primero de mes y no ocasionaba molestias.
Su comportamiento era prácticamente ejemplar.
Doña Elvira, la dueña de la pensión “El viajante” no tenia en absoluto queja de él;
Es mas, le agradaba que fuera tan callado y huraño. Ella ya estaba mayor para discusiones o problemas y Octavio era prácticamente un fantasma en la pensión.
Nunca trajo una mujer, nunca vino borracho, nunca discutió con nadie…¿que mas se le podría pedir?. Así que Doña Elvira estaba completamente satisfecha de su inquilino.
“ Un Señor, con todas las palabras” se le oía decir en muchas ocasiones.
05:45
Octavio salió de su habitación como cada mañana y se dirigió al final del pasillo donde se encontraba el baño, sosteniendo en sus manos una pulcra y plegada toalla junto con los enseres para afeitarse. En una hora tan temprana no era habitual cruzarse con ningún otro inquilino y eso le gustaba. Odiaba tener que esperar en la puerta a que otro saliera.
Entro al baño, abrió y cerró el pestillo por tres veces – una costumbre – y procedió a desnudarse del pijama dejándolo perfectamente plegado para la noche siguiente. Después se introdujo en el plato de la ducha.
Siempre se duchaba con agua bien fría, que le despejaba y refrescaba, daba igual verano que invierno y aprovechaba para afeitarse allí mismo sin espejo, con movimientos monótonos y certeros quedando perfectamente rasurado.
06:00
Terminó con el aseo y se encaminó hacia su cuarto, ya seco y vestido solo con su albornoz. Depositó el pijama plegado con esmero en la silla e hizo la cama con rápidos movimientos mecánicos. Se lavó los dientes en su habitación utilizando la palangana con agua mirándose fijamente en el espejo. Siempre pensó que este era un acto demasiado íntimo para hacerlo en un lugar que también usaban otros inquilinos.
Se vistió de calle con su traje marrón, agarró su caja de herramientas y se dirigió
en silencio a la cocina.
06:30
Doña Elvira, sabedora de la costumbre madrugadora de Octavio, ya estaba cocinando un par de huevos revueltos y dos tostadas. A fin de cuentas era un buen inquilino y ella dormía pocas horas. En el alquiler entraba el desayuno para quien lo mereciera.
En el fondo no le importaba madrugar un poco más para complacerle y mantenerle a gusto en la pensión. “Buenos días Doña Elvira”, “Buen día, Don Octavio” era realmente el único dialogo que mantenían cada mañana.
Él desayunaba en silencio y ella prefería no hablar.
Doña Elvira le sirvió los huevos y las tostadas en un plato sin cubiertos. Octavio se inclinaba desde la silla donde estaba sentado en la mesa de la cocina, abría su caja de herramientas y sacaba su propio cuchillo y tenedor. Doña Elvira deposito un limón encima de la mesa y con una sonrisa fugaz se marchaba a las labores del resto de la pensión, dejando a Octavio solo en la cocina. Éste, con su propio cuchillo, cortaba el limón por la mitad y exprimía su jugo en un vaso de agua con azúcar para acompañar el frugal desayuno. Recogía el plato y el vaso usado, los enjuagaba y los dejaba secando en el fregadero. Lavaba con esmero su cuchillo y tenedor y los volvió a depositar en la caja de herramientas. Agarró ésta por su asa de plástico y canturreando por lo bajo se dirigió a la calle.
07:15
Caminaba siempre por las mismas aceras efectuando cada mañana el mismo recorrido;
Primero, desde la puerta de la pensión a la callejuela de la tienda del mercero y de allí tomaba el desvío hacia la plaza; Después giraba hacia el colegio y en la siguiente esquina, tras pasar delante del bar de Paco, entraba en la plazoleta que rodeaba la iglesia. Unos pocos pasos más y llegaba al templo.
