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La mordaza le quemaba la boca y le ardían las cuerdas de las manos. La silla le molestaba y tenía las piernas dormidas.
En un acto de furia tras mucho tiempo de estar allí, rompió todas las cuerdas que le ataban. Los grilletes volaron lejos y sus cadenas ya no servían de nada.
Rompió puerta de la jaula y, lejos de conformarse, fue en busca de su captor.
Se decía mientras se le acercaba.
El blanco de su ira se reía grotescamente.
-¿Qué vas a hacerme tú, el mismo al que acorralé y encarcelé con estas mismas manos?
-Enseñarte que la paciencia tiene límites -dijo mientras le retorcía el cuello con las cadenas que le quedaban.
Poco le importaban ya los motivos que le hicieron entregarse la primera vez. Tras matarlo, no volvería a casa.
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Texto agregado el 17-10-2014, y leído por 90
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