07:50
Pensó muchas veces en cambiar el recorrido porque en la puerta del colegio los niños
– ¡esos pequeños diablos! – se burlaban siempre de él. “Octavio, Octavio, el loco del barrio” le decían gritando con sus vocecillas de pajaritos y corrían como gallinas descabezadas alrededor de él manoseándole y ensuciándole la chaqueta. Luego Octavio los perseguía hasta alcanzarlos y tocándoles en el hombro les decía: “tú la llevas“. Realmente no sabía bien por qué les decía aquello. Pero se le antojaba lo más adecuado para dirigirse a los pequeños. (En el fondo, nunca entendió a los niños. Incluso hasta cuando él mismo lo era.) Y entonces los mocosos se reían y le cantaban la canción mientras iban entrando como minúsculos terremotos por la puerta del colegio. “Octavio, Octavio, el loco del barrio…”
En esto consistía el pesado ritual de cada mañana.
Pero el mero hecho de pensar en caminar por otras calles le incomodaba sumamente y éste, a fin de cuentas, era el recorrido mas corto.
08:30
Al cruzar la plazoleta de la iglesia siempre se encontraba con Álvaro, el basurero, que después de su turno de noche se desayunaba unos cuantos cafés cortos pero bien largos de coñac en el bar de Paco antes de irse a dormir. “Álvaro el borracho” – pensaba Octavio siempre que lo veía beber de aquella manera a tan tempranas horas -.
Álvaro tenía la maldita costumbre de dirigirse a Octavio como si éste fuera retrasado diciéndole invariablemente: “¿Que pasa Octavito, a trabajar a la iglesia? – y dándole un par de cachetes en los mofletes le repetía como siempre: “¡Ay! Este Octavito, cuando tendrás un trabajo de verdad, como los hombres. Ya te invitare a un coñac cuando seas mayor” – y riéndose groseramente sin esperar respuesta alguna le daba la espalda, lo ignoraba y se volvía a la barra del bar donde Paco le estaban sirviendo el siguiente carajillo, riéndole la gracia por compromiso.
En realidad a Paco no le divertía nada ver esa escena cada mañana.
Lo que sentía era pena, cada vez que veía a Octavio.
Sin embargo Octavio odiaba a Álvaro, sobre todo por que le tocaba la cara con esas manos de basurero tan sucias que siempre olían a porquería. Pero en realidad, a Octavio nunca le salió de dentro replicarle nada.
Ni media palabra.
09:00
Puntualmente, como cada mañana, llegó a la plazoleta de la iglesia y se sentó en el banco que hay justo en la entrada de los portones. Allí las viejas le daban alguna limosna, otras personas lo llamaban para reparar una tubería, un cerrojo o cualquier otra chapuza que surgiera. A Octavio le gustaba pensar que era su oficina al aire libre.
Le gustaba estar allí sentado, esperando, sintiendo la brisa, mirando a las palomas.
Aguardando pacientemente a que lo reclamaran para hacer cualquier trabajo a cambio de unas pocas monedas. Y con las limosnas y esta ocupación prácticamente se ganaba un dinero todos los días.
A las 13:30, después de la última misa Don Cristóbal, el párroco, siempre salía a hablar unos minutos con él y le ofrecía un bocadillo. Eso si, nunca dinero.
Le preguntaba por como le había ido la jornada, que cuando buscaría un trabajo de verdad ya que era tan hábil con las manos, que si quería ayudarle en misa…
Pero Octavio era muy parco en palabras y Don Cristóbal se cansaba pronto de este monólogo ya que prácticamente Octavio contestaba solo con un “si” o un “no”.
A Octavio no le gustaban mucho los curas, pero éste al menos le ofrecía más comida que sermones.
Cuando el párroco se marchaba, Octavio se fijaba un rato en las palomas mientras picoteaban algunas migajas del pan marrón que les había arrojado y echaba una cabezada hasta la tarde, si no es que alguien le pedía para algún trabajo.
Guardando celosamente su caja de herramientas bajo los pies solía imaginar que era una de aquellas palomas que volaban a su alrededor, hasta que le entraba sueño.
Y entonces, soñaba;
Soñaba que era una paloma, grácil, blanca, pero con una mancha negra y sucia en la cabeza, cosa que le hacia pasar mucha vergüenza delante de sus compañeras aves, todas inmaculadamente blancas.
Y entonces volaba, escapaba muy rápido; Huía de aquella plaza a toda velocidad mientras su corazón se encogía de tristeza. Pero al final, le daba igual porque volando en su sueño se sentía libre. Se marchaba lejos aleteando con furia, sin parar hasta perderse de vista en la lejanía.
Y después, en su sueño, imaginaba que todas las personas que andaban por la tierra eran palomas negras y él se transformaba en una gran nube blanca que se dirigía apresuradamente a lo más alto del cielo.
18:00
Se despertó sobresaltado cuando sintió el impacto de una moneda que le dio de pleno en el rostro. Miró a la anciana que se la había arrojado y que se alejaba ranqueando de una pierna. Pensó que no lo hizo a propósito y no se enfadó. Agarró la moneda de 20 céntimos del suelo y se la guardó en el bolsillo junto con el resto de la calderilla. Hoy había sido un mal día. Nadie llamó para trabajar y apenas tenia 15 euros en el bolsillo. Dio por terminada la jornada, cogió su caja de herramientas y se dispuso a marcharse.
Al ponerse de pie, se dio cuenta de que durmiendo se había orinado encima y eso le hizo apresurar el paso. Ciego de vergüenza, rabioso y sin levantar la vista del suelo para no ver a nadie llegó un poco antes de lo habitual a la pensión.
19:15
Octavio tuvo suerte. Cuando cruzó la puerta no le vio nadie. Doña Elvira estaba en la cocina de espaldas. Los demás inquilinos pululaban por sus habitaciones distraídos en sus quehaceres y tampoco lo vieron. Se encerró en su cuarto aliviado y apestando a orines. Maldiciendo por su falta de continencia se quitó el pantalón y la chaqueta. Los tiró al suelo con rabia.
Ya desnudo, se frotó con la toalla y con el agua de la palangana todo el cuerpo hasta enrojecerse la piel. Ahora no era momento de ducharse. Habría sido algo completamente inhabitual.
No, no era conveniente. No era posible.
Alguien podría verle y preguntarle y entonces ¿Qué diría? – “Ah, no pasa nada, es que me he meado encima” –.
No podía ser.
Siguió frotándose el cuerpo, cada vez con más violencia, cada vez con más rabia hasta que dejó de tener sensibilidad en la piel.
20:00
Aun mojado se puso el pijama que estaba sobre la silla, se sentó sobre la cama y apago la luz de la perilla. Estuvo bastantes minutos en silencio, sentado en la oscuridad como haciendo un examen de conciencia. Cualquiera que no lo conociera y pudiera verle en ese instante incluso pensaría que estaba rezando. Pero no rezaba.
Octavio hacia muchos años que dejó de creer en Dios. Seguramente los mismos que Dios dejó de creer en Octavio. Se tumbó en la cama y se tapó hasta la cabeza.
Desde la ropa húmeda que había dejado tirada en el suelo le llegó olor a orín que le desagradó bastante, pero ahora ya nada se podía hacer. Cruzó los dedos sobre el pecho y cerró los ojos.
Pronto comenzó a soñar. Se volvió a ver como una paloma…
Pero esta vez, la mancha negra estaba entre las piernas.
05:30
El roñoso despertador sonó exactamente tres veces en la vieja buhardilla.
Octavio alzo el brazo y apago la alarma encontrándola hábilmente en la oscuridad de la habitación. Encendió la luz, apretando la perilla situada en la cabecera de la cama y una sola bombilla, sin lámpara, ilumino la pequeña y pobre estancia…
Pero Octavio no se levanto enseguida.
Se quedo mirando el techo durante unos minutos y se imaginó que se resquebrajaba. Primero con una pequeña grieta que partía de una esquina. Luego todo el techo era una raja inmensa que dividía la estancia en dos, dejando a la vista el cielo de madrugada. Pero solo se lo imaginaba.
Sonrió y se sentó en la cama. Se acopló las zapatillas y se puso en pie.
Miró fijamente al despertador… y le dio una patada con todas sus fuerzas estampándolo contra la pared convirtiéndolo en un montón de muelles, pilas y plásticos fragmentados.
Sonrió de nuevo, con un gesto torcido.
05:45
Octavio salió de su habitación como cada mañana y se dirigió al final del pasillo donde se encontraba el baño sosteniendo en sus manos una pulcra y plegada toalla junto a los enseres para afeitarse. Entro al aseo, abrió y cerró el pestillo por tres veces – una costumbre – y procedió a desnudarse del pijama tirándolo como un trapo al suelo.
Aún le parecía que su cuerpo olía a orines.
Abrió el grifo del agua caliente hasta que salió vapor y se introdujo en el plato de la ducha.
Se froto con jabón enérgicamente todo el cuerpo hasta quedar medio escaldado.
Cogió la cuchilla de afeitar y se afeitó. Pero esta vez, todo.
La cara, el pecho, las piernas, los brazos, el pubis, la cabeza y las cejas.
No dejo en su cuerpo ni rastro de un solo pelo.
Cerró el grifo, tiró la cuchilla al suelo. Se puso desmadejadamente el albornoz y salió del baño.
06:00
Abrió la puerta de su cuarto. Dentro se quedó largo rato mirándose en el pequeño espejo.
Se puso de frente, de perfil, y se observó largamente la cabeza completamente rasurada.
Sonrió de gusto ante su nuevo aspecto. Su rostro, en ausencia de cabello y cejas se asemejaba a una grotesca máscara. Realmente se gustaba con su nuevo look pero tenía una idea excelente para mejorarlo. Abrió la caja de herramientas que permanecía en medio de las patas de la vieja silla y buscó hasta hallar una poderosa tenaza. Volvió a mirarse al espejo. Se llevó la tenaza a la boca y se arrancó los dientes uno a uno, despacio, sin emitir un gemido siquiera. Cuando acabó con el último, con toda la boca herida y el albornoz empapado en sangre, se volvió a mirar al espejo y se sonrió. Pero esta vez no le gustó su sonrisa.
Decidió que no sonreiría nunca más.
Tiró el albornoz como un muñeco roto encima de la cama aun deshecha. Se vistió de calle con su traje marrón, que apestaba a orines, agarró su caja de herramientas y se dirigió en silencio a la cocina.
06:30
Cuando entró en la cocina Doña Elvira estaba de espaldas cocinándole el desayuno.
Octavio se sentó en la silla y murmuró un “enos diaz” que salio así de su boca desdentada.
Doña Elvira no se giró, ocupada como estaba, y le devolvió el saludo educadamente pero continuando con su labor. Ya estaba el desayuno casi listo.
Octavio se inclino hacia su caja de herramientas a sus pies pero en vez de buscar el cuchillo y su tenedor, aferró un martillo enorme con mango de madera y cabeza roma por un lado y saca-clavos por el otro. Octavio se levantó de la silla sin hacer ruido.
En dos cortos pasos se situó detrás de la dueña de la pensión que seguía ocupada en terminar el desayuno. Octavio levanto el martillo por encima de su cabeza, con todo el brazo estirado, y descargó un golpe terrible en la base del cráneo de la mujer con la parte roma del martillo.
El golpe sonó raro, pensó. Como cuando se revienta una sandía.
Lo cierto es que cuando Doña Elvira tocó el suelo con el cuerpo, ya estaba muerta.
Octavio se la quedó mirando largo rato allí de pie, con el martillo chorreando sangre y al tiempo escuchando por si alguno de los otros inquilinos hacia algún movimiento. Pero no oyó nada.
Pensó que matar a alguien resultaba extremadamente sencillo.
Respiró fuertemente por la nariz.
La boca la tenía prácticamente pegada por la sangre coagulada y le costaba tragar.
Pero aquello era un mal menor – pensó - ya que nunca más habría de lavarse los dientes.
Escupió un pedazo coagulado de sangre y se limpió la boca con la manga de su apestoso traje marrón – orín. Se acercó a su caja de herramientas y guardó el martillo aún con cuajarones.
Empuño su cuchillo y se lo clavó en el pecho a la ahora fallecida Doña Elvira.
Con dos movimientos certeros la abrió en canal a la altura del corazón, se lo extrajo con unos pocos y limpios cortes y lo depositó en un plato sobre la mesa.
Agarró los huevos aun calientes en la sartén y las dos tostadas, se sentó de nuevo en la silla y con el cuchillo, que aun mantenía en la otra mano, partió el corazón en pequeños trozos.
Exprimió el jugo de su limón en un vaso de agua con azúcar para acompañar el frugal desayuno.
Cuando terminó recogió el plato y el vaso usado, los enjuagó y los dejo secándose en el fregadero. Lavó con esmero su cuchillo y tenedor y los volvió a depositar en la caja de herramientas. Agarró ésta por su asa de plástico y se dirigió silenciosamente hacia la calle.
07:15
Octavio recorrió como cada mañana las mismas calles que a estas horas estaban casi desiertas.
No se cruzó con nadie y pensó que tenía suerte ya que su aspecto llamaría mucho la atención.
Y no pensó que fuera por su traje marrón, en el que la sangre seca se disimulaba muy bien, si no por su nuevo corte de pelo al cero. “Vaya, como se nota ahora el frío” – pensó -
Paró un instante para abrir la caja y sacar su cuchillo, que deslizó y ocultó hábilmente por la manga de la chaqueta. Se puso la mano en la cabeza para atenuar el helor y aceleró el paso.
07:50
En la puerta del colegio los niños se arremolinaban jugando al “tú la llevas”, pero por un momento todos dejaron de correr en cuanto vieron aparecer calle arriba la estrambótica figura de Octavio. Cuando llegó a la altura de los niños, estos que le miraban incrédulos la cabeza rapada que se afanaba en ocultar, comenzaron a gritar de júbilo y a reír como comadrejas.
Lo rodeaban bulliciosos y cantando “Octavio, Octavio, el loco del barrio” y “Ahora se ha pelado y parece un atontado”. Le tiraban de la chaqueta mientras cantaban y corrían alborozados a su alrededor. Octavio aceleraba el paso pero los niños eran como un enjambre rodeando un panal.
Uno de ellos, el que cada mañana le perseguía, le golpeó en el hombro y le dijo “Tú la llevas”.
Octavio reaccionó como un felino desenfundándose el cuchillo con presteza de la manga y le contestó “Te la llevas tú”, cortándole al niño limpiamente en la cara hasta la altura de la oreja.
Al principio el muchachito no reaccionó y se quedó petrificado en el mismo sitio donde había recibido la estocada, llevándose las manos a la cara.
Al notar que la lengua le salía por la mejilla se dejó caer de rodillas, tapándose con las manos y comenzó a berrear. Cuando los otros niños se dieron cuenta de que su amigo estaba en el suelo sangrando Octavio ya estaba por girar la esquina y un segundo después había desaparecido de su vista.
08:30
Al cruzar la plazoleta de la iglesia Álvaro ya salía del bar al verlo venir. Con pasos ebrios y a un par de metros de Octavio se detuvo, lo miró fijamente y rompió en una sonora carcajada.
-“¿Pero, que te has hecho en la cabeza Octavito…?” – le dijo casi con lágrimas en los ojos por la risa. – “¡Chiquillo, si parece que te han rapado en el Cotolengo!” le decía mientras se le acercaba mirándole con patente asombro la pelada cabeza llena de cortes.
Precisamente, por mirarle a la cabeza, no vio la punta acerada que a Octavio le asomaba entre la mano y la chaqueta. Pero si la sintió.
Octavio le había apuñalado hasta el mango con tanta fuerza que incluso varios de sus dedos le penetraban en el estomago.
– “Octavito…pero, pero... ¿Que haces?” – alcanzó a decir con un hilo de voz, mirando incrédulo
como uno de sus intestinos de un extraño color azul blanquecino se le descolgaba de la profunda herida hasta el suelo. Octavio miraba a Álvaro directamente a los ojos. Sin apartar la mirada, con un rápido y contundente movimiento de brazo, le abrió el corte hasta la altura del pecho.
De golpe todo lo que Álvaro era por dentro salió al exterior en multitud de colores y texturas.
Solo se mantenía en pie por estar aún sujeto por el brazo de su asesino.
Octavio dirigió las vista hacia abajo y vio como las tripas de Álvaro se le deslizaban del cuerpo, como si tuvieran prisa por salir. Volvió a mirarlo a los ojos - que Álvaro casi tenia ya velados - y le dijo con todo el desprecio que pudo: - “Hueles mal Álvaro… hasta por dentro hueles mal”-
Y sacó rápidamente el arma del cuerpo del moribundo, que cayó inmediatamente al suelo como fulminado por un rayo.
Paco, el del bar, miraba espantado desde la protección de la barra lo sucedido.
Octavio también lo miró.
El camarero salio pausadamente de detrás de la barra sin perder ojo a Octavio.
Éste seguía observándolo con el cuchillo en la mano mientras Álvaro agonizaba a sus pies.
Paco se acerco a la puerta del establecimiento, cerró muy despacio con llave y se quedo mirando parapetado detrás del cristal, sin hacer ni un solo gesto.
A Octavio le resultaba simpático Paco. Era un buen hombre que siempre se mantuvo discreto.
Octavio quiso saludarlo con una sonrisa pero no pudo por la inflamación de boca y en su cara solo se reflejó una mueca. Se limito a levantar la mano con la que mantenía el cuchillo aún ensangrentado. Quizás volviera después al bar. Ya le explicaría entonces y seguro que lo entendería. Paco le devolvió el saludo tímidamente y en su mano Octavio distinguió como sujetaba un móvil. Octavio escondió de nuevo el cuchillo dentro de la manga y observó el cadáver de Álvaro en el piso. Álvaro, que ya no era Álvaro. Ahora no era más que una piltrafa que se pudría lentamente, como la basura que siempre tocaba.
Al contrario de lo que se imaginaba, Octavio no se sintió liberado.
El olor a basura que desprendían los restos parecía haberse acentuado y Octavio sintió una nausea. Como póstuma despedida le sacudió una patada en la cabeza y comenzó a andar despacio, arrastrando los pies, dirigiéndose lentamente hacia la iglesia.
A lo lejos, trepidaban unas sirenas.
09:00
Puntualmente, como cada mañana, Octavio llego a la plazoleta de la iglesia y se sentó en el banco que hay justo en la entrada de los portones. Estaba muy cansado y estiró las piernas.
Hoy no había viejecitas limosneras. Bueno, si las habían, pero a lo lejos.
Distinguió a algunas de ellas en entre la gente que se arremolinaba en las puertas a varios metros de él y que estaban junto al párroco, Don Cristóbal.
Se habría corrido la voz, pensó. Los oía hablar pero no entendía lo que decían. Tampoco es que le importara demasiado. Octavio tenía la mirada turbia y oxidada, pero entrecerrando los ojos pudo ver como Don Cristóbal, quizás en un alarde de valentía o posiblemente empujado por la multitud, se acercaba al banquito, temeroso y encorvado con las manos muy juntas.
Octavio hacia esfuerzos por respirar con normalidad. La adrenalina cumplía su función y su sangre le cabalgaba el corazón a toda velocidad.
Deteniéndose a un par de metros, el párroco le susurró: –“Octavio, hijo mío... ¡Que has hecho por Dios!”-. Octavio giro la cara en su dirección y le hizo un gesto con la mano para que se acercara más. Sorprendentemente el cura lo hizo y se sitúo justo detrás de él temblando de pies a cabeza. El olor a sangre, vísceras y orín que Octavio desprendía le hizo tener una arcada, pero se contuvo. Octavio miró al viejo párroco y le dijo con voz ronca: -“Mira cura, hoy no necesito tu bocadillo” – y abrió ampliamente la boca para mostrarle las encías deshechas en sangre y coágulos.
El cura se santiguó sin saber que más decir.
Las sirenas se oían muy fuertes y seguidamente aparecieron cinco coches de Policía Nacional que entraban a toda velocidad por la angosta plaza. Inmediatamente después de que se detuvieran los vehículos a varios metros de donde estaban Octavio y el párroco, salieron tres policías de cada vehiculo armas en mano y uno de ellos, con un megáfono con demasiado volumen, le gritó: –“¡Vamos Octavio, tranquilícese y suelte al cura!” –
El párroco miro a Octavio. Octavio miró al párroco. Y como obligado por las circunstancias Octavio lo agarró por la pechera sacándose ágilmente el cuchillo de la manga, poniéndolo a pocos centímetros de la cara de Don Cristóbal.
-“ Por favor Octavio, no me hagas daño, no me mates Octavio, hijo...”- le rogó el cura.
-“¿Pero como le voy a matá hombre, con la de bocadillos que me ha dao?”- contestó categórico Octavio. Y soltó al párroco que salió corriendo como alma que lleva el diablo agarrándose las faldas.
Octavio se puso en pie y comenzó a caminar pesadamente hacia los agentes, sin mirarlos, lo que propició que algunos policías se decidieran actuar.
Octavio oyó unas detonaciones y pensó que en alguno de los pueblos cercanos debía de ser fiesta, por los artificios. Extrañamente le comenzaron a temblar las piernas que apenas si conseguían mantenerlo erguido. Se noto mojado por el cuerpo y pensó que se había vuelto a orinar encima. “¡que vergüenza, delante de todos!” – pensó mientras una gran debilidad le recorría la espina dorsal.
Mientras caía atraído irremediablemente hacia el suelo pudo ver al párroco corriendo torpemente hacia los portones de la iglesia. Parecía increíble que pudiera correr tan veloz con aquellos enormes faldones. Cuando la cabeza de Octavio chocó contra el asfalto estaba sonriendo y esta
vez si pudo, porque curiosamente ya no le dolía la boca.
De pronto se sintió muy cansado. Mucho. Como cuando se quedaba mirando a las palomas y le entraba sueño; Y pensó que era justo lo que pasaba; Se estaba durmiendo mirando a las palomas.
¡Y todo era en verdad como en su sueño!
Octavio ya no era capaz de distinguir que esos bultos negros que se le acercaban y le merodeaban eran agentes de policía. Para Octavio solo eran feas palomas negras, que se arremolinaban alrededor del pan marrón que tantas veces les había tirado.
Lo vio todo con una extraña perspectiva aérea y comprendió:
No eran más que palomas negras picoteando un pan, vestido con un traje marrón.
Pero ahora la escena le resultaba sucia, no como en su sueño.
No. Ya no le interesaba seguir viendo eso.
Ahora solo sentía deseos de marcharse y volar muy lejos.
Y entonces, intuyó que lo que ocurría es que sencillamente había dejado de ser Octavio.
Se convenció de que no era ese andrajo humano que yacía en el suelo cosido a tiros.
No, no…
No podía ser…
Porque ahora se sentía tan sumamente libre que comprendió que era porque se había convertido, con su último suspiro, en una gran nube blanca que se dirigía apresuradamente a lo más alto del cielo...
Octavio cerró los ojos.
Y desde ese instante, solo soñó con palomas.
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